– ¿Puedo preguntarle algo? -dijo al fin.
– Por supuesto -contestó ella.
– ¿Por qué ha mentido?
Daidre oyó un zumbido inesperado en sus oídos. Repitió la última palabra, como si no le hubiera oído bien cuando le había oído perfectamente.
– Cuando hemos venido aquí antes, le ha dicho al dueño que el chico de la cala era Santo Kerne. Ha dicho su nombre, Santo Kerne. Pero cuando la policía le ha preguntado… -Thomas hizo un gesto, un movimiento que decía «termine usted el resto».
La pregunta recordó a Daidre que aquel hombre, desgreñado y sucio como iba, era policía, y un inspector, nada más y nada menos. A partir de este momento, debía andarse con muchísimo cuidado.
– ¿Eso he dicho? -preguntó.
– Sí. En voz baja, pero no lo suficiente. Y ahora le ha asegurado a la policía que no había reconocido al chico, dos veces como mínimo. Cuando han dicho su nombre, ha dicho que no lo conocía. Me pregunto por qué.
Thomas la miró y Daidre se arrepintió al instante de haberse ofrecido a llevarle a Casvelyn a comprar ropa por la mañana. Ese hombre era más de lo que parecía y no lo había visto a tiempo.
– Estoy aquí de vacaciones -contestó-. En ese momento me ha parecido lo que le he dicho a la policía: la mejor forma de garantizarme que tenía lo que he venido a buscar: vacaciones y descanso.
Lynley no dijo nada.
– Gracias por no traicionarme -añadió-. No podré evitar que lo haga más adelante cuando hable con ellos, por supuesto. Pero le agradecería que se planteara… Hay cosas que la policía no necesita saber de mí. Eso es todo, señor Lynley.
Él no respondió, pero no apartó la mirada y ella notó que el calor le subía por el cuello hasta las mejillas. Entonces, la puerta del hostal se abrió con un golpe. Un hombre y una mujer salieron haciendo eses en el viento. La mujer trastabilló y el hombre le pasó la mano por la cintura y le dio un beso. Ella lo apartó con un gesto juguetón. Él volvió a cogerla y se tambalearon en el viento hacia una hilera de coches.
Daidre los observó mientras Lynley la observaba a ella.
– Vendré a buscarle a las diez -dijo-. ¿Le va bien, señor Lynley?
El hombre tardó bastante en reaccionar. Daidre pensó que debía de ser un buen policía.
– Thomas -le dijo-. Llámame Thomas, por favor.
Era como una película antigua sobre el oeste americano, pensó Lynley. Entró en el bar del hostal, donde los habitantes del pueblo se reunían a beber, y se hizo el silencio. Se trataba de un rincón del mundo donde eras visitante hasta que te convertías en residente permanente y un recién llegado hasta que tu familia llevaba dos generaciones viviendo en el lugar, así que fue recibido como un extraño entre ellos. Pero era mucho más que eso: iba vestido con un mono blanco y sólo unos calcetines en los pies. No llevaba ningún abrigo con el que protegerse del frío, el viento y la lluvia, y por si aquello no bastaba para convertirle en una novedad -a menos que una novia vestida de blanco de los pies a la cabeza hubiera entrado en este local en el pasado- seguramente nadie recordaba que algo así hubiera ocurrido nunca.
El techo -con manchas de hollín de las chimeneas y del humo de los cigarrillos y cruzado con vigas de roble negro con medallones de latón clavados- estaba a menos de treinta centímetros de la cabeza de Lynley. En las paredes había una exposición de herramientas agrícolas antiguas, principalmente guadañas y horcas, y el suelo era de piedra irregular, picado, rallado, fregado. Los umbrales, hechos del mismo material que el suelo, estaban desgastados por cientos de años de entradas y salidas y la propia sala que definía el bar era pequeña y estaba dividida en dos secciones descritas por chimeneas, una grande y otra pequeña, que parecían encargarse más de convertir el aire en irrespirable que de calentar el lugar. El calor corporal de la gente se encargaba de eso.
Cuando había estado antes en el Salthouse Inn con Daidre Trahair, sólo había algún que otro bebedor de última hora de la tarde. Ahora ya se había presentado la concurrencia de la noche y Lynley tuvo que abrirse camino entre la gente y entre su silencio para llegar hasta la barra. Sabía que era más que su ropa lo que le convertía en objeto de interés. Estaba el tema nada baladí del olor que desprendía: ya llevaba siete semanas sin lavarse, sin afeitarse y sin cortarse el pelo.
El dueño -Lynley se acordaba de que Daidre Trahair se había dirigido a él como Brian- le recordaba al parecer de su anterior visita porque dijo de repente, rompiendo el silencio:
– ¿Era Santo Kerne el del acantilado?
– Me temo que no sé quién era. Pero era un chico joven, un adolescente o un poco mayor. Es lo único que puedo decirle.
Un murmullo nació y murió con aquellas palabras. Lynley oyó el nombre «Santo» repetido varias veces. Giró la cabeza. Docenas de ojos -jóvenes y viejos y de mediana edad- estaban clavados en él.
– El chico, Santo, ¿era conocido? -le preguntó a Brian.
– Vive por aquí cerca -fue su respuesta imprecisa. Aquél era el límite de lo que Brian parecía dispuesto a revelar a un desconocido-. ¿Ha venido a tomar algo? -le preguntó.
Cuando Lynley pidió una habitación en lugar de una copa, se percató de que Brian era reacio a darle alojamiento. Lo atribuyó a lo que seguramente era: la resistencia lógica a permitir que un desconocido desagradable como él accediera a las sábanas y almohadas de la posada. Sólo Dios sabía qué parásitos se arrastrarían por su cuerpo. Pero la novedad que representaba en el Salthouse Inn jugaba a su favor. Su aspecto se contradecía totalmente con su acento y su modo de hablar y si aquello no bastaba para convertirle en objeto de fascinación, estaba la cuestión intrigante de que hubiera encontrado el cadáver, que seguramente era el tema de conversación en el hostal antes de que entrara él.
– Una habitación pequeña sólo -fue la respuesta del dueño-. Pero todas son así, pequeñas. La gente no necesitaba demasiado espacio cuando se construyó el lugar, ¿verdad?
Lynley dijo que el tamaño no importaba y que se contentaría con lo que la posada pudiera ofrecerle. En realidad no sabía hasta cuándo necesitaría la habitación, añadió. Parecía que la policía iba a requerir su presencia hasta que se decidieran algunos temas sobre el joven de la cala.
Se levantó un murmullo al oír aquello. Era por la palabra «decidir» y todo lo que implicaba.
Brian utilizó la punta del zapato para abrir suavemente una puerta en el extremo opuesto de la barra y dirigió algunas palabras a la sala que había detrás. De ella apareció una mujer de mediana edad, la cocinera del hostal por el delantal blanco manchado que vestía, que estaba quitándose deprisa. Debajo, llevaba una falda negra, una blusa blanca y unos zapatos cómodos.
Ella lo acompañaría arriba a la habitación, le dijo. La mujer se mostró diligente, como si Lynley no tuviera nada de extraño. El cuarto, prosiguió, estaba encima del restaurante, no del bar. Vería que era tranquila. Era un buen lugar para dormir.
No esperó a que le respondiera. De todos modos, seguramente no le interesaba lo que pensara Lynley. Su presencia significaba clientes, y los clientes eran difíciles de encontrar hasta finales de primavera y el verano. Cuando los mendigos mendigaban, no podían elegir quién les daba de comer, ¿no?
La mujer avanzó hacia otra puerta en el extremo del bar que daba a un pasillo de piedra gélido. El restaurante del hostal se encontraba en una sala de este corredor, aunque dentro no había nadie, mientras que al fondo había una escalera, aproximadamente del ancho de una maleta, que ascendía al piso de arriba. Resultaba difícil imaginar cómo habían subido los muebles por ahí.
En el primer piso sólo había tres habitaciones y Lynley pudo elegir, aunque su guía-Siobhan Rourke dijo que se llamaba, la compañera de toda la vida de Brian, y de años de sufrimiento, al parecer- le recomendó la más pequeña, ya que era la que había mencionado que estaba encima del restaurante y era tranquila en esta época del año. Todas compartían el mismo baño, le informó, pero no debería importar porque no tenían ningún huésped más.