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– El tipo del parque de caravanas donde vive Jago. Ha hablado con él mientras hacía las maletas, pero no ha podido sacarle nada en claro. -Lew se quitó los auriculares y los tiró sobre la mesa. Se apoyó en el mostrador con su exposición de quillas, cera y otra parafernalia, apoyándose en las manos y con la cabeza agachada como si estudiara lo que había dentro de la vitrina-. Estamos jodidos.

Transcurrió un momento en el que Cadan vio que Lew levantaba las manos y se frotaba el cuello, que seguro que le dolía de estar perfilando tablas.

– Qué suerte que esté aquí, pues -dijo.

– ¿Por qué?

– Puedo ayudarte.

Lew levantó la cabeza.

– Cade, estoy demasiado cansado para discutir.

– No, no es lo que piensas -le dijo Cadan-. Entiendo que creas que estoy aprovechando el momento, y que tendrás que dejarme pintar las tablas. Pero no es eso.

– ¿Y qué es, entonces?

– Sólo que quiero ayudarte. Puedo perfilar si quieres. No tan bien como tú, pero puedes enseñarme. O puedo estratificar, pintar o lijar. No me importa.

– ¿Y por qué querrías hacer eso, Cadan?

El chico se encogió de hombros.

– Eres mi padre -respondió-. La familia es la… Bueno, ya sabes.

– ¿Qué hay de Adventures Unlimited?

– No ha funcionado. -Cadan vio que la resignación asomaba al semblante de su padre. Se apresuró a añadir-: Sé lo que estás pensando, pero no me han echado. Es sólo que prefiero trabajar para ti. Aquí tenemos algo y no deberíamos dejarlo morir.

Morir. Ahí estaba la palabra aterradora. Cadan no se había dado cuenta de lo aterrador que era morir hasta ese momento porque se había pasado la vida absolutamente centrado en otra palabra, que era marcharse. Sin embargo, intentar estar un paso por delante de la pérdida no impedía que ésta se produjera, ¿verdad? La Saltadora seguiría saltando y los demás seguirían alejándose. Como había hecho el propio Cadan una y otra vez antes de que pudieran hacérselo a él, como había hecho su padre prácticamente por las mismas razones.

Pero algunas cosas perduraban a pesar del terror que sintiera la gente y una de esas cosas era la bendición de la sangre.

– Quiero ayudarte -dijo Cadan-. Me he portado como un estúpido. Al fin y al cabo, tú eres el experto e imagino que sabes cómo puedo aprender el negocio.

– ¿Y es lo que quieres hacer? ¿Aprender el negocio?

– Exacto -dijo Cadan.

– ¿Qué pasa con la bici? ¿Los X Games o como se llamen?

– Ahora esto es más importante y haré lo que pueda para que lo siga siendo. -Cadan miró a su padre más detenidamente-. ¿Te basta con eso, papá?

– No lo entiendo. ¿Por qué querrías hacerlo, Cade?

– Por cómo acabo de llamarte, loco.

– ¿Cómo me has llamado?

– Papá -dijo Cadan.

* * *

Selevan se quedó mirando a Jago marchándose en su coche y pensó en todo el tiempo que había pasado con el tipo. No se le ocurrió ninguna respuesta para las preguntas que llenaban su cabeza. Lo analizara como lo analizase, no entendía qué había querido decir el hombre y algo le decía que el tema tampoco merecía demasiada reflexión. De todos modos, había telefoneado a LiquidEarth con la esperanza de que el jefe de Jago arrojara luz a la situación. Pero había averiguado que lo que fuera que Jago había querido decir con concluido no estaba relacionado con tablas de surf. Más allá de eso, vio que tampoco quería saberlo. Tal vez fuera un cobarde redomado, pero algunas cosas, decidió, no eran asunto suyo.

Tammy sí lo era. Subió al coche con todas las pertenencias de la chica y condujo hacia la tienda de surf Clean Barrel. No entró enseguida, porque aún faltaba un rato para que cerrara la tienda. Así que aparcó en el puerto y de allí fue caminando a Jill's Juices, donde compró un café para llevar extra fuerte.

Luego regresó al puerto y recorrió toda la parte norte bordeando el canal. Había varios barcos de pesca atracados en el muelle, apenas meciéndose en el mar. Cerca, los patos flotaban plácidamente en el agua -toda una familia con mamá y papá y, por increíble que pareciera, una docena de crías- y un remero se desplazaba en silencio con su kayak en dirección a Launceston, haciendo ejercicio a última hora de la tarde.

Selevan se dio cuenta de que el ambiente era primaveral. Hacía ya seis semanas que había entrado la primavera, naturalmente, pero hasta este momento sólo lo había hecho en el calendario astronómico. Ahora habían llegado las temperaturas primaverales. El viento procedente del mar era fresco, cierto, pero se percibía de manera distinta, como ocurre cuando el tiempo cambia. Transportaba el aroma de la tierra recién removida de algún jardín y vio que en las jardineras de la biblioteca del pueblo, las petunias habían sustituido a los pensamientos.

Caminó hasta el final del puerto, donde la vieja esclusa del canal estaba cerrada, reteniendo el agua hasta que alguno de los barcos de pesca quisiera hacerse a la mar. Desde esta posición privilegiada, podía ver el pueblo alzándose hacia el norte, con el viejo hotel de la Colina del Rey Jorge -ahora lugar de turistas aventureros- como un portero a un mundo distinto.

Las cosas cambiaban, pensó Selevan. Así había sido en su vida, incluso cuando le parecía que nada iba a cambiar nunca. Quiso hacer carrera en la Marina Real para escapar de una vida que consideraba una pesadez absoluta, pero la cuestión era que los detalles de esa vida se habían alterado de manera minúscula y habían provocado cambios mayores, lo que, a su vez, había causado que la vida no fuera en absoluto una pesadez si se prestaba atención. Sus hijos habían crecido; él y su mujer habían envejecido; trajeron un toro para cubrir a las vacas; nacieron terneros; el cielo amanecía despejado un día y amenazante al siguiente; David se marchó para alistarse en la Marina; Nan salió corriendo a casarse… Podía describirlo como algo bueno o malo o simplemente podía decir que así era la vida. Y ésta continuaba. Las personas no siempre conseguían lo que querían y así eran las cosas. Podías revolverte y odiar la situación o podías sobrellevarla. Un día había visto ese póster estúpido en la biblioteca y se había mofado de éclass="underline" «Cuando la vida te da limones, hazte una limonada». Menuda tontería, había pensado. Pero ahora veía que no lo era. En general, no lo era.

Respiró hondo. Aquí podía saborearse el aire salado más que en el Sea Dreams, porque el Sea Dreams se encontraba arriba en el acantilado y aquí el mar estaba cerca, a unos metros, y golpeaba en los arrecifes y los desgastaba, pacientemente, atraído por el curso de la naturaleza y la física o las fuerzas magnéticas o lo que fuera, no lo sabía y no le importaba.

Se terminó el café y estrujó la taza con la mano. La tiró en una papelera y se quedó allí para encenderse un pitillo, que se fumó mientras se dirigía a Clean Barrel. Tammy estaba atendiendo la caja. El cajón estaba abierto y la chica contaba la recaudación del día, sola en la tienda. No le oyó entrar.

La observó en silencio. Vio a Dot en ella, algo extraño, porque nunca antes había apreciado una similitud entre las dos. Pero ahí estaba, en su manera de ladear la cabeza y mostrar una oreja. Y la forma de esa oreja… Ese pequeño surco en el lóbulo… Era igual que Doll y se acordaba porque… Oh, era la peor parte, porque había visto ese lóbulo una y otra vez mientras la montaba y practicaba su acto sin amor dentro de ella y la pobre mujer no pudo sentir ni un atisbo de placer y ahora se arrepentía. No la había amado, pero Dot no tenía la culpa, aunque sí la culpaba por no ser lo que él creía que debería haber sido para poder amarla.

Gruñó porque notaba un nudo en su interior y con un buen gruñido siempre había podido aflojarlo un poco. El ruido hizo que Tammy levantara la cabeza y, cuando lo vio, la chica adoptó una expresión de cautela, pero quién podía culparla. Habían pasado una temporada de incertidumbre. Desde que había encontrado esa carta debajo del colchón y se la había blandido delante de la cara, la chica no le había hablado más que para contestar educadamente a lo que le decía.