– Se te ha ganado, ¿verdad? -le preguntó David. De fondo, Selevan oyó que Sally Joy se quejaba.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Es tu padre? ¿Qué ha hecho la niña?
– No estoy diciendo que haya hecho algo.
Pero David siguió hablando, como si Selevan no hubiera dicho nada.
– Bien mirado, no pensé que pudiera pasar. Tus propios hijos fueron incapaces de hacerte entender, ¿verdad?
– Ya basta, hijo. Reconozco que cometí errores con vosotros, pero la cuestión es que os buscasteis vuestro camino y tenéis una buena vida, ¿no? La chica quiere lo mismo.
– No sabe lo que quiere. Mira, ¿quieres tener relación con Tammy o no? Porque si no te enfrentas a ella por esto, no tendrás ninguna relación con ella. Te lo prometo.
– Y si me enfrento a ella, tampoco la tendré. Así que, ¿qué quieres que haga, chico?
– Te diría que demuestres un poco de sentido común, algo que es evidente que Tammy ha perdido. Tienes que ser un modelo para ella.
– ¿Un modelo? ¿De qué hablas? ¿Qué clase de modelo puedo ser yo para una chica de diecisiete años? Menuda tontería.
Habían seguido así, pero Selevan no había conseguido convencer a su hijo de nada. No entendía que Tammy era una chica hábiclass="underline" enviarla a Inglaterra no la había desviado de su camino. Podía mandarla al Polo Norte si quería, pero al final, encontraría la forma de llevar la vida que quería.
– Mándala para casa, entonces -había sido el comentario final de David.
Antes de colgar, Selevan oyó gritar a Sally Joy de fondo:
– Pero ¿qué haremos con ella, David?
– ¡Bah! -dijo Selevan con desprecio y empezó a recoger las pertenencias de Tammy.
Fue entonces cuando llamó a Jago. Iría a buscar a Tammy a la tienda de surf Clean Barrel por última vez y quería hacerlo con el apoyo de alguien a sus espaldas. Jago le pareció la persona más indicada.
A Selevan no le gustaba tener que sacarlo del trabajo. Por otro lado, debía emprender el viaje y se dijo que su amigo iría al Salthouse Inn más tarde para reunirse con él como hacían habitualmente, así que tenía que avisarle de algún modo de que no aparecería a la hora de siempre. Ahora estaba esperándole y notó que se ponía nervioso. Necesitaba tener a alguien de su parte y estaría histérico hasta que lo consiguiera.
Cuando Jago entró, Selevan lo saludó con la mano sin esconder su alivio. El hombre pasó por la barra para hablar con Brian y se acercó al rincón, todavía con la chaqueta puesta y el gorro de punto cubriendo su largo pelo gris. Se quitó ambas prendas y se frotó las manos mientras separaba el taburete enfrente del banco de Selevan. La chimenea todavía no estaba encendida -demasiado pronto, ya que eran los dos únicos clientes del bar- y Jago preguntó si podían prenderla. Brian asintió con la cabeza, Jago acercó una cerilla a la yesca y sopló las llamas hasta que ardieron con fuerza, antes de regresar a la mesa. Dio las gracias a Brian cuando le trajo la Guinness y bebió un sorbo.
– ¿Qué te cuentas, amigo? -le dijo a Selevan-. Pareces histérico.
– Me marcho -contestó Selevan-. Unos días, un poco más.
– ¿Sí? ¿Adónde?
– Al norte, no muy lejos de la frontera.
– ¿A Gales?
– A Escocia.
Jago silbó.
– Qué lejos. ¿Quieres que le eche un vistazo a tus cosas, entonces? ¿Que vigile a Tammy?
– Me la llevo conmigo -dijo Selevan-. Aquí ya he hecho todo lo que podía hacer; he terminado mi trabajo y ahora nos vamos. Ya es hora de que la chica pueda llevar la vida que quiere.
– Muy cierto -dijo Jago-. Yo tampoco me quedaré por aquí mucho tiempo más.
Selevan se sorprendió al ver que la noticia le dejaba consternado.
– ¿Adonde te vas, Jago? Creía que pensabas quedarte toda la temporada.
Negó con la cabeza, levantó la Guinness y bebió un trago largo.
– Nunca hay que quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. Es como lo veo yo. Estoy pensando en Suráfrica, quizá Ciudad del Cabo.
– Pero no te irás hasta que vuelva, ¿no? Parece una locura, todo esto, pero me he acostumbrado a tenerte por aquí.
Jago lo miró y los cristales de sus gafas parpadearon bajo la luz.
– Mejor que no lo hagas. No compensa acostumbrarse a algo.
– Ya lo sé, claro, pero…
La puerta del bar se abrió, pero no como lo hacía habitualmente, es decir, con alguien empujándola lo suficiente para entrar, sino con un golpe fortísimo que habría puesto fin a todas las conversaciones si hubiera habido alguien más aparte de Jago y Selevan.
Entraron dos mujeres: una tenía el pelo de punta, que se veía púrpura con la luz y la otra llevaba un gorro bien calado, justo por encima de los ojos. Las mujeres miraron a su alrededor y la del pelo púrpura se fijó en el rincón de la chimenea.
Se acercó diciendo:
– Ah. Nos gustaría hablar con usted, señor Reeth.
Capítulo 28
Condujeron hacia el oeste y hablaron poco. Lynley quería saber por qué había mentido sobre detalles que podían comprobarse tan fácilmente: por ejemplo, Paul el cuidador de primates. Sólo hizo falta una simple llamada de teléfono para descubrir que no existía. ¿Acaso no sabía qué pensaría la policía de eso?
Daidre lo miró. Hoy no se había puesto las lentes de contacto y un mechón de pelo rubio había caído sobre el borde superior de la montura de sus gafas.
– Supongo que no te veía como a un policía, Thomas. Y las respuestas a las preguntas que me formulaste, y a las que tenías en la cabeza pero que no me hiciste, eran privadas, ¿verdad? No tenían nada que ver con la muerte de Santo Kerne.
– Pero guardarte esas respuestas para ti te convertía en sospechosa. Tienes que entenderlo.
– Estaba dispuesta a correr el riesgo.
Condujeron un rato en silencio. El paisaje cambió a medida que se acercaban a la costa: de tierras de labranza agrestes y rocosas, cuya propiedad estaba delimitada con muros irregulares de mampostería cubiertos de líquenes verdes grisáceos, las ondulaciones de los pastos y los campos daban paso a laderas y cañadas y a un horizonte marcado por los magníficos depósitos abandonados de las minas en desuso de Cornualles. Tomó una ruta que pasaba por St. Agnes, un pueblo de pizarra y granito que se extendía por una ladera sobre el mar. Sus pocas calles empinadas serpenteaban de manera atractiva y estaban flanqueadas por casas adosadas y tiendas y al final, todas conducían inexorablemente, como el curso de un río, hacia la playa de guijarros de Trevaunance Cove. Aquí, cuando la marea estaba baja, los tractores empujaban los esquifes al mar y cuando estaba media alta, el gran oleaje del oeste y el suroeste atraía a los surfistas de los alrededores, que se disputaban un sitio en las olas de tres metros. Pero en vez de terminar en la cala, adonde Lynley pensó que se dirigían, Daidre eligió una ruta que salía del pueblo, en dirección norte, siguiendo las señales que indicaban el camino a Wheal Kitty.
– No podía pasar por alto que mintieras cuando dijiste que no habías reconocido a Santo Kerne al ver su cadáver -le dijo Lynley-. ¿Por qué lo hiciste? ¿No ves que provocaste que las sospechas recayeran sobre ti?
– En aquel momento no podía ser un dato importante. Decir que lo conocía habría generado más preguntas y responder preguntas me habría obligado a señalar con el dedo… -Miró hacia él. Su expresión era de fastidio, de incredulidad-. ¿Sinceramente no tienes idea de cómo puede sentirse alguien implicando a gente a quien conoce en una investigación policial? Seguro que entiendes qué puede sentirse. Eres un tipo sensible y había asuntos confidenciales… Cosas que había prometido no revelar. Pero ¿qué estoy diciendo? Tu sargento ya te habrá puesto al corriente: desayunaste con ella, eso si no hablasteis anoche y no imagino que te mantenga muchas cosas en secreto.