– Bueno, sí, de eso se trataba. Eras mi amiga y no entendía cómo podías estar con él y seguir siéndolo… Era muy complicado, por cómo era él. Y ¿qué pasaría cuando te dejara? Me preguntaba eso.
– Entonces, sabías que haría lo que hizo.
– Creía que podía pasar, porque era su estilo. Y luego ¿qué? No querrías venir por aquí y que todo te recordara a él, ¿no? Incluso estando conmigo te pasaría lo mismo, te pondría en la situación de tener que oír hablar de Santo cuando no estarías preparada. Era demasiado difíciclass="underline" no veía la forma de solucionarlo y no sabía cómo expresar con palabras lo que sentía, al menos no de un modo sensato, que me hiciera parecer razonable.
– No me gustó perderte como amiga.
– Sí, bueno. Así son las cosas.
Kerra pensó: «¿Y ahora qué?». No podían retomar su relación donde la habían dejado antes de Santo. Habían ocurrido demasiadas cosas y todavía tenían que enfrentarse a la realidad de la muerte de su hermano. Ésta y la manera en que se había producido flotaban entre ellas incluso ahora. Era el gran tema que no mencionaban y así se quedaría mientras existiera la más mínima posibilidad de que Madlyn Angarrack estuviera implicada.
La propia Madlyn pareció comprenderlo, porque a continuación dijo:
– Me asusta lo que le pasó. Yo estaba enfadada y dolida, y otras personas saben que me encontraba así. No mantuve en secreto… lo que me había hecho: mi padre, mi hermano y otras personas, como Will Mendick o Jago Reeth, lo sabían. Uno de ellos… Verás… Puede que alguien le hiciera daño, pero yo no deseaba que pasara. Nunca lo quise.
Kerra sintió que un hormigueo de aprensión le recorría la columna vertebral.
– ¿Alguien pudo hacerle daño a Santo para vengarte? -preguntó.
– Yo nunca quise… Pero ahora que lo sé…
Cerró las manos y Kerra vio que sus uñas -esas medialunas perfectamente cortadas- se clavaban en sus palmas, como para decirle que ya había hablado suficiente.
– Madlyn, ¿sabes quién mató a Santo? -dijo Kerra lentamente.
– ¡No!
Esa forma de elevar la voz sugería que Madlyn todavía no había dicho aquello que había ido a comunicarle.
– Pero sabes algo, ¿verdad? ¿Qué?
– Es sólo que… Will Mendick vino a casa anoche. Lo conoces, ¿verdad?
– Ese tipo del supermercado; sé quién es. ¿Qué pasa con él?
– Él pensaba… Verás, hablé con él, ya te lo he dicho. Fue una de las personas a quien le conté lo de Santo y lo que había pasado. No todo, pero lo suficiente. Y Will… -Parecía que Madlyn no podía terminar, pues se retorcía las manos en el dobladillo del delantal y parecía abatida-. No sabía que yo le gustaba -acabó.
– ¿Me estás diciendo que le hizo algo a Santo porque tú le gustabas? ¿Para… escarmentarlo por ti?
– Dijo que le dio una lección. Él… No creo que hiciera más que eso.
– Ellos dos eran amigos. No sería imposible que tuviera acceso al equipo de escalada de Santo, Madlyn.
– No puedo creer que él… No lo habría hecho.
– ¿Se lo has contado a la policía?
– Verás, no lo sabía hasta anoche. Y si hubiera sabido que planeaba hacerlo o que pensaba en ello… No quería que Santo sufriera, o sí quería que lo hiciera, pero no de esta forma. ¿Sabes qué quiero decir? Quería que sufriera por dentro, igual que yo. Y ahora tengo miedo de…
Estaba dejando el delantal hecho un desastre. Había hecho una bola y lo había arrugado irremediablemente. En Casvelyn de Cornualles no les iba a gustar.
– Crees que Will Mendick lo mató por ti -afirmó Kerra.
– Alguien. Quizás, y yo no quería eso. No pedí… No dije…
Por fin Kerra entendió por qué había ido a verla: empezó a asimilarlo y aquello le ayudó a comprender mejor quién era Madlyn. Tal vez fuera por el cambio fundamental que Alan había obrado dentro de ella. No sabía por qué, pero por fin tenía unos sentimientos distintos hacia la chica y podía ver las cosas desde su perspectiva. Se levantó del lugar que ocupaba delante de ella y se sentó a su lado. Pensó en cogerle la mano, pero no lo hizo. Demasiado brusco, pensó, demasiado pronto.
– Madlyn, tienes que escucharme -dijo-. No creo que tuvieras nada que ver con lo que le ocurrió a Santo. Tal vez lo pensara en algún momento y seguramente lo hice, pero no era real. ¿Lo entiendes? Lo que le ocurrió a Santo no fue culpa tuya.
– Pero le dije a la gente…
– Lo que fuera, pero dudo que alguna vez dijeras que querías que muriera.
Madlyn rompió a llorar. Si era de la pena que había retenido dentro demasiado tiempo o de alivio, Kerra no lo sabía.
– ¿De verdad lo crees? -le preguntó Madlyn.
– Por supuesto que sí.
Junto a la chimenea del bar del Salthouse Inn, Selevan esperaba muy nervioso, algo impropio de él, a Jago Reeth. Había telefoneado a su amigo a LiquidEarth y le había preguntado si podían verse en el Salthouse antes de lo habitual, porque necesitaba hablar con él. A Jago le pareció bien y no le preguntó si podían hablar por teléfono, sino que dijo: «Claro, para eso están los amigos, ¿no?». Avisaría a Lew y saldría de inmediato, en cuanto pudiera. Lew era un tipo comprensivo con las emergencias. Podía estar allí dentro de… ¿media hora, digamos?
Selevan dijo que le parecía bien. Significaba esperar y no quería hacerlo, pero tampoco podía confiar en que lago hiciera milagros. LiquidEarth se encontraba a cierta distancia del Salthouse Inn y Jago no podía teletransportarse. Así que Selevan terminó sus asuntos en el Sea Dreams, metió en el coche todo lo que necesitaría para el viaje que iba a emprender y salió hacia el hostal.
Sabía que había llevado las cosas al límite y que era hora de poner punto final a todo, así que entró en el pequeño dormitorio de Tammy atestado de cosas y sacó del armario la mochila de tela que la chica había traído de África. No la había necesitado entonces y sin duda tampoco ahora, porque sus pertenencias eran pocas y patéticas. Así que sólo tardó un momento en recogerlas de la cómoda: un par de bragas de ésas grandes que podría llevar una vieja, un par de medias, cuatro camisetas interiores, pues era tan plana que ni siquiera usaba sujetador, dos jerseys y varias faldas. No había pantalones, porque Tammy no llevaba. Todo lo que tenía era negro, salvo las bragas y las camisetas, que eran blancas.
Después guardó sus libros: tenía más volúmenes que ropa y trataban principalmente de filosofía y vidas de santos. También tenía diarios: lo que escribía en ellos era lo único que no le había controlado y Selevan se enorgullecía bastante de eso, porque durante su estancia con él la chica nunca había hecho nada para ocultárselos. A pesar de los deseos de sus padres, no había reunido el valor suficiente para leer los pensamientos y las fantasías de su nieta.
No tenía nada más salvo algunos artículos de tocador, la ropa que llevaba puesta ahora mismo y lo que tuviera en el bolso, donde no estaría el pasaporte, ya que se lo había quitado cuando llegó. «Y no dejes que ella guarde su maldito pasaporte», le había dicho su padre desde África en cuanto la metió en el avión. «Seguramente se marchará si lo tiene.»
Ahora ya podía darle el pasaporte, decidió Selevan, y fue a buscarlo en el lugar donde lo había escondido, debajo de la bolsa del cubo de la ropa sucia, pero no estaba. La chica debía de haberlo encontrarlo enseguida, se percató. Seguramente la muy bruja lo tenía desde hacía siglos y se lo había guardado encima, porque había revisado su bolsa regularmente en busca de artículos prohibidos. Bueno, Tammy siempre había ido un paso por delante de todo el mundo, ¿verdad?
Selevan había realizado un último intento aquel día por convencer a sus padres. Sin pensar en el coste y en que no podía permitírselo, había llamado a Sally Joy y David a África y había tanteado el terreno.
– Escúchame, chico -le había dicho a David-, al final los chavales tienen que seguir su propio camino. Pongamos que estuviera enamorada de algún rufián, ¿eh? Cuanto más discutierais con ella, cuanto más le prohibierais ver al chico, más lo desearía. Es un rollo psicológico de ésos cómo se llame. Ni más ni menos.