– Usted primero, señor Reeth -le dijo-. Llamaré al señor Kerne desde el coche.
Sólo había dos de ellos en la caravana. Tumbada en un banco estrecho, había una mujer, envuelta en una manta afelpada y con la cabeza sobre una almohada sin funda cuyos bordes estaban manchados de sudor. Era mayor, aunque resultaba imposible calcular su edad porque estaba escuálida y tenía el pelo gris y ralo y lo llevaba sin peinar. Tenía muy mal color y los labios escamosos.
Su compañera era una mujer más joven que podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Tenía el pelo bastante corto y del color y estado propios del rubio oxigenado. Vestía una falda plisada larga de cuadros escoceses en la que predominaba el azul y el amarillo, calcetines rojos hasta la rodilla y un jersey grueso. Iba descalza y sin maquillar. Miró en su dirección entrecerrando los ojos cuando entraron, lo que sugería que normalmente llevaba gafas o que ahora las necesitaba.
– Mamá, Edrek está aquí -dijo. Sonaba cansada-. Ha venido con un hombre. No es un médico, ¿verdad? No habrás traído a un médico, ¿verdad, Edrek? Te dije que habíamos terminado con los médicos.
La mujer del banco movió un poco las piernas, pero no volvió la cabeza. Miraba las manchas de humedad que había arriba, en el techo de la caravana, como nubes a punto de descargar óxido. Respiraba deprisa y superficialmente, como evidenciaba el movimiento ascendente y descendente de sus manos, que tenía juntas en la parte alta del pecho en una postura inquietante que recordaba a un cadáver.
Daidre habló.
– Ella es Gwynder, Thomas, mi hermana menor. Y ella es mi madre, mi madre hasta los trece años, quiero decir. Se llama Jen Udy.
Lynley miró a Daidre. Hablaba como si estuvieran observando un cuadro vivo en un escenario.
– Thomas Lynley -le dijo Lynley a Gwynder-. No soy médico. Sólo un… amigo.
– Acento pijo -dijo Gwynder, y siguió con lo que estaba haciendo cuando entraron, que era llevar un vaso a la mujer del banco. Contenía una especie de líquido lechoso. Dijo refiriéndose a él-: Quiero que te bebas esto, mamá.
Jen Udy dijo que no con la cabeza. Levantó dos dedos y los dejó caer.
– ¿Dónde está Goron? -preguntó Daidre-. ¿Y dónde está… tu padre?
– Tu padre está bien -dijo Gwynder-, te guste o no.
Aunque podría haber habido un trasfondo de resentimiento en sus palabras, no fue así.
– ¿Dónde están?
– ¿Dónde iban a estar? Es de día.
– ¿En el arroyo o en el cobertizo?
– Cómo voy a saberlo. Están donde estén. Mamá, tienes que bebértelo. Es bueno para ti.
La mujer levantó los dedos y los dejó caer otra vez. Giró la cabeza levemente, intentando moverla hacia el respaldo del banco y lejos de las miradas.
– ¿No te ayudan a cuidarla, Gwynder? -preguntó Daidre.
– Ya te lo he dicho. Ya no estamos en la fase de cuidarla, estamos esperando. Ésa es la diferencia.
Gwynder se sentó al principio del banco, junto a la almohada manchada. Había dejado el vaso en la repisa de una ventana cuyas finas cortinas estaban corridas a la luz del sol, lo que arrojaba un resplandor ictérico en el rostro de su madre. Levantó la almohada y la cabeza y pasó el brazo por debajo. Volvió a coger el vaso. Lo sostuvo en los labios de Jen Udy con una mano y con la otra, curvada alrededor de su cabeza, obligó a su madre a abrir la boca. El líquido entró y salió. La mujer movió los músculos de la garganta mientras conseguía tragar al menos una parte.
– Tienes que sacarla de aquí -dijo Daidre-. Este sitio no es bueno para ella, y tampoco para ti. Es insalubre, hace frío y está hecho un desastre.
– Ya lo sé, ¿qué te crees? -dijo Gwynder-. Por eso quiero llevarla…
– No es posible que pienses que servirá de algo.
– Es lo que quiere ella.
– Gwynder, no es religiosa. Los milagros son para los creyentes. Llevarla hasta… Mírala. Ni siquiera tiene fuerzas para el viaje. Mírala, por el amor de Dios.
– Los milagros son para todo el mundo. Y es lo que ella quiere. Lo que necesita. Si no va, se morirá.
– Se está muriendo.
– ¿Es lo que quieres? Ah, sí, imagino que sí. Tú, que vienes aquí con tu novio pijo. No puedo creer que le hayas traído siquiera.
– No es mi… Es policía.
Gwynder se agarró despacio la parte delantera del jersey mientras asimilaba ese detalle.
– ¿Por qué has traído…? -dijo, y luego a Lynley-: No estamos haciendo nada malo. No puede obligarnos a marcharnos. El ayuntamiento sabe… Tenemos los derechos de los nómadas. No molestamos a nadie. -Y a Daidre-: ¿Hay más ahí fuera? ¿Has venido a llevártela? No se irá sin luchar. Se pondrá a gritar. No puedo creer que le hagas esto, después de todo…
– ¿Después de qué, exactamente? -La voz de Daidre sonaba angustiada-. ¿Después de todo lo que ha hecho por mí? ¿Por ti? ¿Por los tres? Parece que tienes poca memoria.
– Y la tuya se remonta al principio de los tiempos, ¿eh?
Gwynder obligó a su madre a beber más líquido. El resultado fue prácticamente el mismo que antes. Lo que salió de su boca goteó por sus mejillas y terminó en la almohada. Gwynder intentó arreglar el estropicio frotando con la mano, sin demasiado éxito.
– Puede estar en una residencia -dijo Daidre-. No puede seguir así.
– ¿Y se supone que debemos dejarla ahí sola? ¿Sin su familia? ¿Encerrarla y esperar a que nos informen de que se ha ido? Pues no pienso hacer eso, no. Y si has venido a decirme que eso es todo lo que piensas hacer para ayudarla, ya te puedes marchar con tu hombre elegante, diga quien diga ser. Este tío no es poli. Los polis no hablan como él.
– Gwynder, por favor, entra en razón.
– Vete, Edrek. Te pedí ayuda y dijiste que no. Así son las cosas y nos las arreglaremos.
– Os ayudaré dentro de lo razonable, pero no os mandaré a Lourdes, a Medjugorje o a Knock porque es absurdo, no tiene sentido, los milagros no existen…
– ¡Sí que existen! Y podría haber uno.
– Se está muriendo de un cáncer de páncreas. Nadie sobrevive a eso. Le quedan semanas, días o quizás horas y… ¿Es así como quieres que muera? ¿Así? ¿Aquí? ¿En este cuchitril? ¿Sin aire y sin luz o una ventana que dé al mar siquiera?
– Con la gente que la quiere.
– Aquí no hay amor. Nunca lo hubo.
– ¡No digas eso! -Gwynder rompió a llorar-. Sólo porque… Sólo porque… No digas eso.
Daidre hizo un gesto para avanzar hacia ella, pero se detuvo. Se llevó una mano a la boca. Detrás de las gafas, Lynley vio que tenía los ojos empañados en lágrimas.
– Déjanos con nuestras semanas o días u horas -dijo Gwynder-. Vete.
– ¿Necesitas…?
– ¡Que te vayas!
Lynley puso la mano en el brazo de Daidre. Ella lo miró. Se quitó las gafas y se secó los ojos con la manga de su abrigo, que no se había quitado.
– Ven -le dijo él, y la llevó con delicadeza hacia la puerta.
– Eres una zorra de mierda asquerosa -dijo Gwynder a sus espaldas-. ¿Me oyes, Edrek? Una zorra de mierda asquerosa. Quédate con tu dinero. Quédate con tu novio elegante. Quédate con tu vida. Aquí no te necesitamos ni te queremos, así que no vuelvas. ¿Me oyes, Edrek? Siento habértelo pedido. No vuelvas más.
Fuera de la caravana se detuvieron. Lynley vio que Daidre estaba temblando. Le pasó el brazo por los hombros.
– Lo lamento muchísimo -dijo.
– ¿Y vosotros quién coño sois? -La pregunta llegó con un grito. Lynley miró en su dirección. Dos hombres habían salido del cobertizo. Serían Goron y el padre de Daidre, decidió. Se acercaron deprisa-. ¿Qué pasa aquí? -preguntó el mayor.
El joven no dijo nada. Parecía que le pasaba algo. Se rascó los testículos sin ningún pudor. Se sorbió la nariz ruidosamente y como su melliza de la caravana, entrecerró los ojos. Los saludó con un gesto cordial. Su padre no.