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Bajó del coche. Él también. Daidre se acercó a los surtidores y los examinó, como si intentara decidir qué tipo de gasolina necesitaba cuando seguramente sabía muy bien cuál usaba su coche. Mientras dudaba, Thomas cogió la manguera y empezó a llenar el depósito.

– Imagino que tu hombre lo hace por ti -dijo Daidre.

– Para -contestó él.

– No puedo evitarlo. Nunca podré evitarlo -explicó ella.

Sacudió la cabeza con fuerza, como para negar o borrar todo lo que quedaba sin decir entre ellos. Volvió a subir al coche y cerró la puerta. Thomas vio que Daidre miraba fijamente al frente, como si hubiera algo en la ventana de la tienda de la gasolinera que necesitaba memorizar.

Él fue a pagar. Cuando regresó, vio que había dejado unos billetes en su asiento para cubrir el coste de la gasolina. Los cogió, los dobló con cuidado y los metió en el cenicero vacío que había encima de la palanca de cambio.

– No quiero que pagues, Thomas -dijo.

– Lo sé, pero espero que puedas soportar que pienso hacerlo.

Daidre arrancó el motor y se reincorporaron a la carretera. Condujeron algunos minutos en silencio, flanqueados por la campiña y con la tarde envolviéndolos como un velo cambiante.

Al final, Thomas le dijo lo único que merecía la pena decirle, la única petición que tal vez le concediera en estos momentos. Ya se lo había preguntado en una ocasión y ella se había negado, pero le pareció que ahora reconsideraría su postura, aunque no sabría explicar por qué. Estaban dando botes por el aparcamiento del Salthouse Inn, donde habían comenzado el día, cuando habló una última vez.

– ¿Me llamarás Tommy? -volvió a preguntarle.

– No creo que pueda -contestó ella.

* * *

No tenía demasiada hambre, pero sabía que debía comer. Comer era vivir y le pareció que estaba condenado a vivir, al menos de momento. Después de ver marchar a Daidre, entró en el Salthouse Inn y decidió que podía enfrentarse a una comida en el bar, pero no en el restaurante.

Se agachó para pasar por la puerta baja y vio que Barbara Havers había tenido la misma idea. Se encontraba en el rincón abandonado de la chimenea, mientras que el resto de los clientes del bar abarrotaban los taburetes de las pocas mesas y la propia barra, detrás de la cual Brian servía pintas de cerveza.

Lynley fue a reunirse con ella y separó un taburete delante del banco que ocupaba la sargento, que levantó la vista de su comida. Pastel de carne picada con puré, vio. La guarnición obligatoria de zanahorias hervidas, coliflor hervida, brócoli hervido, guisantes de lata y patatas fritas. Había echado ketchup a todo, menos a las zanahorias y los guisantes, que había apartado a un lado.

– ¿No te insistía tu madre en que te comieras toda la verdura? -le preguntó.

– Es lo bueno de ser adulto -contestó ella mientras cogía puré y ternera picada con el tenedor-, puedes pasar de ciertos alimentos. -Masticó pensativamente y le observó-. ¿Y bien?

Lynley se lo contó. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que, sin preverlo ni esperarlo, había pasado a otra etapa del viaje en el que se había embarcado. Una semana atrás no habría hablado. O si lo hubiera hecho habría recurrido a un comentario con el que abreviar la conversación al máximo. Acabó diciendo:

– No he conseguido que entendiera que este tipo de cosas… el pasado, su familia o al menos las personas que le dieron la vida… en realidad no importan.

– Claro que no -dijo Havers cordialmente-. Por supuesto que no. No importan un pimiento, ni un bledo. Y, sobre todo, no le importan a alguien que no lo ha vivido nunca, amigo.

– Havers, todos tenemos algo en nuestro pasado.

– Ajá. De acuerdo. -Pinchó un poco de brócoli bañado en ketchup y retiró con cuidado cualquier guisante que se hubiera colado-. Pero no todos tenemos fuentes de plata en nuestra vida, ya me entiende. ¿Y qué es eso que ponen en el centro de las mesas de comedor? Ya sabe a qué me refiero, todo de plata con animales saltando, o parras y uvas o lo que sea, ya sabe.

– Un epergne -le contestó-. Se llama epergne. Pero no pensarás que algo tan absurdo como un objeto de plata…

– No es por la plata, sino por la palabra. ¿Entiende? Usted sabe cómo se llama. ¿Cree que ella lo sabe? ¿Cuántas personas en el mundo lo saben?

– Ésa no es la cuestión.

– Es justo la cuestión. Hay lugares adonde la plebe no va, señor, y su mesa es uno de ellos.

– Tú has comido en mi mesa.

– Yo soy una excepción. A su gente mi ignorancia les parece encantadora. «No puede evitarlo», piensa usted. «Pensad de dónde proviene», le dice a la gente. Es como decir: «La pobre es americana, no sabe hacerlo mejor».

– Havers, espera. No he pensado ni una sola vez…

– Da igual -dijo ella, blandiendo el tenedor hacia él. Ahora había cogido patatas fritas, aunque apenas se distinguían con todo el ketchup-. Verá, no me interesa. No me importa.

– Entonces…

– Pero a ella sí. Y ése es el problema: que le importe. Si no es así, puede nadar en la ignorancia o al menos fingir. Si le importa, se encuentra desenvolviéndose con torpeza con los cubiertos. Dieciséis cuchillos y veintidós tenedores, ¿por qué comen los espárragos con los dedos?

Havers se estremeció de manera teatral. Cogió más pastel de carne y la acompañó con lo que estaba bebiendo, cerveza al parecer. Lynley la miró y dijo:

– Havers, ¿son imaginaciones mías o esta noche has bebido más de la cuenta?

– ¿Por qué? ¿Hablo arrastrando las palabras?

– No exactamente, pero…

– Me lo merezco. Un buen trago. Quince si hace falta. No tengo que conducir y tendría que ser capaz de subir las escaleras. A duras penas.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Lynley, porque no era propio de Havers beber en exceso. Por lo general, sólo bebía una vez a la semana.

Entonces se lo contó. Jago Reeth, Benesek Kerne, la cabaña de Hedra -a la que se refirió como «una choza disparatada en el borde del acantilado donde podríamos habernos matado todos»- y el resultado, que no era ningún resultado en absoluto. Jonathan Parsons y Pengelly Cove, Santo Kerne y…

– ¿Me estás diciendo que ha confesado? -preguntó Lynley-. Qué extraordinario.

– Señor, no lo ha entendido. No ha confesado. Ha supuesto: ha supuesto esto y lo otro y al final ha salido de esa casucha y se ha largado. La venganza es dulce y toda esa mierda.

– ¿Y es todo? -dijo-. ¿Qué ha hecho Hannaford?

– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podría haber hecho nadie? Si fuera una tragedia griega, supongo que podríamos esperar que Tor le fulminara con un rayo en los próximos días, pero yo no contaría con ello.

– ¡Jesús! -dijo Lynley y, al cabo de un momento, añadió-: Zeus.

– ¿Qué?

– Zeus, Havers. Tor es nórdico. Zeus es griego.

– Lo que usted diga, señor. Yo pertenezco a la plebe, ya lo sabemos. La cuestión es ésta: los griegos no están involucrados en esto precisamente, así que el tío se ha librado. Hannaford tiene intención de seguir tras él, pero no tiene nada de nada, gracias a ese idiota de McNulty cuya única aportación parece ser un póster de surf; eso y revelar información cuando debía tener el pico cerrado. Es un desastre impresionante y me alegro de no ser yo la responsable.

Lynley soltó un suspiro.

– Qué horror para la familia -dijo.

– ¿Verdad? -contestó ella. Le examinó-. ¿Va a comer o qué, señor?

– Había pensado pedir algo -le dijo-. ¿Qué tal el pastel de carne?

– Es un pastel de carne. No se puede ser muy exigente cuando se pide pastel de carne en un bar, creo yo. Digámoslo así: Jamie Oliver no tiene de qué preocuparse esta noche.

Pinchó un poco con el tenedor y se lo dio a probar. Lynley lo cogió y lo cató. Podía comérselo, pensó. Empezó a levantarse para pedir en la barra. Los siguientes comentarios de Havers le detuvieron.