La respuesta era Ray, se dijo. Él no estaba interesado en que triunfara. Estaba decidido a vengarse de ella por casi quince años de distanciamiento, por mucho que los hubiera provocado él mismo.
A falta de otra dirección que seguir, dijo a su equipo que empezara a revisar todos los datos otra vez, para ver qué podían encontrar para poner contra la pared a Jago Reeth, alias Jonathan Parsons, y acusarlo de asesinato. ¿Qué tenían que pudieran entregar a la fiscalía, que pudiera prender la llama y activar a los fiscales? Tenía que haber algo. Así que empezarían con este proceso al día siguiente y mientras tanto, se irían todos a casa y descansarían bien aquella noche porque no iban a dormir demasiado hasta que resolvieran aquel asunto. Luego, siguió su propia receta.
Cuando llegó a Holsworthy abrió el armario en el que guardaba las escobas, las fregonas y también el vino. Cogió una botella al azar y la llevó a la cocina. Tinto, descubrió; shiraz. Algo de Suráfrica llamado Old Goats Roam in Villages. Sonaba interesante. No recordaba cuándo o dónde lo había comprado, pero estaba bastante segura de que sólo lo había adquirido por el nombre y la etiqueta.
Lo abrió, se llenó una taza hasta el borde y se sentó a la mesa donde su posición la obligaba a contemplar el calendario. Ver su cita de Internet más reciente, que se había producido hacía casi cuatro semanas, resultó ser tan deprimente como pensar en los últimos seis días. Un arquitecto había sido. Tenía buen aspecto en la pantalla y por teléfono sonó bien. Un poco de palique y risas nerviosas; todas esas tonterías eran de esperar, ¿no? Al fin y al cabo, no era la manera normal como se conocían los hombres y las mujeres, fuera lo que fuese normal hoy en día, porque ya no lo sabía. ¿Un café, tal vez?, se preguntaron. ¿Una copa en algún sitio? Claro, perfecto. Había aparecido con fotos de su casa de veraneo, más fotos de su barco de recreo, más fotos de sus vacaciones en la nieve y más fotos de su coche, que podía ser un Mercedes antiguo o no, porque cuando llegaron a ésas a Bea ya no le interesaba. Yo, yo, yo, declaraba su conversación. Todo yo, nena, y todo el rato. Quiso echarse a llorar o a dormir. Al final de la velada, se había tomado dos martinis y no tendría que haber cogido el coche, pero el deseo de huir se apoderó de su sentido común, así que condujo con cuidado por la carretera y rezó para que no la pararan. Él le dijo con una sonrisa afable: «Vaya. Sólo he hablado de mí, ¿verdad? Bueno, la próxima vez…». Ella pensó: «No habrá una próxima vez, cariño». Que era lo que había pensado de todos.
Dios mío, qué desgracia. Seguro que la vida no era eso. Y ahora… Ni siquiera recordaba cómo se llamaba, sólo el sobrenombre que le había dado, el Capullo del Barco, que era lo que le distinguía de todos los otros capullos. ¿Había alguna forma, se preguntó, de encontrar a un hombre de su edad que no cargara con ninguna mochila, o un hombre que pudiera ser persona primero y una profesión que le reportara innumerables posesiones después? Empezaba a creer que no, salvo que ese hombre fuera uno de los muchos divorciados que también había conocido, tipos que no tenían nada más que un coche destartalado, un estudio y una montaña de facturas de la tarjeta de crédito. Sin embargo, tenía que haber algo entre esos dos extremos de disponibilidad masculina. ¿O era así como pasaba el resto de sus años una mujer soltera que tenía lo que antes se llamaba tímidamente «una cierta edad»?
Bea apuró el vino. Debería comer, pensó. No estaba segura de si había algo en la nevera, pero seguro que podía improvisar una sopa de lata. ¿O tal vez alguno de esos palitos de ternera que tanto le gustaban a Pete como tentempié? ¿Una manzana? Quizás. ¿Un tarro de mantequilla de cacahuete? Bueno, seguro que encontraba algo para untar en el pan mohoso. Al fin y al cabo, estaba en Inglaterra.
Se levantó con mucho esfuerzo. Abrió la nevera. Miró sus profundidades frías y sin corazón y descubrió que tenía un bizcocho de caramelo, así que ya podía tachar el postre del menú. Y al fondo de todo había un rollito de ternera picada y cebolla. Podía servir de segundo. ¿Y de entrante…? ¿Tal vez unos fideos? En el cajón de las verduras tenía que haber una lata de algo… ¿Garbanzos? ¿Zanahorias y nabos? Bea se preguntó en qué estaría pensando la última vez que hizo la compra. En nada, seguramente. Lo más seguro es que empujase el carrito por los pasillos sin ninguna idea en la cabeza sobre qué podía cocinar. Pensar en la alimentación adecuada de Pete habría promovido una visita espontánea al supermercado, pero una vez allí se habría distraído por algo como una llamada al móvil y el resultado final había sido… Esto.
Sacó el bizcocho de caramelo y decidió saltarse el entrante, el segundo plato y las verduras y pasar directamente al postre, que, al fin y al cabo, todo el mundo sabía que era la mejor parte de cualquier comida. ¿Por qué negárselo cuando quería animarse y esto le brindaba la mejor posibilidad de conseguirlo?
Estaba a punto de atacarlo cuando un «pam, pam, PAM, pom, POM» sonó en la puerta, seguido del chirrido de la llave de Ray en la cerradura. Entró hablando:
– … hay que saber ceder, amigo -decía.
– La pizza es ceder cuando lo que uno quiere es ir al McDonald's, papá -respondió Pete.
– Ni te atrevas a comprarle un Big Mac -gritó Bea.
– ¿Lo ves? -dijo Ray-. Mamá está de acuerdo.
Entraron en la cocina. Llevaban gorras de béisbol a juego y Pete vestía su sudadera del Arsenal. Ray llevaba unos vaqueros y una cazadora manchada de pintura. Los vaqueros de Pete tenían un agujero enorme en la rodilla.
– ¿Dónde están los perros? -les preguntó Bea.
– En casa -dijo Ray-. Hemos ido…
– Mamá, papá ha encontrado este sitio de paintball chulísimo -anunció Pete-. Ha sido fantástico. ¡Tomaaa! -Hizo como que disparaba a su padre-. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Te pones unos monos, te cargan el arma y allá va. Te di bien, ¿verdad, papá? Ande a…
– Anduve -le corrigió Bea pacientemente.
Miró a su hijo y no contuvo la sonrisa que apareció en sus labios mientras Pete le demostraba el sigilo con que había logrado eliminar a su padre con pintura. Era justo el tipo de juego que siempre se había prometido que su hijo no jugaría nunca: una imitación de la guerra. Sin embargo, ¿acaso los niños no eran sólo niños?
– No pensabas que sería tan bueno, ¿verdad? -preguntó Pete a su padre, golpeándole juguetonamente en el brazo.
Ray alargó la mano, enganchó el brazo alrededor del cuello de Pete y lo atrajo hacia sí. Plantó un beso ruidoso en la cabeza de su hijo y frotó los nudillos en su pelo abundante.
– Ve a por lo que has venido a buscar, mago del paintball -le dijo-. Tenemos que ir a cenar.
– ¡Pizza!
– Curry o chino, es mi mejor oferta. O podemos comer hígado encebollado en casa con coles de Bruselas y habas.
Pete se rió. Salió disparado de la habitación y le oyeron subir las escaleras corriendo.
– Quería el reproductor de CD -le contó Ray a Bea. Sonrió mientras oían a Pete revoloteando por su cuarto-. La verdad es que quiere un iPod y cree que si demuestra cuántos CD tiene que trajinar cuando podría llevar un aparato del tamaño de un… ¿Qué tamaño tienen? No estoy al corriente de la tecnología.
– Es lo que les gusta a los chavales hoy en día. Cuando se trata de tecnología, estoy absolutamente perdida sin Pete.