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Daidre no regresó a la cabaña cuando dejó a Thomas Lynley en el Salthouse Inn, sino que condujo hacia el este. La ruta que tomó serpenteaba como una cinta tirada por el campo brumoso. Pasaba por varias aldeas donde las lámparas iluminaban las ventanas en la oscuridad, luego se adentraba en dos bosques. El camino dividía una granja de sus edificios anexos y, al final, desembocaba en la A388. Cogió la carretera hacia el sur y salió a una vía secundaria que avanzaba hacia el este a través de pastos donde pacían las ovejas y las vacas lecheras. La abandonó al encontrar un cartel que decía Cornish Gold. Las visitas son bienvenidas.

Cornish Gold estaba a unos ochocientos metros por un sendero muy estrecho, una finca de manzanares enormes circunscrita por plantaciones de ciruelos, estos últimos sembrados años atrás para crear una protección contra el viento. Los manzanos comenzaban en la cima de una colina y se extendían hacia el otro lado en un despliegue impresionante de superficie cultivada. Delante, en terrazas, había dos viejos graneros de piedra y, enfrente, una fábrica de sidra se erigía a un lado de un patio adoquinado. En el centro, un corral formaba un cuadrado perfecto, y dentro, resollaba y bufaba la razón por la que Daidre visitaba el lugar, en caso de que alguien que no fuera la propietaria de la granja le preguntara. Esta razón era un cerdo, un enorme Gloucester Old Spot muy antipático que había sido clave para que Daidre y la propietaria de la sidrería se conocieran poco después de que la mujer llegara a estos lares, un viaje que había realizado a lo largo de treinta años desde Grecia a Londres y a St. Ives y la granja.

A un lado del corral, Daidre encontró al cerdo esperando. Se llamaba Stamos, por el ex marido de la propietaria. El Stamos porcino, nada estúpido y siempre optimista, había anticipado la razón de la visita de Daidre y había colaborado acercándose pesadamente a la valla en cuando ella entró en el patio. Sin embargo, esta vez no llevaba nada para él. Meter pieles de naranja en su bolso mientras estaba en la cabaña le pareció una actividad cuestionable en presencia de la policía, decidida a observar y fijarse en los movimientos de todo el mundo.

– Lo siento, Stamos -dijo-. Pero echemos un vistazo a la oreja igualmente. Sí, sí. Es una mera formalidad, estás casi recuperado y lo sabes. Eres demasiado listo, ¿verdad?

El cerdo solía morder, así que tuvo cuidado. También miró a su alrededor en el patio para ver quién podía estar observándola porque, en cualquier caso, había que ser diligente. Pero no había nadie y era razonable, ya que era tarde y todos los empleados de la granja se habrían ido a casa hacía rato.

– Ya está perfecta -le dijo al cerdo.

Cruzó el resto del patio donde un arco conducía a una huerta pequeña empapada de agua por la lluvia. Desde allí siguió un sendero de ladrillo -irregular, lleno de maleza y encharcado- hasta una bonita casita blanca de la que provenía el sonido de una guitarra clásica a rachas. Aldara debía de estar practicando, lo cual era bueno, porque significaba que estaba sola.

Los acordes pararon al instante cuando Daidre llamó a la puerta. Unos pasos avanzaron deprisa por el suelo de madera.

– ¡Daidre! ¿Qué diablos…? -La luz interior de la cabaña iluminaba a Aldara Pappas desde atrás, así que Daidre no podía verle la cara. Pero sabía que sus preciosos ojos oscuros mostrarían especulación y no sorpresa, a pesar de su tono de voz. Aldara retrocedió diciendo-: Pasa. Eres muy bienvenida. Qué sorpresa tan agradable que hayas venido a romper el tedio de esta noche. ¿Por qué no me has llamado desde Bristol? ¿Vas a quedarte muchos días?

– Lo he decidido de repente.

Dentro hacía bastante calor, como le gustaba a Aldara. Todas las paredes estaban encaladas y en cada una de ellas colgaban cuadros de colores vivos de paisajes escarpados, áridos y con casas blancas, pequeñas construcciones con tejas en los tejados y ventanas de guillotina repletas de flores, con asnos pegados plácidamente a las paredes y niños de pelo oscuro jugando en el barro delante de las puertas. Los muebles de Aldara eran sencillos y escasos. Sin embargo, las sillas estaban tapizadas en azul y amarillo intensos y una alfombra roja cubría parte del suelo. Sólo faltaban las lagartijas, sus pequeños cuerpos curvados contra la superficie de aquello a lo que pudieran aferrarse con sus patitas succionadoras.

Sobre una mesita de café delante del sofá descansaba un cuenco de fruta y una bandeja de pimientos asados, aceitunas griegas y queso: feta, sin duda. Una botella de vino tinto aguardaba a ser abierta. Dos copas de vino, dos servilletas, dos platos y dos tenedores estaban cuidadosamente dispuestos. Aquello revelaba la mentira de Aldara. Daidre la miró y levantó una ceja.

– Sólo era una mentirijilla social. -Como siempre, Aldara no se sentía incómoda en absoluto por que la hubieran pillado-. Si hubieras entrado y visto esto, no te habrías sentido bienvenida, ¿verdad? Y tú siempre eres bienvenida en mi casa.

– Como cualquier otra persona esta noche, al parecer.

– Tú eres mucho más importante que cualquier otra persona. -Como para enfatizar sus palabras, Aldara se acercó a la chimenea, donde la leña estaba preparada y sólo había que utilizar las cerillas. Encendió una en la parte inferior de la repisa y la acercó al papel arrugado debajo de los troncos. Era madera de manzano, seca y guardada para hacer fuego cuando se podaban los árboles.

Los movimientos de Aldara eran sensuales, pero no estudiados. Desde que la conocía, Daidre se había percatado de que Aldara era sensual simplemente por ser ella. Se reía y decía «lo llevo en la sangre», como si ser griega significara ser seductora. Pero era algo más que la sangre lo que hacía que fuera cautivadora: era la confianza, la inteligencia y la ausencia total de miedo. Esta última cualidad era lo que Daidre más admiraba de ella, aparte de su belleza; tenía cuarenta y cinco años y parecía diez años más joven. Daidre tenía treinta y uno y como su piel no era aceitunada como la de la otra mujer, sabía que no correría la misma suerte dentro de catorce años.

Después de encender el fuego, Aldara se acercó al vino y lo descorchó, como para subrayar la afirmación de que Daidre era un invitado tan valorado e importante como quienquiera que estuviera esperando en realidad. Llenó las copas diciendo:

– Es fuerte, nada de ese francés suave. Ya lo sabes, me gusta que el vino desafíe al paladar. Así que come un poco de queso para acompañar o te arrancará el esmalte de los dientes.

Le entregó una copa y cogió un trozo de queso que se metió en la boca. Se lamió los dedos despacio, luego guiñó un ojo a Daidre, mofándose de sí misma.

– Delicioso -dijo-. Me lo ha enviado mamá desde Londres.

– ¿Cómo está?

– Aún busca a alguien que mate a Stamos, naturalmente. Sesenta y dos años y nadie guarda rencor como mamá. Me dice: «Higos. Le mandaré higos a ese demonio. ¿Se los comerá, Aldara? Los rellenaré de arsénico. ¿Tú qué crees?». Yo le digo que se lo quite de la cabeza. Sí, se lo digo. «No malgastes tus energías en ese hombre. Han pasado nueve años, mamá, es tiempo suficiente para desearle mal a nadie.» Y me contesta, como si yo no hubiera dicho nada: «Mandaré a tus hermanos a que le maten». Luego se pone a insultarle en griego un rato, pagando yo, naturalmente, porque soy yo quien la llama cuatro veces a la semana, como la hija obediente que siempre he sido. Cuando acaba, le digo que al menos mande a Nikko si verdaderamente tiene intención de matar a Stamos porque él es el único de mis hermanos que sabe utilizar bien una navaja y disparar un arma. Entonces se echa a reír, se pone a contarme una historia sobre uno de los hijos de Nikko y ya está.

Daidre sonrió. Aldara se dejó caer en el sofá, se quitó los zapatos de una patada y se sentó sobre sus piernas. Llevaba un vestido color caoba, el dobladillo como un pañuelo, el escote de pico hacia sus pechos. No tenía mangas y era de un material más adecuado para el verano en Creta que para la primavera en Cornualles. No le extrañaba que hiciera tanto calor en el salón.