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– Me llamaba Edrek Udy -dijo Daidre-. ¿Sabes qué significa Edrek, Thomas?

Lynley dijo que no y vio que no quería que siguiera hablando. Le embargaba la tristeza por haber invadido sin pensar la vida que Daidre se había esforzado tanto por olvidar.

– Edrek significa «tristeza» en córnico -dijo-. Ven a conocer a mi familia.

* * *

Jago Reeth no parecía sorprendido lo más mínimo. Tampoco parecía preocupado. Estaba como la primera vez que Bea había ido a verle a LiquidEarth: dispuesto a ayudar. Se preguntó si se equivocaban con él.

Dijo que podían hablar con él, en efecto. Podían sentarse con él y con su amigo Selevan Penrule junto a la chimenea o podían conversar en un lugar más privado.

Bea dijo que, si no le importaba, creía que podían mantener su charla en la comisaría de Casvelyn.

– Me temo que sí me importa. ¿Estoy detenido, señora?

Fue la palabra «señora» lo que le dio que pensar. Fue la forma como la dijo: con el tono de alguien que cree que está en una situación privilegiada.

– Porque a menos que me equivoque -prosiguió-, no tengo por qué aceptar su hospitalidad, ya me entiende.

– ¿Hay alguna razón por la que prefiera no hablar con nosotros, señor Reeth?

– Ni mucho menos -contestó él-. Pero si tenemos que hablar, tendremos que hacerlo en un lugar donde me sienta cómodo y no es probable que me sienta cómodo en una comisaría, ya me entiende. -Sonrió afablemente, mostrando unos dientes manchados tiempo atrás por el té y el café-. Me pongo tenso si estoy encerrado demasiado rato. Y si estoy tenso no puedo hablar demasiado. Y una cosa sí sé: dentro de una comisaría, es probable que esté permanentemente tenso, ya me entiende.

Bea entrecerró los ojos.

– ¿En serio?

– Soy un poco claustrofóbico.

El compañero de Reeth escuchaba muerto de curiosidad, con su mirada alternando entre Bea y Jago.

– ¿De qué va todo esto, Jago?

– ¿Le gustaría poner al día a su amigo? -contestó Bea a eso.

– Quieren hablar sobre Santo Kerne -dijo Reeth-. Otra vez. Ya he hablado con ellas. -Luego le dijo a Bea-: Y estoy encantado de la vida de hacerlo otra vez, no crea. Tantas veces como quieran. Salgamos del bar… Podremos decidir dónde y cuándo mantener nuestra conversación.

La sargento Havers estuvo a punto de decir algo. Había abierto la boca cuando Bea le lanzó una mirada. «Espere», decía. Verían qué pretendía Jago Reeth. O era un ignorante redomado o tremendamente astuto. Bea creía saber cuál de las dos opciones era.

Lo siguieron hasta la entrada del hostal y la puerta del bar se cerró tras ellos. Dejaron al camarero limpiando vasos y observando con curiosidad. Dejaron a Selevan Penrule diciéndole a Jago Reeth:

– Cuídate, amigo.

Cuando estuvieron solos, Jago Reeth habló con una voz totalmente distinta de la que le habían oído emplear no sólo hacía un momento, sino también en sus conversaciones anteriores:

– Me temo que no ha contestado a mi pregunta. ¿Estoy detenido, inspectora?

– ¿Debería estarlo? -preguntó Bea-. Gracias por quitarse la máscara.

– Inspectora, por favor, no me tome por estúpido. Verá que conozco mis derechos mejor que la mayoría. En realidad, podría decirse que los he estudiado, así que si quiere puede arrestarme y rezar para que lo que tenga contra mí baste para retenerme como mínimo seis horas. Nueve como máximo, ya que usted misma se encargaría de la revisión después de esas seis primeras horas, ¿verdad? Pero después… ¿Qué comisario en el mundo autorizará un periodo de interrogatorio de veinticuatro horas en este punto de su investigación? Así que debe decidir qué quiere de mí. Si es una conversación, debo decirle que esa conversación no sucederá en un calabozo. Y si lo que quiere es un calabozo, entonces insistiré en la presencia de un abogado y seguramente entonces utilizaré mi derecho fundamental, un derecho que a menudo olvidan quienes desean ayudar.

– ¿Cuál es?

– Por favor, no se haga la ignorante conmigo. Sabe tan bien como yo que no tengo por qué decir ni una palabra más.

– ¿A pesar de lo que pueda parecer?

– Sinceramente, no me importa lo que pueda parecer. Bien, ¿que prefieren usted y su ayudante? ¿Una conversación sincera y mi mirada amable y silenciosa posada en ustedes o que me quede mirando la pared o el suelo de la comisaría? Y si lo que quieren es hablar, entonces seré yo, y no ustedes, quien determine dónde.

– Está bastante seguro de sí mismo, señor Reeth. ¿O debería llamarle señor Parsons?

– Inspectora, puede llamarme como le plazca. -Se frotó las manos, el gesto que utilizaría para limpiarse las manos de harina después de hacer un pastel o de tierra después de plantar-. Bueno, ¿qué será?

Al menos, se dijo Bea, tenía la respuesta a la duda de si el hombre era astuto o un ignorante.

– Como usted quiera, señor Reeth. ¿Pedimos una habitación privada aquí en el hostal?

– Se me ocurre un lugar mejor -le dijo-. Si me disculpan mientras recojo mi chaqueta… El bar tiene otra salida, por cierto, así que quizá quieran venir conmigo por si les preocupa que pueda escapar.

Bea hizo un gesto con la cabeza a Havers. La sargento parecía encantada de acompañar a Jago Reeth a donde fuera. Desaparecieron los dos en el bar durante el tiempo que el hombre tardó en coger sus pertenencias e intercambiar las palabras que considerara necesarias con su amigo en el rincón junto a la chimenea. Salieron y Jago caminó en primer lugar. Tendrían que ir en coche, dijo. ¿Alguna de las dos llevaba móvil? Preguntó esto último con deliberada cortesía. Evidentemente, sabía que llevaban móvil. Bea creyó que les pediría que no lo cogieran y estaba a punto de negarse en rotundo, pero entonces Reeth realizó una petición inesperada.

– Me gustaría que el señor Kerne estuviera presente.

– Eso no sucederá -le dijo Bea.

Otra vez la sonrisa.

– Oh, me temo que sí, inspectora Hannaford. A menos, por supuesto, que desee detenerme y retenerme esas nueve horas de que dispone. Ahora, en cuanto al señor Kerne…

– No -dijo Bea.

– Un viaje cortito a Alsperyl. Lo disfrutará, se lo aseguro.

– No pediré al señor Kerne…

– Creo que comprobará que no será necesario que se lo pida. Sólo tendrá que plantear el ofrecimiento: una charla sobre Santo con Jago Reeth. O con Jonathan Parsons, si lo prefiere. El señor Kerne se alegrará de mantener esta conversación. Cualquier padre que quiera saber exactamente qué le pasó a su hijo el día o la noche que murió mantendría esta conversación. Ya me entiende.

– Jefa -dijo la sargento Havers en tono urgente.

Bea sabía que quería intercambiar unas palabras con ella y que sin duda serían palabras de cautela. «No ponga a este tío en una situación de poder. Él no determina el rumbo de los acontecimientos. Lo hacemos nosotras.» Al fin y al cabo, ellas eran las policías.

Pero a estas alturas creer eso era un sofisma. Había que ser cauteloso, eso seguro, pero tendrían que serlo en un escenario ideado por el sospechoso. A Bea no le gustaba, pero no veía otra opción que dejarle hacer las cosas a su manera. Podían retenerle durante nueve horas, en efecto, pero si bien nueve horas en una celda o incluso a solas en una sala de interrogatorios podían poner nerviosas a algunas personas e instarlas a hablar, estaba bastante convencida de que ni nueve horas ni noventa iban a poner nervioso a Jago Reeth.