Bea le dijo a Reeth que se alejara del fogón y el hombre obedeció de buen grado. La inspectora lo comprobó y también el resto de provisiones, que eran bastantes: tazas de plástico, azúcar, té, sobrecitos de leche en polvo, una cucharilla para remover. Le sorprendió que el anciano no hubiera pensado en llevar unos bollos.
Se agachó para salir por la puerta e hizo un gesto a Havers y Ben Kerne para que se acercaran. En cuanto los cuatro estuvieron dentro de la cabaña, apenas quedó espacio para moverse, pero aun así Jago Reeth se las arregló para preparar el té y poner una taza en las manos de cada uno, como la anfitriona de una reunión social eduardiana. Entonces apagó la llama del fogón y lo guardó debajo del banco sobre las piedras, tal vez para convencerlos de que no tenía ninguna intención de utilizarlo como arma. Como había llevado el fogón a la cabaña con antelación, no había forma de saber qué más había escondido en aquel lugar. Pero no tenía armas encima, igual que antes.
Con la puerta doble de la cabaña cerrada a cal y canto, el sonido del viento y los chillidos de las gaviotas quedaron silenciados. El ambiente era asfixiante y los cuatro adultos ocupaban casi cada centímetro del espacio.
– Ya nos tiene aquí, señor Reeth -dijo Bea-, a su disposición. ¿Qué era lo que quería decirnos?
Jago Reeth sostenía el té con las dos manos. Asintió y se dirigió no a Bea sino a Ben Kerne. Su tono era amable.
– Perder a un hijo varón… Mi más sentido pésame. Es el peor dolor que puede conocer un hombre.
– Perder a cualquier hijo es un duro golpe.
Ben Kerne sonaba cauteloso. A Bea le pareció que intentaba analizar a Jago Reeth, igual que ella. El aire pareció crujir con expectación.
Al lado de Bea, la sargento Havers sacó su libreta. La inspectora creyó que Reeth le diría que la guardara, pero en lugar de eso el anciano asintió y dijo:
– No tengo objeciones. -Luego se dirigió a Kerne-: ¿Y usted? -Cuando Ben negó con la cabeza, Jago añadió-: Si lleva micrófono, inspectora, también me parece bien. Siempre hay cosas que documentar en una situación así.
Bea quiso decir lo que había pensado antes: el hombre lo había estudiado todo. Pero quería esperar a ver, escuchar o intuir aquello que todavía no había estudiado. Tenía que estar ahí en alguna parte y debía estar preparada para enfrentarse a ello cuando asomara la cabeza escamosa del estiércol para respirar aire fresco.
– Siga -dijo Bea.
– Pero hay algo peor que perder a un hijo varón -dijo lago Reeth a Ben Kerne-. A diferencia de una hija, un hijo lleva siempre nuestro apellido. Es el vínculo entre el pasado y el futuro. Y al final, es algo más que sólo un apellido. Lleva en él la razón de todo. De esto…
Repasó la cabaña con la mirada, como si la minúscula construcción contuviera de algún modo todo el mundo y los miles de millones de vidas presentes en él.
– Creo que yo no hago ese tipo de distinciones -dijo Ben-. Cualquier pérdida de un hijo… sea niño o niña…
No siguió. Se aclaró la garganta vigorosamente, Jago Reeth parecía satisfecho.
– Pero perder a un hijo porque lo asesinen es horroroso, ¿verdad? El hecho del asesinato es casi tan malo como saber quién lo mató y no ser capaz de mover un dedo para llevar al cabrón ante la justicia.
Kerne no dijo nada. Tampoco Bea ni Barbara Havers. Bea y Kerne sostenían el té sin probarlo y Ben dejó con cuidado la taza en el suelo. A su lado, Bea notó que Havers se movía.
– Esa parte es mala -dijo Jago-. Igual que lo es no saber.
– ¿No saber qué, exactamente, señor Reeth? -preguntó Bea.
– Los porqués de todo. Y los cómos. Un tipo puede pasarse el resto de su vida dando vueltas en la cama, preguntándose y maldiciendo y deseando… Ya me entienden, supongo. Si no ahora, ya me entenderán, ¿eh? Es un calvario y no hay modo alguno de escapar. Lo siento mucho por usted, amigo. Por lo que está pasando ahora y por lo que está por venir.
– Gracias -dijo Ben Kerne en voz baja. Bea tenía que admirarle por el autocontrol que demostraba. Veía que tenía la parte superior de los nudillos blanca.
– Yo conocía a su hijo Santo. Un chaval encantador. Un poco engreído, como todos los chicos de su edad, ¿eh?, pero encantador. Y desde que le ocurrió esta tragedia…
– Desde que lo asesinaron -corrigió Bea a Jago Reeth.
– El asesinato es una tragedia, inspectora -dijo Reeth-. No importa qué versión del juego del gato y el ratón crean que es. Es una tragedia y cuando ocurre, la única paz que se puede alcanzar es saber la verdad de lo que sucedió y que los demás también lo sepan. Ya me entienden -añadió con una sonrisa fugaz-. Y como conocía a Santo, he pensado y pensado en lo que le pasó al chaval. Y he decidido que si un tipo viejo y derrotado como yo puede proporcionarle algo de paz, señor Kerne, se lo debo.
– Usted no me debe…
– Todos nos debemos algo -le interrumpió Jago-. Olvidar eso provoca tragedias. -Hizo una pausa como para que aquella idea calara. Apuró el té y dejó la taza junto a él en el banco-. Así que lo que quiero hacer es contarle cómo creo que le pasó todo esto a su hijo. Porque he pensado en ello, verá, igual que habrá hecho usted, seguro, y también la policía. ¿Quién le habrá hecho esto a un chaval tan majo?, llevo días preguntándome. ¿Cómo lo hicieron? ¿Y por qué?
– Nada de esto hará que Santo vuelva, ¿verdad? -preguntó Ben Kerne sin alterarse.
– Claro que no. Pero saberlo… Comprenderlo todo: apuesto a que eso trae paz y es lo que tengo que ofrecerle. Paz. Así que lo que yo imagino…
– No. Creo que no, señor Reeth. -De repente, Bea atisbó lo que Reeth pretendía y con ese atisbo vio adonde podía llegar todo aquello.
– Déjele que siga, por favor -dijo Ben Kerne, sin embargo-. Quiero escucharle, inspectora.
– Pero le permitirá…
– Por favor, deje que continúe.
Reeth esperó afablemente a que Bea accediera. Ella asintió con brusquedad, pero no estaba contenta. A los términos «irregular» y «locura», ahora debía añadir «provocación».
– Lo que imagino es lo siguiente -dijo, Jago-. Alguien tenía una cuenta pendiente y ese alguien se propuso saldarla con la vida de su hijo. Qué clase de cuenta, se preguntará, ¿sí? Podría ser cualquier cosa, ¿verdad? Reciente, vieja. No importa. Pero ahí fuera esperaba alguna cuenta pendiente y la vida de Santo era el medio para saldarla. Así que este asesino o asesina (pudo ser un hombre, pudo ser una mujer, no importa demasiado, ¿verdad?, porque, verá, la cuestión era el chaval y la muerte del chaval, que es lo que los policías como estas dos siempre olvidan), este asesino llegó a conocer a su hijo porque conocerlo iba a proporcionarle acceso. Y conocer al chico también conducía al medio, porque su hijo era un chaval sincero y le gustaba hablar. Sobre esto y aquello, pero al final resultó ser que hablaba mucho sobre su padre, igual que la mayoría de los chicos. Decía que su padre era muy duro con él por muchas razones, pero básicamente porque quería ir con mujeres y hacer surf y no sentar la cabeza; quién podía culparle, si sólo tenía dieciocho años. Su padre, por otro lado, tenía sus propias expectativas para su hijo, lo que provocaba que el chico se enfadara y hablara y se enfadara un poco más. Y eso hizo que buscara… ¿Cómo llamarlo? ¿Un padre suplente…?
– Un padre sustituto. -Ahora la voz de Ben sonó más dura.
– Ésa es la palabra. O tal vez una madre sustituta, naturalmente. O un… ¿Qué? ¿Sacerdote, confesor, sacerdotisa sustitutos? Lo que fuera. En cualquier caso, esta persona, hombre o mujer, joven o viejo, vio que una puerta se abría a la confianza y él o ella la cruzó sin contemplaciones. Ya me entiende.
Mantenía abiertas sus opciones, concluyó Bea. No era ningún tonto, como había dicho él mismo, y la ventaja de que gozaba en este momento eran los años que había tenido para pensar en el enfoque que querría emplear cuando llegara el día.