A Lynley le daba igual qué habitación le dieran, así que se quedó con la primera que abrió Siobhan. Aquella serviría, le dijo. Le parecía bien. No era mucho mayor que una celda, tenía una cama individual, un armario y un tocador encajado debajo de una minúscula ventana con bisagras y paneles emplomados. Su única concesión a las comodidades modernas eran un lavamanos en un rincón y un teléfono sobre el tocador. Este último objeto era una nota discordante en una habitación que podría haber sido la de una criada de hacía doscientos años.
Lynley sólo podía ponerse recto en el centro de la habitación. Al ver aquello, Siobhan dijo:
– En aquella época eran más bajos, ¿verdad? Tal vez no sea la mejor elección, ¿señor…?
– Lynley -contestó él-. No se preocupe. ¿El teléfono funciona?
Funcionaba, sí. ¿Siobhan podía traerle algo? Había toallas en el armario y jabón y champú en el baño -pareció animarle a que los usara- y si quería cenar, podían organizarlo aquí arriba o abajo en el comedor, naturalmente, si lo prefería. Se apresuró a añadir esto último aunque estaba bastante claro que cuanto más tiempo se quedara en su habitación, más contento estaría todo el mundo.
Lynley dijo que no tenía hambre, que era más o menos la verdad. Entonces Siobhan se marchó. Cuando cerró la puerta, él miró la cama. Hacía casi dos meses que no se tumbaba en una, y ni siquiera entonces había conseguido reposar demasiado. Cuando dormía, soñaba, y sus sueños le aterraban. No porque fueran inquietantes, sino porque terminaban. Descubrió que era mucho más soportable no dormir nada.
Como no tenía sentido retrasarlo más, se acercó al teléfono y marcó los números. Esperaba que no descolgaran, que contestara una máquina para poder dejar un mensaje breve sin establecer ningún contacto humano. Pero después de cinco tonos dobles, oyó su voz. No le quedó más remedio que hablar.
– Madre. Hola -dijo.
Al principio, ella no dijo nada y Thomas supo qué estaba haciendo: estaba de pie junto al teléfono en la sala de estar o tal vez en el salón de mañana o en cualquier otra estancia de la magnífica casa donde él había nacido y encontrado su maldición, llevándose una mano a los labios, mirando a quien estuviera con ella en el cuarto, que seguramente sería su hermano pequeño o tal vez el encargado de la finca o incluso su hermana, en el improbable caso de que todavía no hubiera regresado a Yorkshire. Y sus ojos -los de su madre- transmitirían la información antes de pronunciar su nombre. Es Tommy. Ha llamado. Gracias a Dios. Está bien.
– Cielo -dijo-. ¿Dónde estás? ¿Cómo estás?
– Me he encontrado con algo… -respondió-. Una situación en Casvelyn.
– Dios mío, Tommy. ¿Tanto has caminado? ¿Sabes lo…? -Pero no terminó la frase. Pretendía preguntar si sabía lo preocupados que estaban. Pero le quería y no le abrumaría más.
Como él también la quería, contestó de todas formas.
– Lo sé, ya lo sé. Por favor, entiéndelo. Me parece que no sé qué camino seguir.
Su madre sabía, naturalmente, que no se refería a su sentido de la orientación.
– Cielo, si pudiera hacer algo por quitarte esta carga de los hombros…
Apenas podía soportar la calidez de su voz, su compasión interminable, en especial cuando ella misma había soportado tantas tragedias a lo largo de los años.
– Sí, bueno… -Se aclaró la garganta con aspereza.
– Ha llamado gente; he hecho una lista. Y no han dejado de interesarse, como cabría esperar, ya sabes qué quiero decir: una llamada de vez en cuando y ya he cumplido con mi deber. No ha sido así. Todo el mundo está muy preocupado por ti. Te quieren muchísimo, cielo.
Lynley no quería oír aquello y tenía que conseguir que lo comprendiera. No era que no valorara la preocupación de sus amigos y colegas, era que su aflicción -y el hecho de que la expresaran- tocaba una herida tan abierta en su interior que cualquier roce era como una tortura. Por eso se había marchado de casa, porque en el sendero de la costa no había nadie en marzo y poca gente en abril, y aunque se cruzara con alguien en su caminata, esa persona no sabría nada de él, de por qué avanzaba sin parar día tras día o qué le había impulsado a tomar esa decisión.
– Madre… -le dijo.
Ella lo oyó en su voz, como madre que era.
– Cariño, lo siento. No hablo más del tema. -Su voz se alteró, se volvió más formal, algo que Thomas agradeció-. ¿Qué ha pasado? Estás bien, ¿verdad? ¿No te has hecho daño?
No, le dijo. No se había hecho daño. Pero había topado con alguien que sí. Parecía que había sido el primero en encontrarlo: un chico que había muerto al caer de uno de los acantilados. La policía estaba investigando, y como había dejado en casa todo lo que pudiera identificarle… ¿Podía mandarle su cartera?
– Es una mera formalidad, diría yo. Están arreglándolo todo. Parece un accidente, pero, obviamente, hasta que lo confirmen, no quieren que me vaya. Y quieren que demuestre que soy quien digo ser.
– ¿Saben que eres policía, Tommy?
– Uno sí, al parecer. Por otro lado, sólo les he dicho mi nombre.
– ¿Nada más?
– No. -Se habría transformado todo en un melodrama victoriano: «Señor mío (o en este caso, señora), ¿sabe con quién está hablando?». Primero habría nombrado su rango y si aquello no impresionaba, lo intentaría con el título nobiliario. Aquello sí habría provocado alguna reverencia, como mínimo, aunque la inspectora Hannaford no parecía ser de las que hacían reverencias-. Así que no están dispuestos a aceptar mi palabra, y es lógico. Yo no la aceptaría. ¿Me mandarás la cartera?
– Por supuesto. Enseguida. ¿Quieres que Peter coja el coche y te la lleve por la mañana?
No creía que pudiera soportar la preocupación angustiada de su hermano.
– No le molestes con eso. Échala en el correo y ya está.
Le dijo dónde estaba y ella le preguntó -como madre que era- si el hostal era agradable, como mínimo, si la habitación era confortable, si la cama era adecuada para él. Lynley le contestó que todo estaba bien. Le dijo que, en realidad, estaba deseando darse un baño.
Su madre se tranquilizó al oír aquello, aunque no se quedó totalmente satisfecha. Si bien el deseo de darse un baño no indicaba necesariamente que deseara continuar viviendo, al menos declaraba una voluntad de seguir tirando un tiempo más. Eso serviría. Colgó después de decirle que se diera un buen remojo, largo y placentero, y oírle decir que darse un buen remojo, largo y placentero, era lo que tenía en mente.
Dejó el teléfono sobre el tocador. Dio la espalda a la mesa y, como no le quedaba más remedio, miró la habitación, la cama, el lavamanos minúsculo en el rincón. Se percató de que estaba bajo de defensas -la conversación con su madre había contribuido a ello- y que de repente su voz estaba con él. No la voz de su madre, sino la de Helen. «Es un poco monástica, ¿verdad, Tommy? Me siento como una monja decidida a ser casta, pero enfrentada a la terrible tentación de ser muy, muy mala.»
La oyó con muchísima claridad. Esa cualidad tan típica de Helen: el disparate que lo sacaba de su ensoñación cuando más necesitaba que lo sacaran. Era así de intuitiva. Lo miraba un instante por la noche y sabía exactamente qué debía hacer. Era su don: un talento para la observación y la perspicacia. A veces era el roce de su mano en la mejilla y dos palabras: «Cuéntame, cariño». Otras veces era la frivolidad superficial lo que disipaba la tensión y le arrancaba una carcajada.
– Helen -murmuró en el silencio, pero fue lo único que dijo y, sin duda, lo máximo que, de momento, podía expresar sobre lo que había perdido.