Ray se quedó mirándola un momento mientras ella cogía un trozo de bizcocho de caramelo con la cuchara. Le saludó con él.
– ¿Por qué me parece que eso es tu cena, Beatrice? -le dijo Ray.
– Porque eres policía.
– Entonces, ¿lo es?
– Ajá.
– ¿Tienes prisa?
– Ojalá -contestó ella-. Pero no es la palabra que escogería yo para describir qué tengo y qué no tengo en este caso.
Decidió contárselo. Iba a enterarse antes o después, así que mejor que fuera antes y por ella. Le dio todos los detalles y esperó su reacción.
– Maldita sea -dijo-. Es una verdadera… -Pareció buscar una palabra.
– ¿Cagada? -ofreció-. ¿Provocada por mí?
– No iba a decir eso precisamente.
– Pero es lo que estabas pensando.
– Lo de la cagada, sí. La parte sobre ti, no.
Bea giró la cara a la expresión de compasión agradable que apareció en el rostro de Ray. Miró por la ventana, que de día habría dado a una parte del jardín, o lo que se suponía que era el jardín, que en esta época del año debería estar cubierto de mantillo, pero que en lugar de eso se ofrecía a las semillas perdidas que dejaban caer las alondras y los pardillos en sus vuelos. Esas semillas germinaban en hierbajos y dentro de un mes o dos tendría una tarea verdaderamente complicada entre manos. Qué bien que lo único que viera en la ventana fuera su reflejo y el de Ray detrás de ella, pensó. Le proporcionaba una pequeña distracción del trabajo que se había creado a sí misma por no prestar atención al jardín.
– Estaba decidida a echarte la culpa -dijo.
– ¿Por?
– Por la cagada. Un centro de operaciones inadecuado. Ningún tipo del equipo de investigación criminal ni por asomo. Ahí estaba yo, colgada con el agente McNulty y el sargento Collins y con quien te dignaras a enviarme…
– La cosa no fue así.
– Oh, ya lo sé. -Habló con cautela porque era cautelosa. Se sentía como si hubiera estado nadando a contracorriente demasiado tiempo-. Soy yo la que mandó al agente McNulty a informar a los Kerne de que la muerte era un asesinato. Pensé que usaría el sentido común, pero me equivoqué, claro. Y luego, cuando me enteré de lo que les había contado, pensé que averiguaríamos algo más, alguna pistita, algún detalle… No importaba qué. Sólo algo útil para utilizar como cebo cuando apareciera el asesino. Pero no fue así.
– Aún puedes conseguirlo.
– Lo dudo. A menos que tengas en cuenta un comentario sobre un póster de surf que seguramente no servirá de nada a ojos de la fiscalía. -Dejó el recipiente del bizcocho en la mesa-. Durante años me he estado diciendo que no existe el asesinato perfecto y la ciencia forense está demasiado evolucionada. Siempre que se encuentre el cadáver hay demasiadas pruebas, demasiados expertos. Nadie puede matar y no dejar ningún rastro de ello. Es imposible, no puede hacerse.
– Tienes razón, Beatrice.
– Pero no vi las lagunas. Todas las formas en que un asesino podría planear y organizar y cometer este… este crimen final… y hacerlo de un modo en el que pudiera explicarse absolutamente todo. Incluso los detalles forenses más diminutos podían considerarse una parte racional de la vida cotidiana de alguien. No lo vi. ¿Por qué no lo vi?
– Tal vez tuvieras otras cosas en la cabeza. Distracciones.
– ¿Por ejemplo?
– Otras partes de tu vida. Tu vida tiene otras facetas, por mucho que intentes negarlo.
Bea quería evitar aquello.
– Ray…
Él no pensaba consentirlo, era evidente.
– No eres policía las veinticuatro horas del día -dijo-. Dios santo, Beatrice, no eres una máquina.
– A veces lo pienso.
– Pues yo no.
Una explosión de música atronó en el piso de arriba: Pete decidía entre sus CD. Escucharon un momento el chillido de una guitarra eléctrica. A Pete le gustaban los clásicos. Jimi Hendrix era su preferido, aunque si era necesario, Duane Allman y su frasco de pastillas servían igual de bien.
– Dios mío -dijo Ray-. Cómprale un iPod al chaval.
Bea sonrió, luego se rió.
– Es tremendo, el niño.
– Nuestro niño, Beatrice -declaró Ray en voz baja.
Ella no contestó, sino que cogió el bizcocho de caramelo y lo tiró a la basura. Lavó la cuchara que había utilizado y la dejó en el escurridero.
– ¿Podemos hablar ahora? -dijo Ray.
– Tú sí que sabes elegir el momento, ¿verdad?
– Beatrice, hace siglos que quiero hablar. Ya lo sabes.
– Lo sé. Pero ahora mismo… Eres policía y eres un buen policía. Ya ves cómo estoy. Atrapar al sospechoso en un momento de debilidad, crear ese momento si se puede… son reglas elementales, Ray.
– Esto no lo es.
– ¿No es qué?
– Elemental. Beatrice, ¿de cuántas maneras puede un hombre decir que se equivocó? Y de cuántas maneras puedes decirle a un hombre que el perdón no forma parte de tu… ¿qué? ¿Repertorio? Cuando pensaba que Pete no debía…
– No lo digas.
– Tengo que decirlo y tú tienes que escucharlo. Cuando pensaba que Pete no debía nacer… Cuando dije que deberías abortar…
– Dijiste que era lo que querías.
– Dije muchas cosas. Digo muchas cosas. Y algunas las digo sin pensar. Sobre todo cuando tengo…
– ¿Qué?
– No sé. Miedo, supongo.
– ¿A un bebé? Ya habíamos tenido uno.
– A eso no. A los cambios. A cómo afectaría a nuestras vidas tal como las teníamos organizadas.
– A veces pasan cosas.
– Lo entiendo. Y habría llegado a entenderlo entonces si me hubieras dado tiempo para…
– No fue una sola discusión, Ray.
– Sí, de acuerdo, no diré que lo fue. Pero sí diré que me equivoqué. En todas las discusiones que tuvimos, me equivoqué y me he arrepentido de ese… ese error, durante años. Catorce, para ser exactos. Más si incluyes también el embarazo. No quería que las cosas fueran así, no quiero que sean así.
– ¿Y ellas? -le preguntó-. Te has estado divirtiendo.
– ¿Qué? ¿Mujeres? Por el amor de Dios, Beatrice, no soy un monje. Sí, ha habido mujeres estos años. Una detrás de otra. Janice y Sheri y Sharon y Linda y cómo se llamen, porque no me acuerdo de todas. Y no me acuerdo porque no las deseaba. Quería olvidar… esto. -Señaló la cocina, la casa, la gente que había dentro-. Así que lo que te estoy pidiendo es que me dejes volver porque éste es mi sitio y los dos lo sabemos.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Y Pete también lo sabe. Y también los malditos perros.
Bea tragó saliva. Las relaciones entre hombres y mujeres nunca eran fáciles.
– ¡Mamá! -gritó Pete desde el piso de arriba-. ¿Dónde has puesto mi CD de Led Zeppelin?
– Dios mío -murmuró Bea con un escalofrío-. Que alguien le compre un iPod al chaval ya, por favor.
– ¡Mamá! ¡Mami!
– Me encanta que me llame así -le dijo a Ray-. No lo hace a menudo. Se está haciendo mayor. ¡No lo sé, cielo! -gritó-. Mira debajo de la cama. Y ya de paso, mete la ropa sucia en el cesto. Y baja a la basura los sándwiches de queso, pero despega primero a los ratones.
– ¡Muy graciosa! -gritó el niño y siguió de un lado para otro-. ¡Papá! Dile que me lo diga -gritó-. Sabe dónde está. Lo detesta y lo ha escondido en alguna parte.
– Hijo, aprendí hace mucho tiempo que soy incapaz de hacer que esta chiflada haga nada -gritó Ray. Y luego le dijo a Bea-: ¿Verdad, querida? Porque si no, ya sabes qué haría.
– Eso no -dijo ella.
– Lo lamentaré eternamente.
Bea pensó en las palabras de Ray, las que acababa de decir y las que había dicho antes.
– Eternamente no, en realidad. No es exactamente así.
Oyó que Ray tragaba saliva.
– ¿Hablas en serio, Beatrice?
– Supongo que sí.
Se miraron. La ventana que tenían detrás duplicaba la imagen de un hombre y una mujer y el paso dubitativo que daban hacia el otro justo en el mismo momento. Pete bajó las escaleras con gran estrépito.