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– Así que esta persona… Vamos a llamarla Confesor, o Confesora, a falta de un término mejor… Este Confesor preparaba tazas de té y chocolate y le ofrecía galletas, pero lo que es más importante, le ofreció a Santo un lugar para hacer lo que quisiera hacer y con quien quisiera. Y el Confesor esperó. Y pronto creyó tener a su disposición el medio para saldar la cuenta que había que saldar. El chico tuvo otra bronca más con su padre. Fue una discusión que no iba a ninguna parte, como siempre, y esta vez el chico cogió todo su equipo de escalada de donde lo guardaba antes, junto al de su padre, y lo metió en el maletero de su coche. ¿Qué planeaba? Un clásico: «Ahora verá, sí. Ahora verá qué clase de tío soy. Cree que sólo soy un patán, pero ahora verá. Y qué mejor forma de hacerlo que con su propio deporte, porque llegaré a ser mejor de lo que él ha sido nunca». Así que eso situó el equipo de escalada del chico al alcance del Confesor, o la Confesora, y el Confesor vio lo que denominaremos «la Manera».

Entonces, Ben Kerne agachó la cabeza.

– Señor Kerne -dijo Bea-, la cuestión es que…

– No -dijo él. Levantó la cabeza con esfuerzo-. Más -le dijo a Jago Reeth.

»El Confesor esperó su oportunidad, que se presentó pronto porque el chico era abierto y natural con sus pertenencias, una de las cuales era su coche. No suponía ningún problema acceder a él porque nunca lo cerraba y con una maniobra rápida abrió el maletero: ahí estaba todo. La selección era la clave. Tal vez una cuña o un mosquetón. O una eslinga. Incluso el arnés serviría. ¿Los cuatro, quizá? No, seguramente sería sobreactuar, si me permiten la expresión. Si era la eslinga no había ningún problema porque era de nylon y se podía cortar fácilmente con unas tijeras de podar, un cuchillo afilado, una cuchilla, cualquier cosa. Si era otra cosa, el tema se volvía peliagudo, ya que todo lo demás excepto la cuerda (y la cuerda parecía una elección demasiado obvia, por no mencionar perceptible) es metálico y habría que recurrir a una herramienta cortante mecánica. ¿Cómo la encontraba? ¿Compraba una? No. Podrían rastrearla. ¿Tomaba una prestada? De nuevo, alguien se acordaría de eso. ¿Utilizaba una sin que se enterara el dueño? Eso parecía más factible y sin duda más sensato, pero ¿dónde la encontraba? ¿Un amigo, socio, conocido, jefe? ¿Alguien cuyos movimientos conociera íntimamente porque los había observado igual de íntimamente? Cualquiera de ésos. Así que el Confesor, o la Confesora, eligió el momento y llevó a cabo el acto. Con un corte bastó y después no quedó ninguna señal porque, como hemos dicho, el Confesor no es tonto y sabía que era crucial no dejar pruebas. Y lo bueno era que el chico (o incluso su padre, quizá) había marcado su equipo con cinta adhesiva para distinguirlo del de otras personas. Porque es lo que hacen los escaladores, verá: marcan su equipo porque a menudo escalan juntos. Es más seguro escalar juntos. Y aquello le dijo al Confesor que apenas existía la posibilidad de que cualquier otra persona que no fuera el chico utilizara esa eslinga, ese mosquetón, ese arnés… lo que fuera que manipulara porque, claro está, eso yo no lo sé. Lo único con lo que tuvo que ir con cuidado fue la cinta utilizada para identificar el equipo. Si él, o ella, naturalmente, compraba más cinta, existía la posibilidad de que la nueva no fuera exactamente igual o pudieran rastrearla. Sabe Dios cómo, pero la posibilidad existía, así que lo suyo era mantener la cinta en condiciones para utilizarla de nuevo. El Confesor se las arregló y era una tarea complicada porque la cinta era dura, como la cinta aislante. El, o ella, naturalmente, como ya he dicho, la volvió a enrollar igual y tal vez no quedara tan apretada como antes, pero al menos era la misma. ¿Acaso el chico iba a notarlo? Era poco probable, y aunque lo notara, lo que seguramente haría sería alisarla, poner más cinta encima, algo así. Así que cuando el acto estuvo hecho y el equipo otra vez en su lugar, lo único que quedaba era esperar. Y en cuanto pasó lo que pasó, y es una tragedia, nadie lo duda, no había nada que no pudiera justificarse en realidad.

– Siempre hay algo, señor Reeth -dijo Bea.

Jago la miró con amabilidad.

– ¿Huellas en el maletero del coche? ¿En el interior? ¿En las llaves del coche? ¿Dentro del maletero? El Confesor y el chico pasaban muchas horas juntos, tal vez incluso trabajaran juntos en… En el negocio de su padre, por ejemplo. Cada uno conducía el coche del otro, eran amigos, colegas, eran como padre e hijo, como madre e hijo, como hermanos, eran amantes, eran… Lo que fuera. Verá, no importa, porque todo podía justificarse. ¿Un cabello en el maletero? ¿Del Confesor? ¿De otra persona? Lo mismo, en realidad. El Confesor, o la Confesora, porque pudo ser una mujer, ya lo hemos visto, dejó allí el de otra persona o incluso uno suyo. ¿Qué hay de las fibras? Fibras de tejidos… ¿Tal vez en la cinta con que se marcó el equipo? ¿No sería genial? Pero el Confesor ayudó a señalar el equipo o tocó el equipo porque… ¿Por qué? Porque el maletero también se utilizaba para otras cosas (¿material de surf, ¿quizá?) y las cosas se movían de un lado para otro, se metían y se sacaban. ¿Qué hay del acceso al equipo? Todo el mundo tenía acceso a él. Todas y cada una de las personas de la vida del pobre chico. ¿Qué hay del móvil? Bueno, parece ser que prácticamente todo el mundo tenía uno. Así que al fin y al cabo, no hay respuesta. Sólo hay especulaciones, pero es imposible presentar ningún caso. Qué inútil, qué exasperante, qué sinsentido…

– Creo que ya es suficiente, señor Reeth. O señor Parsons -dijo Bea.

– Qué horror, porque el asesino, o la asesina, claro está, se marchará ahora que ya ha hecho lo que tenía que hacer.

– He dicho que ya es suficiente.

– Y la policía no podrá tocar al asesino y lo único que podrá hacer será quedarse de brazos cruzados y beberse un té y aguardar y esperar a encontrar algo en algún lugar, algún día… Pero estarán más ocupados, ¿verdad? Tendrán otras cosas entre manos. Le apartarán a usted a un lado y le dirán que no les llame todos los días, tío, porque cuando un caso se enfría, como pasará con éste, no tiene sentido llamar, así que ya le llamaremos nosotros si detenemos a alguien y cuando lo detengamos. Pero la detención nunca tendrá lugar. Así que acabará no teniendo nada más que cenizas en una urna, y ya podrían haber incinerado su cuerpo el mismo día que incineraron el del chico porque de todos modos su alma ya no existirá.

Había terminado, al parecer, completado su monólogo. Lo único que quedaba era el sonido de una respiración áspera, la de Jago Reeth, y fuera, los chillidos de las gaviotas y las ráfagas de viento y el estrépito de las olas. En una serie de televisión bien equilibrada, pensó Bea, ahora Reeth se levantaría, saldría corriendo hacia la puerta y se arrojaría por el precipicio, después de haber perpetrado por fin la venganza que había planeado y de que ya no le quedara ninguna razón más para seguir viviendo. Saltaría y se reuniría con su hijo muerto Jamie. Pero, por desgracia, no estaban en una serie de televisión.

Su rostro parecía iluminado desde dentro. Tenía baba en las comisuras de la boca y los temblores habían empeorado. Bea vio que estaba esperando la reacción de Ben Kerne a su actuación, a que Ben Kerne aceptara una verdad que nadie podía alterar y que nadie podía comprender.

Al fin, Ben levantó la cabeza y reaccionó.

– Santo -anunció- no era hijo mío.

Capítulo 29

El chillido de las gaviotas pareció subir de volumen y desde muy abajo el embate de las olas en las rocas indicaba que estaba subiendo la marea. Ben pensó en lo que significaba aquello y en la ironía que encerraba: hoy las condiciones para surfear eran excelentes.

Jago Reeth no respiraba, había cogido aire y lo había retenido mientras intentaba decidir quizá si creer o no lo que Ben había dicho. Para Ben, ya no importaba lo que la gente creyera. Al final, tampoco importaba que Santo no fuera sangre de su sangre. Porque entendía que habían sido padre e hijo de la única manera que importaba serlo entre un hombre y un chico, una manera que tenía todo que ver con la historia y la experiencia y nada con una célula que nadaba a ciegas y penetra por puro azar en un óvulo. Así, sus fracasos eran igual de profundos de lo que lo habrían sido los de un padre biológico con su hijo. Porque todos sus movimientos paternales habían sido resultado del miedo y no del amor, siempre esperando a que Santo mostrara los colores de sus verdaderos orígenes. Como después de la adolescencia nunca conoció a ninguno de los amantes de su mujer, esperó a que las características menos deseables de ella se manifestaran en su hijo y cuando aparecía algo remotamente similar a Dellen, Ben centraba su atención y pasión en ello. Prácticamente moldeó a Santo a imagen y semejanza de su madre, tan grande fue el énfasis que puso en cualquier cosa que tuviera el niño que se pareciera a ella.