– Había marcas de neumáticos en tu garaje, de más de un coche.
– El de Santo y el de Aldara. Tu sargento te habrá hablado de ella, supongo: la amante de Santo. Utilizaban mi cabaña.
– ¿Por qué no lo contaste desde el principio? Si lo hubieras hecho…
– ¿Qué? No habrías investigado mi pasado, mandado a tu sargento a Falmouth a interrogar a los vecinos, llamado al zoo, hecho… ¿Qué más? ¿También has hablado con Lok? ¿Lo localizaste? ¿Le preguntaste si realmente está lisiado o si me lo inventé? Suena fantástico, ¿verdad?, Un hermano chino con espina bífida, genial, pero retorcido. Qué historia tan intrigante.
– Sé que estudia en Oxford. -Lynley se arrepentía, pero no podía remediar lo que había hecho, pues formaba parte de su trabajo-. Eso es todo.
– Y lo descubriste… ¿Cómo?
– Es sencillo, Daidre. Los cuerpos policiales de todo el mundo colaboran entre sí, no digamos ya dentro de nuestro país. Ahora es más fácil que nunca.
– Entiendo.
– No, no lo entiendes, no puedes. No eres policía.
– Y tú tampoco lo eras o no lo eres. ¿O la cosa ha cambiado?
Lynley no podía responder a esa pregunta, pues no sabía la respuesta. Tal vez algunas cosas se llevaban en la sangre y no podían eliminarse sólo porque uno lo deseara.
No dijeron nada más. En cierto momento, en su visión periférica, Lynley vio que se llevaba una mano a la mejilla y en su mente imaginó que lloraba. Pero cuando la miró, vio que sólo se ocupaba del mechón que había caído sobre la montura de sus gafas. Se lo colocó detrás de la oreja.
En Wheal Kitty, no se acercaron al depósito minero ni a los edificios que lo rodeaban. Se encontraban a cierta distancia y había coches aparcados delante de algunos. A diferencia de casi todos los depósitos antiguos del condado, los de Wheal Kitty habían sido reformados. Ahora se utilizaban como lugar de negocios y otras empresas se habían instalado alrededor, en unos edificios largos y bajos radicalmente distintos a la época de Wheal Kitty, pero que también estaban construidos con piedra de la zona. A Lynley le alegró ver aquello. Siempre sentía una punzada de tristeza cuando veía las chimeneas fantasmales y los depósitos destrozados que marcaban el paisaje. Era bueno ver que volvía a dárseles un uso, porque los alrededores de St. Agnes eran un verdadero cementerio de pozos mineros, sobre todo por encima de Trevaunance Coombe, donde una ciudad fantasma de depósitos y chimeneas caracterizaba el paisaje como testigo silencioso de la recuperación de aquella tierra del ataque del hombre. Y éste era un lugar donde los brezos y las aulagas crecían entre afloramientos grises de granito que proporcionaban un sitio para que anidasen las gaviotas argénteas, las grajillas y las cornejas. Había pocos árboles, pues el viento que soplaba aquí no los favorecía.
Al norte de Wheal Kitty, la carretera se estrechaba. Se convertía primero en un camino y al final en un sendero que bajaba hasta un empinado barranco. El camino era apenas del ancho del Opel de Daidre, descendía en una serie de curvas pronunciadas, custodiadas por rocas a su izquierda y un arroyo rápido a la derecha. Al final, terminaba en un depósito mucho más ruinoso que cualquiera que hubieran visto en el trayecto desde Redruth. Estaba cubierto de vegetación silvestre y, justo detrás, una chimenea en un estado similar apuntaba al cielo.
– Ya hemos llegado -dijo Daidre. Pero no bajó del coche, sino que se volvió hacia él y habló en voz baja-. Imagínate esta situación: un nómada decide que quiere dejar de errar porque, a diferencia de sus padres, abuelos y bisabuelos, quiere hacer algo distinto en la vida. Tiene una idea que no es muy práctica porque nada de lo que ha hecho nunca lo ha sido, francamente, pero quiere intentarlo. Así que viene aquí, convencido, mira tú por dónde, de que podrá ganarse la vida explotando minas de estaño. No sabe leer muy bien, pero ha hecho los deberes que ha podido sobre el tema y aprende. ¿Sabes qué es la criba de lodos, Thomas?
– Sí.
Lynley miró detrás de ella y, más allá, a unos setenta metros de donde habían aparcado, vio una vieja caravana. Aunque en su día era blanca, ahora estaba casi toda teñida del color del óxido, que caía desde el tejado y las ventanas, de las cuales colgaban cortinas amarillas con flores estampadas. Al lado de esta estructura pasajera había un cobertizo en ruinas y un armario con el techo de cartón alquitranado que parecía un baño portátil.
– Es extraer estaño de unas piedras pequeñas en un arroyo y seguir éste hasta llegar a rocas más grandes -completó su explicación Lynley.
– Piedras de casiterita, sí -dijo Daidre-. Y luego seguirlas hasta la propia veta, pero si no la encuentras, en realidad no importa porque sigues teniendo el estaño en las piedras más pequeñas y puede transformarse en… En lo que sea que quieras, o puedes venderlo a metalurgias o joyeros, pero la cuestión es que si trabajas mucho y tienes suerte puedes ganarte el pan a duras penas. Así que eso es lo que decide hacer este nómada. Naturalmente, requiere mucho más trabajo del que había previsto y no es un estilo de vida especialmente saludable; además, se producen interrupciones: ayuntamientos, el Gobierno, metomentodos varios que van a inspeccionar las instalaciones. Todo esto provoca distracciones, así que el nómada termina viajando otra vez, para encontrar el arroyo apropiado en un lugar adecuado algo escondido, donde le permitan buscar su estaño en paz. Pero vaya a donde vaya, siguen surgiendo problemas porque tiene tres hijos y una esposa a quienes mantener y como no puede darles lo que necesitan, todos tienen que ayudar. Decide que los niños estudiarán en casa para ahorrar el tiempo que deben pasar en el colegio todos los días y su mujer será la maestra. Pero la vida es dura, las clases no se imparten y ninguno de los dos se preocupa mucho por educar a los niños. Tampoco por la comida decente, ni la ropa adecuada, ni las vacunas para tal o cual enfermedad, ni por llevarlos al dentista, ni por nada, en realidad. Por ninguna de las cosas que los niños dan por sentado. Cuando pasan los trabajadores sociales, los niños se esconden y, al final, como la familia no deja de moverse, los tres se pierden entre las grietas del sistema. Durante años, en realidad. Cuando por fin salen a la luz, la niña mayor tiene trece años y los dos pequeños (los mellizos, un niño y una niña), diez. No saben leer ni escribir, están llenos de llagas, tienen los dientes bastante mal, nunca han ido al médico y la niña de trece años no tiene pelo. No se lo han rapado, se le ha caído. Se los quitan de inmediato y se arma un gran revuelo. Los periódicos locales cubren la historia e incluyen fotografías. Los mellizos van a parar a una familia de Plymouth y a la niña de trece años la envían a Falmouth, donde acaba adoptándola una pareja que empieza siendo su familia de acogida. Ella se siente tan… tan llena del amor que recibe que olvida su pasado, totalmente. Se cambia el nombre y se pone uno que piensa que es bonito. Naturalmente, no tiene ni idea de cómo se escribe, así que lo hace mal, pero sus nuevos padres están encantados. Es Daidre, dicen, bienvenida a tu nueva vida. Y ella nunca vuelve a visitar a la persona que era. Lo olvida todo y no habla de ello y nadie, ninguna persona, de su vida actual sabe nada porque se avergüenza profundamente de ello. ¿Puedes comprenderlo? No, cómo ibas a entenderlo, pero así son las cosas y siguen siéndolo hasta que su hermana la localiza e insiste, le suplica, que venga aquí, al último lugar de la Tierra al que puede soportar venir, al único sitio que se ha prometido que nadie de su vida actual conocerá jamás.
– ¿Por eso le mentiste a la inspectora Hannaford sobre la ruta que tomaste hasta Cornualles? -le preguntó Lynley.
Daidre no respondió; abrió la puerta y él hizo lo mismo. Se quedaron un momento examinando la casa que había abandonado dieciocho años atrás. Aparte de la caravana -que, inconcebiblemente había sido el domicilio de cinco personas- había poco más. Una destartalada construcción parecía albergar el equipo para extraer el estaño de las piedras donde se hallaba y, apoyadas en ella, había tres carretillas antiguas y dos bicicletas con alforjas oxidadas colgando a cada lado. En su día, alguien había plantado geranios en unos tiestos de terracota, pero estaban languideciendo, dos de ellos tumbados y rotos, con las plantas desparramadas como suplicantes que rogaban un final compasivo.