– ¡Lo he encontrado! -gritó-. Listo para irnos, papá.
– ¿Tú también? -le preguntó Ray a Bea en voz baja.
– ¿Para cenar?
– Y para lo que viene después de cenar.
Bea soltó un largo suspiro que igualó al de Ray.
– Creo que sí -contestó.
Capítulo 30
Hablaron poco mientras regresaban de St. Agnes. Y cuando hablaron fue de temas mundanos. Tenía que echar gasolina, así que se desviarían de la carretera principal, si no le importaba.
No le importaba en absoluto. ¿Quería un té mientras tanto? Seguro que había un hotel o un salón de té por el camino donde podían incluso tomar una infusión de Cornualles como era debido. Un panecillo con nata cuajada y mermelada de fresa.
Recordaba los días en que era difícil encontrar nata cuajada fuera de Cornualles. ¿Y él? Sí. Y también salchichas como Dios manda, por no mencionar las empanadas. Siempre le habían encantado las buenas empanadas, pero en casa no había nunca, porque su padre pensaba que eran… Entonces calló. «Comunes» fue la palabra elegida; «vulgar», en su acepción más precisa.
Ella se la proporcionó utilizando el primer término.
– Y tú no eras común, ¿verdad? -añadió.
Él le contó que su hermano era toxicómano, porque era la verdad. Lo echaron de Oxford, su novia murió con una aguja clavada en el brazo, él había estado entrando y saliendo de rehabilitación desde entonces. Le dijo que creía que le había fallado a Peter. Cuando tendría que haber estado a su lado -presente, quería decir, presente en todos los sentidos posibles y no sólo un cuerpo caliente sentado en el sofá o algo así-, no había estado.
– Bueno, son cosas que pasan -dijo ella-. Y tú tenías tu vida.
– Igual que tú.
No dijo lo que otra mujer en su situación tal vez habría dicho al final del día que habían pasado juntos: ¿Y crees que eso nos hace iguales, Thomas?, pero él sabía que lo estaba pensando, porque ¿qué otra cosa podía pensar después de que mencionara a Peter en un tema que no tenía nada que ver ni remotamente con él? A pesar de todo, quería añadir más detalles de su vida, amontonarlos para obligarla a ver similitudes en lugar de diferencias. Quería decirle que su cuñado había sido asesinado hacía unos diez años, que él mismo había sido sospechoso del crimen y lo habían llevado a la cárcel y retenido veinticuatro horas para interrogarlo, porque odiaba a Edward Davenport y lo que éste había causado a su hermana y nunca lo había mantenido en secreto. Pero contarle aquello parecía suplicarle demasiado algo que no sería capaz de darle.
Lamentaba profundamente haberla puesto en aquella situación porque sabía cómo interpretaría su reacción a todo lo que le había revelado aquel día, por mucho que él declarara lo contrario. Existía una brecha enorme entre ellos, creada primero por su nacimiento, luego por su infancia y, en último lugar, por sus experiencias. Que esa brecha sólo existiera en la cabeza de Daidre y no en la de él era algo que Thomas no podía explicarle. Era una declaración simplista, en cualquier caso. La brecha existía en todas partes y para ella era algo tan real que nunca vería que él no la consideraba de la misma manera.
«En realidad no me conoces -quería decirle-. Quién soy, la gente con la que me relaciono, los amores que han definido mi vida. Pero, claro, ¿cómo podrías conocerme? Los artículos de los periódicos (tabloides, revistas, lo que fuera) que aparecían en Internet sólo revelan los detalles dramáticos, conmovedores, jugosos. No incluyen esos elementos de la vida que abarcan los detalles cotidianos valiosos e inolvidables. Carecen de dramatismo a la vez que describen quién es la persona.»
Tampoco importaba quién era él. Había dejado de importar con la muerte de Helen, o eso se había dicho a sí mismo. Pero lo que sentía ahora indicaba algo distinto. Que se preocupara por el sufrimiento de otra persona hablaba de… ¿Qué? ¿Un renacimiento? No quería renacer. ¿Una recuperación? No estaba seguro de querer recuperarse. Pero en lo más profundo de la persona que parecía ser notaba la presencia de la persona que era y aquello le instaba a sentirse un poco como se sentía la propia Daidre: atrapada en el centro de atención, desnuda cuando se había esforzado muchísimo por fabricarse su ropa.
– Me gustaría retroceder en el tiempo -le dijo.
Ella lo miró y Thomas vio en su expresión que Daidre pensaba que hablaba de otra cosa.
– Claro que te gustaría -respondió-. Dios mío, ¿quién en tu situación no querría hacerlo?
– No por Helen, aunque lo daría casi todo por volver a tenerla conmigo si pudiera.
– ¿Entonces?
– Por esto. Por lo que te he ocasionado.
– Forma parte de tu trabajo -dijo ella.
Pero no era su trabajo. No era policía. Había dado la espalda a esa parte de su vida porque no podía soportarlo ni un segundo más, porque le había separado de Helen y si hubiera sabido cuántas horas estaría separado de ella y que cada una de esas horas estaban escurriéndose de un vaso que contenía los días que le quedaban de vida… Lo habría dejado de inmediato.
– No -dijo-. No forma parte de mi trabajo. No estaba aquí por eso.
– Bueno, te lo pidieron. Ella te lo pidió. No puedo imaginar que lo hicieras solo. Idear un plan, lo que fuera.
– Lo hice -lo dijo con fuerza y lamentó tener que decirlo-. Pero quiero que sepas que si hubiera sabido… Porque, verás, no te pareces a…
– ¿A ellos? ¿Soy más limpia? ¿Más culta? ¿Estoy más realizada? ¿Visto mejor? ¿Hablo mejor? Bueno, he tenido dieciocho años para olvidar eso… aquel terrible… quiero llamarlo «episodio», pero no fue un episodio. Era mi vida. Me convirtió en quien soy, independientemente de quién intente ser ahora. Este tipo de cosas nos definen, Thomas, y eso me definió a mí.
– Pensar eso invalida los últimos dieciocho años, ¿no crees? Invalida a tus padres, lo que hicieron por ti, lo mucho que te querían y cómo te integraron en su familia.
– Ya has conocido a mis padres. Ya has visto a mi familia. Y cómo vivíamos.
– Me refería a tus otros padres. Los que fueron tus padres tal como deben ser unos padres.
– Los Trahair, sí. Pero eso no cambia todo lo demás, ¿no? No puede. El resto es… El resto. Y está ahí y siempre lo estará.
– No es razón para avergonzarte.
Daidre lo miró. Había encontrado la estación de servicio que buscaba y había entrado en el patio, apagado el motor y puesto la mano en el tirador de la puerta. Él había hecho lo mismo, siempre caballeroso, porque no estaba dispuesto a permitir que fuera ella quien echara la gasolina.
– Verás, es justo eso -dijo Daidre.
– ¿El qué? -le preguntó él.
– Las personas como tú…
– No, por favor. No hay personas como yo. Sólo hay personas. Sólo la experiencia humana, Daidre.
– Las personas como tú -insistió ella a pesar de todo-, creen que es cuestión de vergüenza porque es lo que tú sentirías en las mismas circunstancias. Viajar de manera errante todo el tiempo, vivir la mayor parte del tiempo en un vertedero. Comida mala, ropa vieja, dientes flojos y huesos malformados. Ojos furtivos y la mano larga. ¿Por qué leer o escribir cuando puedes robar? Es lo que piensas y no te equivocas. Pero el sentimiento, Thomas, no tiene nada que ver con la vergüenza.
– ¿Entonces…?
– Pena. Tristeza. Como mi nombre.
– Somos iguales, pues, tú y yo, le dijo él. A pesar de las diferencias…
Daidre se rió con una sola nota cansada.
– No lo somos -contestó-. Imagino que jugabais a eso, tú, tu hermano, tu hermana y tus amigos. Tus padres incluso tal vez os encontraron una caravana gitana y la aparcaron en algún lugar escondido de la finca. Podíais ir allí y disfrazaros e interpretar el papel, pero no podíais vivirlo.