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– ¿Le cachearás por si lleva armas?

– Soy estúpida, pero no tanto, Ray.

– Voy a mandar a Alsperyl a quien esté patrullando por tu zona.

– No lo hagas. Si necesito refuerzos, puedo llamar perfectamente a la comisaría de Casvelyn.

– No me importa lo que puedas o no puedas hacer. Hay que pensar en Pete y también en mí, al fin y al cabo. No estaré tranquilo a menos que sepa que dispones de los refuerzos adecuados. Dios santo, todo esto es muy irregular.

– Ya lo has dicho.

– ¿Con quién estás ahora?

– Con la sargento Havers.

– ¿Otra mujer? ¿Dónde diablos está Lynley? ¿Qué hay de ese sargento de la comisaría? No me pareció tan tonto. Por el amor de Dios, Bea…

– Ray. Este tío tiene como setenta años y una especie de espasmo. Si no podemos con él, apaga y vámonos.

– Sin embargo…

– Adiós, cariño. -Colgó y guardó el móvil en el bolso.

Poco después de terminar con las llamadas -para informar también a Collins y McNulty en la comisaría de Casvelyn de dónde estaba-, llegó Ben Kerne. Bajó del coche y se subió la cremallera de la cazadora hasta la barbilla. Miró el Defender de Jago Reeth con aparente confusión. Luego vio a Bea y a Havers aparcadas junto al muro de piedra lleno de líquenes que definía el cementerio y se acercó a ellas. Mientras se aproximaba, ellas se bajaron. Jago Reeth hizo lo mismo.

Bea vio que Jago Reeth tenía los ojos clavados en el padre de Santo Kerne. Vio que su expresión ya no transmitía la afabilidad relajada que les había mostrado en el Salthouse Inn. Ahora sus facciones estaban bastante encendidas. Imaginaba que era la mirada que en su día tenían los guerreros avezados cuando por fin pisaban los cuellos de sus enemigos con la bota y presionaban la espada en sus gargantas.

Jago Reeth no dijo nada a nadie. Sólo señaló con la cabeza una puerta de control en la parte oeste del aparcamiento, junto al tablón de anuncios de la iglesia. Bea habló.

– Si tenemos que hacerle caso, señor Reeth, yo también tengo una condición.

El hombre levantó una ceja, el gesto máximo que al parecer pretendía comunicar hasta que llegaran a su destino preferido.

– Ponga las manos sobre el capó y separe las piernas. Y créame, no me interesa comprobar a qué lado carga.

Jago colaboró. Havers y Bea le cachearon. Su única arma era un bolígrafo. Havers lo cogió y lo tiró al cementerio por encima del muro. La expresión de Jago decía: «¿Satisfechas?».

– Adelante -dijo Bea.

El hombre se dirigió hacia la puerta de control. No esperó a ver si le acompañaban. Al parecer, estaba absolutamente seguro de que lo seguirían.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Ben Kerne a Bea-. ¿Por qué me ha pedido…? ¿Quién es ese hombre, inspectora?

– ¿No conocía al señor Reeth?

– ¿Es Jago Reeth? Santo me hablaba de éclass="underline" el viejo surfista que trabaja para el padre de Madlyn. A Santo le caía bastante bien. No tenía ni idea. No, no le conocía.

– Dudo que sea surfista en realidad, aunque da el pego. ¿No le resulta familiar?

– ¿Debería?

– Como Jonathan Parsons, quizá.

Ben Kerne abrió la boca, pero no dijo nada. Observó a Reeth caminando hacia la puerta de control.

– ¿Adónde va? -preguntó.

– A un lugar donde está dispuesto a hablar. Con nosotras y con usted. -Bea puso la mano en el brazo de Kerne-. Pero no tiene por qué escucharle, no tiene por qué seguirle. Su condición para hablar con nosotras era que usted estuviera presente y soy consciente de que en parte es una locura y en parte es peligroso. Pero nos tiene bien agarrados, a la policía, no a usted, y por ahora la única forma que tenemos de sacarle algo es jugar según sus reglas.

– Por teléfono no me ha dicho nada de Parsons.

– No quería que condujera hasta aquí como un loco, y tampoco quiero que se vuelva loco ahora. Creo que ya tenemos uno y dos sería insoportable. Señor Kerne, no puedo decirle lo mucho que nos estamos arriesgando con este enfoque, así que ni siquiera voy a intentarlo. ¿Se ve capaz de escuchar lo que tenga que decir? Más aún, ¿está dispuesto a escucharle?

– ¿Él…? -Kerne pareció buscar un modo de expresarlo que no convirtiera lo que tenía que decir en un hecho que tuviera que aceptar-. ¿Mató a Santo?

– De eso queremos hablar con él. ¿Se ve capaz?

Kerne asintió. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y ladeando la cabeza indicó que estaba preparado. Partieron hacia la puerta de control.

Al otro lado de la misma, un campo servía de pasto para las vacas y una alambrada flanqueaba el camino hacia el mar. El sendero que recorrieron estaba embarrado y desnivelado, con surcos profundos hechos por las ruedas de un tractor. Al final del campo había otro, separado del primero por otra alambrada y al que se accedía por otra puerta de control. Al final, caminaron como mínimo ochocientos metros o más y vieron que su destino era el sendero de la costa suroccidental, que cruzaba el segundo campo a gran altura sobre el agua.

Aquí el viento soplaba con fiereza, procedente del mar en ráfagas continuas. En ellas, las aves marinas subían y bajaban. Las gaviotas tridáctidas chillaban. Las gaviotas argénteas contestaban. Un cormorán verde solitario salió disparado de la pared del acantilado mientras más adelante Jago Reeth se acercaba al borde. El ave descendió en picado, volvió a ascender y empezó a volar en círculos. Buscaba presas en las aguas turbulentas, pensó Bea.

Se dirigieron hacia el sur por el sendero de la costa, pero al cabo de unos veinte metros, una apertura en las aulagas que crecían entre el camino y la perdición señalaba unos peldaños de piedra empinados. Aquél era su destino, vio Bea. Jago Reeth los bajó y desapareció.

– Esperen aquí -dijo Bea a sus acompañantes, y fue a ver adonde conducían los escalones de piedra. Creía que serían un modo de llegar a la playa, que estaba a unos sesenta metros de la cima del acantilado y pensaba decirle a Jago Reeth que no tenía ninguna intención de arriesgar su vida, la de Havers y la de Ben Kerne por seguirle por una ruta peligrosa hacia el agua. Pero vio que sólo había quince escalones y que terminaban en otro sendero, éste estrecho y flanqueado densamente de aulagas y juncias. También se dirigía al sur, pero no a lo largo de muchos metros. Acababa en una cabaña antigua construida en parte en la pared del acantilado que tenía detrás. Jago Reeth, vio Bea, había llegado a la puerta de la cabaña y la había abierto. El hombre la vio en los peldaños, pero no hizo ningún gesto. Sus ojos se encontraron brevemente antes de que se agachara para entrar en la vieja estructura.

Bea regresó a la cima del acantilado. Habló por encima del sonido del viento, el mar y las gaviotas.

– Está justo aquí abajo, en la cabaña. Podría tener algo escondido dentro, así que iré a mirar primero. Pueden esperar en el sendero, pero no se acerquen hasta que yo se lo diga.

Bajó los peldaños y recorrió el sendero, las aulagas rozaron las perneras de sus pantalones. Llegó a la cabaña y descubrió que Jago sí se había preparado para este momento. No con armas, sin embargo. Él u otra persona había acondicionado el lugar con anterioridad con un fogón, una jarra de agua y una caja pequeña de provisiones. Por increíble que pareciera, el hombre estaba haciendo té.

La cabaña estaba hecha con maderos de los muchos barcos que habían naufragado en aquella costa a lo largo de los siglos. Era sencilla, con un banco que recorría tres de los lados y el suelo de piedra desnivelado. Durante todo el tiempo que llevaba allí, la gente había grabado sus iniciales en las paredes, de manera que ahora parecían una piedra Rosetta de madera, escrita, sin embargo, en un lenguaje comprensible al instante que hablaba tanto de amantes como de personas cuya insignificancia interna les impulsaba a buscar una forma de expresión externa -cualquiera de ellas- que otorgara un significado a su existencia.