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Ben pronunció su nombre.

– No había pensado en él en años -dijo ella-. Pero ahí ha aparecido hoy en mi cabeza, como si hubiera estado esperando a entrar todo este tiempo.

– ¿Quién?

– Hugo.

Un nombre que no había oído ni una sola vez y que tampoco le interesaba oír ahora. No dijo nada. A lo lejos en el mar, cinco surfistas formaban una fila. Una ola se elevó tras ellos y Ben observó para ver quién estaría en posición de lanzarse. Ninguno lo estaba. La ola rompió demasiado lejos y se quedaron esperando a la siguiente para tener otro intento de surfear.

Dellen continuó.

– Yo era especial para él. Me consentía y preguntaba a mis padres si podía llevarme al cine, a la reserva de focas, a las funciones navideñas. Me compraba la ropa que quería que vistiera porque era su sobrina preferida. Tenemos algo especial, decía. No te compraría todo esto ni te llevaría a estos lugares si no fueras especial para mí.

Mar adentro, uno de los surfistas lo consiguió, vio Ben. Se lanzó y cogió la ola y la cortó, en busca de lo que pretende todo surfista, el rápido espacio verde cuyas paredes brillantes se elevan y curvan y cambian constantemente, encerrándole y luego liberándole. Fue una bajada bonita; cuando terminó, el surfista se tumbó sobre la tabla y fue a reunirse con los demás, acompañado por los gritos de sus colegas. En broma, se pusieron a ladrar como perros. Cuando llegó a donde estaban, uno de ellos chocó los puños con él. Ben lo vio y notó un dolor en el corazón. Se obligó a prestar atención a lo que decía Dellen.

– A mí me parecía que estaba mal -dijo-, pero el tío Hugo decía que era amor. La especial era la elegida. No mi hermano, ni mis primos, sino yo. Así que si me tocaba aquí y me pedía que le tocara allí, ¿estaba mal? ¿O sólo era algo que yo no comprendía?

Ben notó que Dellen lo miraba y sabía que él también debía mirarla. Debía mirar su cara y leer el sufrimiento que había en ella y responder a su emoción con la de él. Pero no pudo. Porque vio que ni un millón de tíos Hugo podrían cambiar nada de lo que había ocurrido. Si ese tío Hugo existía, en realidad.

A su lado, notó que Dellen se movía. Vio que pasaba las fotografías que había traído consigo. Casi esperaba que sacara al tío Hugo del montón, pero no lo hizo. Cogió una foto que reconoció: papá y mamá y dos niños en las vacaciones de verano, una semana en la isla de Wight. Santo tenía ocho años y Kerra, doce.

En la fotografía, estaban a la mesa de un restaurante, no se veía comida, así que debieron de darle la cámara al camarero al sentarse y le pidieron que retratara a la familia feliz. Todos sonreían, como tocaba: mirad cuánto nos estamos divirtiendo.

Las fotografías eran producto de recuerdos felices. También eran los instrumentos que se utilizaban retrospectivamente para evitar la verdad. Porque en el pequeño rostro de Kerra, Ben podía ver ahora la angustia, ese deseo de ser lo bastante buena para impedir que la rueda girara una vez más. En la cara de Santo vio la confusión, un niño consciente de una hipocresía que no comprende. En su propia expresión vio la determinación enérgica de hacer las cosas bien. Y en la cara de Dellen… Lo que había siempre: conocimiento y expectación. Llevaba un pañuelo rojo enroscado en el pelo.

Todos gravitaban hacia Dellen en la fotografía, todos estaban ligeramente inclinados en su dirección. Él tenía una mano sobre la de ella, como si estuviera reteniéndola allí en la mesa, en lugar de donde sin duda deseaba estar.

«No puede contenerse», se había dicho una y otra vez. Pero había sido incapaz de ver que él sí podía. Cogió la foto y le dijo a su mujer:

– Es hora de que te marches.

– ¿Adónde? -preguntó.

– No estoy seguro -dijo él-. A St. Ives, a Plymouth, otra vez a Truro. A Pengelly Cove, tal vez. Tu familia sigue allí. Ellos te ayudarán si necesitas ayuda. Si es lo que quieres a estas alturas.

Se quedó callada. Ben levantó la vista de la foto y miró a Dellen. Sus ojos se habían ensombrecido.

– Ben, ¿cómo puedes…? -dijo ella-. Después de lo que ha pasado.

– No. Es hora de que te marches.

– Por favor -rogó ella-. ¿Cómo sobreviviré?

– Sobrevivirás -respondió-. Los dos lo sabemos.

– ¿Y tú? ¿Y Kerra? ¿Qué hay del negocio?

– Alan está aquí. Es muy buen hombre. Y, si no, Kerra y yo nos las arreglaremos. Hemos aprendido a hacerlo muy bien.

* * *

En cuanto la policía llegó al Salthouse Inn, Selevan vio que sus planes se alteraban. Se dijo que no podía ser egoísta y partir con Tammy hacia la frontera escocesa sin saber qué estaba ocurriendo y, lo más importante, sin descubrir si podía hacer algo para ayudar a Jago, si es que su amigo necesitaba ayuda. No imaginaba por qué podría necesitarla, pero creía que lo mejor era quedarse donde estaba -más o menos- y esperar a tener más información.

No tardó en llegar. Imaginaba que Jago no volvería al Salthouse Inn, así que tampoco esperó allí, sino que regresó al Sea Dreams y se paseó un rato por la caravana, bebiendo un trago de vez en cuando de una petaca que había llenado para llevarse en el viaje hasta la frontera; al final, salió y fue a la caravana de Jago.

No estaba. Tenía una copia de la llave, pero no le pareció bien usarla, aunque creía que a Jago no le habría importado que entrara. Esperó en el último de los escalones metálicos, donde uno más ancho hacía las veces de porche y era adecuado para plantar su trasero.

Jago apareció en el Sea Dreams unos diez minutos después. Selevan se puso de pie con un crujido. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se acercó al lugar preferido de Jago Reeth para aparcar el Defender.

– ¿Estás bien, colega? -le dijo cuando Jago bajó del coche-. No te han dado mucho la lata en comisaría, ¿verdad?

– Qué va -respondió Jago-. Cuando se trata de la poli, sólo hace falta estar un poquito preparado. Entonces las cosas salen a tu manera y no a la suya. Los sorprende un poco, pero así es la vida. Una puta sorpresa tras otra.

– Supongo -dijo Selevan. Pero sintió una punzada de intranquilidad y no sabía decir exactamente por qué. Había algo en la forma de hablar de su amigo, algo en su tono de voz, que no era propio del Jago que conocía. Dijo con cautela-: No te habrán pegado, ¿verdad, colega?

Jago soltó una carcajada.

– ¿Esas zorras? Ni hablar. Sólo hemos charlado un poco y punto. Ha costado, pero ya ha acabado todo.

– ¿Qué pasa, entonces?

– Nada, colega. Pasó algo hace mucho tiempo, pero ya ha terminado. Mi trabajo aquí ha concluido.

Jago pasó al lado de Selevan y subió a la puerta de la caravana. No la había cerrado con llave, vio, así que no le habría hecho falta esperar en las escaleras. Jago entró y él lo siguió. Sin embargo, se quedó en la puerta con incertidumbre, porque no estaba seguro de qué ocurría.

– ¿Te han despedido, Jago?

Jago había entrado en el dormitorio al fondo de la caravana. Selevan no le veía, pero oyó que abría un armario y que arrastraba algo del estante que había encima del riel de la ropa. Al cabo de un momento, Jago apareció en la puerta, con un talego grande colgado en la mano.

– ¿Qué? -preguntó.

– Te he preguntado si te han despedido. Has dicho que tu trabajo había concluido. ¿Te han finiquitado o algo?

Jago pareció pensar en aquello, algo raro en opinión de Selevan. A uno lo despedían o no. Le echaban o no. La pregunta no necesitaba reflexión. Al final, Jago esbozó una sonrisa lenta que no era muy propia de él.

– Exacto, colega -dijo-. Así es. Finiquitado. Me finiquitaron… hace mucho tiempo. -Hizo una pausa, pareció pensativo y luego habló para sí-. Hace más de veinticinco años. Ha costado.

– ¿El qué? -Selevan sentía impaciencia por llegar al fondo de la cuestión porque este Jago era distinto al Jago con quien se había sentado junto a la chimenea los últimos seis o siete meses y prefería mucho más al otro, el que hablaba con franqueza y no con… Bueno, con parábolas y cosas así-. Tío, ¿ha pasado algo con la poli? ¿Te han hecho…? No pareces tú.