Daidre cogió el vino y un trozo de queso como le había indicado su amiga. Aldara tenía razón: el vino era fuerte.
– Creo que lo criaron quince minutos -le dijo Aldara-. Ya conoces a los griegos.
– Tú eres la única griega que conozco -dijo Daidre.
– Qué triste. Pero las griegas son mucho más interesantes que los griegos, así que conmigo tienes lo mejor. No has venido por Stamos, ¿verdad? Me refiero al cerdo con c minúscula, no al Stamos con C mayúscula.
– He pasado a verle. Tiene las orejas curadas.
– Deberían estarlo, he seguido tus instrucciones. Está como nuevo. También me pide una novia, aunque lo último que quiero es una docena de cochinillos pegados a mis tobillos. No me has contestado, por cierto.
– ¿No?
– No. Me encanta verte, como siempre, pero hay algo en tu cara que me dice que has venido por un motivo concreto. -Cogió otro trozo de queso.
– ¿A quién estás esperando? -preguntó Daidre.
La mano de Aldara, que se llevaba el queso a la boca, se detuvo. La mujer ladeó la cabeza y miró a Daidre.
– Esa clase de pregunta no es nada propia de ti -señaló.
– Lo siento, pero…
– ¿Qué?
Daidre se aturulló, y odiaba esa sensación. Su experiencia vital -por no mencionar sexual y emocional- contrapuesta a la de Aldara era la de una persona tremendamente inexperta y aún más insegura. Cambió de tema. Lo hizo sin rodeos, puesto que era la única arma que poseía.
– Aldara, Santo Kerne ha muerto.
– ¿Qué has dicho?
– ¿Me lo preguntas porque no me has oído o porque quieres pensar que no me has oído?
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Aldara, y a Daidre le complació ver que dejaba el trozo de queso en la bandeja, intacto.
– Al parecer estaba escalando.
– ¿Dónde?
– En el acantilado de Polcare Cove. Ha caído y se ha matado. Un hombre que caminaba por el sendero de la costa lo ha encontrado. Ha ido a la cabaña.
– ¿Estabas ahí cuando pasó?
– No. He llegado de Bristol esta tarde. Cuando he entrado en casa, el hombre estaba dentro buscando un teléfono. Me lo he encontrado allí.
– ¿Te has encontrado a un hombre dentro de casa? Dios mío, qué miedo. ¿Cómo ha…? ¿Ha encontrado la copia de la llave?
– Ha roto una ventana para entrar. Me ha dicho que había un cuerpo en las rocas y he ido a verlo con él. Le he dicho que era médico…
– Y lo eres. Quizás habrías podido…
– No. No es eso. Bueno, en cierto modo sí, porque podría haber hecho algo, supongo.
– No debes suponerlo, Daidre. Has recibido una buena educación, estás cualificada. Has conseguido un trabajo de una responsabilidad enorme y no puedes decir…
– Aldara. Sí, muy bien, ya lo sé. Pero era más que el deseo de ayudar. Quería verle. Tenía un presentimiento.
Aldara no dijo nada. La savia de uno de los troncos crujió y el sonido atrajo su atención hacia el fuego. Lo miró largamente, como si comprobara que los troncos permanecían donde los había colocado al principio.
– ¿Creías que podría ser Santo Kerne? -dijo al fin-. ¿Por qué?
– Es obvio, ¿no?
– ¿Por qué es obvio?
– Aldara, ya lo sabes.
– No lo sé. Dímelo.
– ¿Debo?
– Por favor.
– Eres…
– No soy nada. Dime lo que quieras decirme sobre por qué las cosas son tan obvias para ti, Daidre.
– Porque incluso cuando uno cree que se ha ocupado de todo, incluso cuando cree que ha puesto todos los puntos sobres las íes, que ha dado los últimos retoques; incluso cuando cree que todas las frases tienen su punto final…
– Te estás poniendo pesada -señaló Aldara.
Daidre respiró hondo.
– Una persona ha muerto. ¿Cómo puedes hablar así?
– De acuerdo. «Pesada» no es la palabra correcta. «Histérica» es mejor.
– Estamos hablando de un ser humano, un adolescente; no tenía ni diecinueve años. Y ha muerto en las rocas.
– Ahora sí que estás histérica.
– ¿Cómo puedes ser así? Santo Kerne está muerto.
– Y lo siento. No me gusta pensar que un chico tan joven se haya caído de un acantilado y…
– Eso si se ha caído, Aldara.
La mujer alargó la mano a la copa de vino. Daidre se fijó -como hacía a veces- en que sus manos eran lo único que no tenía bonito. La propia Aldara las llamaba «manos de campesino», hechas para restregar la ropa en las rocas de un arroyo, para amasar pan, para trabajar la tierra. Con sus dedos fuertes y gruesos y las palmas anchas, no eran manos hechas para una profesión delicada.
– ¿Por qué dices «si se ha caído»? -preguntó.
– Ya sabes la respuesta.
– Pero dices que estaba escalando. No pensarás que alguien…
– Alguien no, Aldara. ¿Santo Kerne? ¿Polcare Cove? No es difícil adivinar quién podría haberle hecho daño.
– No digas tonterías. Ves demasiadas películas. El cine hace que la gente crea que los demás actúan como si estuvieran interpretando un papel escrito en Hollywood. Que Santo Kerne se cayera mientras hacía escalada…
– ¿No es un poco extraño? ¿Por qué iba a escalar con este tiempo?
– Me lo preguntas como si esperaras que supiera la respuesta.
– Por el amor de Dios, Aldara…
– Basta. -Aldara dejó la copa de vino con firmeza sobre la mesa-. Yo no soy tú, Daidre. Nunca me he sentido como… como… Oh, cómo lo diría… intimidada por los hombres como tú, no tengo esa sensación de que de algún modo son más importantes de lo que son, que son necesarios en la vida, esenciales para que una mujer esté completa. Siento muchísimo que el chico haya muerto, pero no tiene nada que ver conmigo.
– ¿No? ¿Y este…? -Daidre señaló las dos copas de vino, los dos platos, los dos tenedores, la repetición infinita de lo que debería haber sido pero que nunca acababa de ser el número dos. Y también estaba el tema de la ropa que llevaba Aldara: el vestido vaporoso que abrazaba y soltaba sus caderas cuando se movía, los zapatos que había elegido con la parte de los dedos demasiado abierta y los tacones demasiado altos para resultar prácticos en una granja, los pendientes que resaltaban su largo cuello. La mente de Daidre no albergaba ninguna duda de que las sábanas de la cama de Aldara estarían recién lavadas y olerían a lavanda y de que habría velas preparadas para encender en el dormitorio.
En estos momentos había un hombre de camino a su casa que estaba pensando en quitarle la ropa y preguntándose cuánto tardaría en poder ir al grano con ella después de llegar. Pensaba en cómo iba a hacérselo -fuerte o con ternura, contra la pared, en el suelo, en una cama- y en qué postura, y si estaría a la altura para hacerlo más de dos veces porque sabía que sólo dos no bastarían, no para una mujer como Aldara Pappas: desenfadada, sensual, dispuesta. Tenía que darle lo que buscaba porque si no lo descartaría, y no quería que eso sucediera.
– Creo que vas a verlo de otro modo, Aldara. Verás que esto… lo que le ha pasado a Santo… lo que sea que le ha pasado…
– Qué tontería -la interrumpió Aldara.
– ¿Ah, sí? -Daidre puso la palma de la mano en la mesa, entre las dos. Repitió la pregunta anterior-: ¿A quién estás esperando esta noche?
– No es de tu incumbencia.
– ¿Te has vuelto loca? He tenido a la policía en mi casa.
– Y eso te preocupa. ¿Por qué?
– Porque me siento responsable. ¿Tú no?
Aldara pareció meditar la pregunta porque tardó un momento en contestar.
– En absoluto.
– ¿Eso es todo?
– Supongo.
– ¿Por esto? ¿El vino, el queso, el fuego acogedor? ¿Vosotros dos, sea quien sea?