– Eso crees, ¿eh?
– Hemos hablado y hablado, nos hemos peleado. He intentado explicárselo, pero no lo entienden. No quieren entenderlo. Tienen sus planes y yo tengo los míos y así son las cosas.
– No sabía que habías hablado con ellos.
Selevan puso una voz deliberadamente pensativa, un hombre que consideraba las ramificaciones de lo que estaba contándole su nieta.
– ¿Qué quieres decir, que no sabías que había hablado con ellos? -preguntó Tammy-. Es lo único que hacíamos antes de que llegara aquí. Yo hablaba, mamá lloraba. Yo hablaba, papá gritaba. Yo hablaba, ellos discutían conmigo. Pero yo no quería discutir porque no hay nada que discutir, que yo sepa. O lo entiendes o no, y ellos no lo hacen. ¿Cómo podrían entenderlo? Quiero decir que tendría que haber sabido por el estilo de vida de mamá que nunca sería capaz de apoyarme. ¿Una vida contemplativa? No es muy probable cuando lo que verdaderamente te interesa es hojear revistas de moda y de cotilleos y preguntarte cómo podrías convertirte en la Spice Pija mientras vives en un lugar donde, francamente, no hay muchas tiendas de ropa de diseño y, de todos modos, pesas unos noventa kilos más que ella. O como se llame ahora.
– ¿Quién?
– ¿Cómo que quién? La Spice Pija. La Pija esa. A mamá le llega el ¡Hola! y el OK! en el camión, por no mencionar el Vogue y el Tatler, y ésa es su ambición: parecerse a ellas y vivir como todas ellas, pero no es la mía, yayo, y nunca lo será, así que puedes mandarme a casa y nada será distinto. Yo no quiero lo que quieren ellos. Nunca lo he querido y nunca lo haré.
– No sabía que habías hablado con ellos -repitió-. Dijeron que no lo habían hecho.
– ¿Qué quieres decir? -Se dio la vuelta en el asiento para mirarle.
– La Madre cómo se llame -respondió-. La abadesa. ¿Cómo la llaman?
Entonces Tammy dudó. Sacó un poco la lengua, se lamió los labios y luego se mordió el inferior y lo succionó en una reacción infantil. Selevan notó que se le retorcía el corazón al verlo. Gran parte de ella todavía era una niña pequeña. Entendió que sus padres no pudieran soportar la idea de verla desaparecer tras las puertas de un convento. Al menos no ese tipo de convento, de donde no salía nadie hasta que lo hacía en un ataúd. Para ellos no tenía sentido. Era tan… tan impropio de una chica, ¿no? Se suponía que debían interesarle los zapatos puntiagudos de tacón alto, los pintalabios y los peinaditos, las faldas cortas, las faldas largas o las faldas ni cortas ni largas, las chaquetas, los chalecos, la música y los chicos y las estrellas de cine y en qué momento de su vida debía bajarse las bragas para un chico. Se suponía que a la edad de diecisiete años no debía pensar en el estado del mundo, la guerra y la paz, el hambre y la enfermedad, la pobreza y la ignorancia. Y por supuesto se suponía que no debía pensar nunca en hábitos de penitencia o lo que fuera que llevaran, una pequeña celda con una cama y un atril para el libro de oraciones y una cruz, varios rosarios y levantarse al amanecer y luego rezar y rezar y rezar y estar todo el tiempo encerrada lejos del mundo.
– Yayo… -dijo Tammy. Pero pareció no confiar en sí misma para terminar la frase.
– Así soy yo, niña. Tu abuelo que te quiere.
– ¿Has llamado…?
– Bueno, es lo que decía la carta, ¿no? Llame a la Madre cómo se llame para concertar una visita. «A veces las chicas se dan cuenta de que no pueden seguir adelante», me dijo. «Creen que hay algo romántico en este tipo de vida y le aseguro que no es así, señor Penrule. Pero ofrecemos retiros espirituales individuales o para grupos, y si quiere tomar parte en uno la recibiremos.»
Los ojos de Tammy volvieron a ser como los de Nan, pero como deberían haber sido cuando miraba a su padre, no como eran cuando le oía montado en cólera.
– Yayo, ¿no me llevas al aeropuerto? -preguntó Tammy.
– Claro que no -dijo él, como si hacer caso omiso a los deseos de sus padres y llevar a su nieta a la frontera con Escocia para que pasara una semana en el convento de las carmelitas fuera la cosa más razonable del mundo-. No lo saben y no van a saberlo.
– Pero si decido quedarme… Si quiero quedarme… Si veo que es lo que pienso que es y lo que necesito… Tendrás que contárselo. Entonces, ¿qué?
– Deja que yo me preocupe de tus padres -respondió.
– Pero nunca te perdonarán. Si decido… Si creo que es lo mejor, nunca estarán de acuerdo. Nunca pensarán…
– Niña -dijo Selevan a su nieta-, que piensen lo que piensen. -Alargó la mano al compartimento de su puerta y sacó un mapa de carreteras del Reino Unido. Se lo dio-. Ábrelo. Si vamos a conducir hasta Escocia, voy a necesitar un buen copiloto. ¿Crees que estás capacitada para el trabajo?
Su sonrisa era deslumbrante. Se le partió el corazón.
– Sí -contestó.
– Pues adelante.
La reacción a los acontecimientos del día a la que se aferró durante más tiempo Bea Hannaford fue la necesidad de buscar un culpable. Empezó por Ray. Parecía la fuente más lógica de las dificultades que habían provocado que un asesino pudiera escapar alegremente de una acusación de asesinato. Se dijo que si le hubiera mandado a los chicos del equipo de investigación criminal que había requerido desde el principio no tendría que haber dependido del equipo de relevo que le había enviado, unos hombres cuya experiencia se limitaba al levantamiento de pesos y no a los aspectos más delicados de una investigación de asesinato. Tampoco tendría que haber dependido del agente McNulty como parte de ese equipo, un hombre que al revelar información crítica a la familia del chico muerto había situado a la policía en una posición en la que no tenían prácticamente nada que sólo conocieran ellos y el asesino. Con el sargento Collins como mínimo sí podría cargar, ya que nunca se había ausentado de la comisaría el tiempo suficiente como para causar problemas. Y en cuanto a la sargento Havers y Thomas Lynley… Bea también quería echarles la culpa de algo, aunque sólo fuera de profesarse una lealtad mutua exasperante, pero no tenía valor para hacerlo. Aparte de ocultar información sobre Daidre Trahair, que había resultado no guardar ninguna relación con el caso a pesar de lo que ella se había obstinado en creer, sólo habían hecho lo que les había pedido, más o menos.
Lo que en realidad no quería plantearse era que al final todo se debía a ella porque, después de todo, ella era quien estaba al mando de la investigación y había mantenido una posición terca en más de un tema, desde la culpabilidad de Daidre Trahair hasta su insistencia en tener un centro de operaciones aquí en el pueblo y no donde Ray le había dicho que debería estar: donde se encontraban por lo general los centros de operaciones y donde se instalaba también el personal más adecuado. Y se había mantenido firme en ese deseo de trabajar en Casvelyn y no en otra parte sólo porque Ray le había dicho que se equivocaba.
Así que si bien al final todo se reducía a Ray, también se reducía a ella. Este tipo de cosas ponían su futuro en peligro.
«Imposible presentar ningún caso.» ¿Había cuatro palabras peores? Tal vez «nuestro matrimonio está terminado» eran igual de malas y bien sabía Dios que suficientes policías escuchaban esta frase a un cónyuge que no podía seguir soportando la profesión de su pareja. Pero «imposible presentar ningún caso» significaba dejar en la estacada a una familia afligida, sin llevar a nadie ante la justicia. Significaba que a pesar de las miles de horas, el esfuerzo, los datos revisados, los informes forenses, los interrogatorios, las discusiones, la disposición de esta pieza aquí y esta pieza allá, no quedaba nada más que hacer que volver a empezar todo el proceso desde cero y esperar obtener un resultado distinto o dejar el caso abierto y declararlo sin resolver. Pero ¿cómo podía ser un caso sin resolver cuando sabían perfectamente quién era el asesino y que iba a quedar impune? No podían decir que se trataba de un caso sin resolver precisamente. En un caso sin resolver existía la pequeña esperanza de que surgiera algo más, mientras que en este caso no existía ninguna. La policía regional tal vez le preguntara qué necesitaba para hacer las cosas bien en Casvelyn, pero era casi una ilusión porque lo más probable era que le preguntaran cómo había podido fastidiarla tanto.