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Su intención era escuchar junto a la puerta de Lew, pero descubrió que no iba a ser necesario. Apenas había llegado al último escalón cuando oyó que Lew alzaba la voz y constató que la conversación iba mal. Las últimas palabras de su padre consistieron básicamente en: «Ione… Por favor, escúchame… Tantas cosas en la cabeza… Saturado de trabajo… Lo olvidé por completo… Porque estoy fabricando una tabla, Ione, y tengo casi dos docenas más… Sí, sí. Lo siento mucho, pero en realidad no me dijiste… Ione…».

Eso fue todo. Luego silencio. Cadan se acercó a la puerta de la habitación de su padre. Lew estaba sentado en el borde de la cama. Tenía una mano sobre el auricular del teléfono, que acababa de posar sobre la horquilla. Miró a Cadan pero no habló, sino que se levantó y fue a por su chaqueta, que había lanzado sobre el asiento de una silla en un rincón del cuarto. Comenzó a ponérsela. Al parecer, volvía a salir.

– ¿Qué pasa? -dijo Cadan.

Lew no le miró mientras contestaba.

– Ya ha tenido suficiente. Me ha dejado.

Parecía… Cadan pensó en ello. ¿Apenado? ¿Cansado? ¿Afligido? ¿Aceptando el hecho de que mientras uno no cambiara, el pasado predeciría con exactitud el futuro?

– Bueno, la has fastidiado -dijo Cadan filosóficamente- al olvidarte de ella y todo eso.

Lew se tocó los bolsillos como si buscara algo.

– Sí, cierto. Bueno, no ha querido escucharme.

– ¿El qué?

– Habíamos quedado para cenar pizza, Cade. Eso es todo. Pizza. ¿Cómo puede esperar que recuerde que habíamos quedado para cenar pizza?

– Qué frío eres, ¿no?

– Tampoco es asunto tuyo.

Cadan sintió que el estómago se le tensaba y le ardía.

– Bueno, supongo que no. Pero cuando quieres que entretenga a tu novia mientras tú estás por ahí, haciendo lo que sea, sí que es asunto mío.

Lew dejó caer la mano de los bolsillos.

– Dios mío -dijo-. Yo… Lo siento, Cade. Estoy de los nervios. Están pasando muchas cosas. No sé cómo explicártelo.

Pero ése era el problema, pensó Cadan. ¿Qué estaba pasando? Cierto, Will Mendick les había dicho que Santo Kerne había muerto -y sí, era una desgracia, ¿no?-, pero ¿por qué la noticia tenía que sumir sus vidas en el caos, en el caso que lo que estuvieran viviendo fuera en efecto un caos?

* * *

Habían construido el cuarto del material de Adventures Unlimited en un antiguo comedor que había sido un salón de baile durante los años de apogeo del hotel de la Colina del Rey Jorge, un apogeo que alcanzó en el periodo de entreguerras.

Cuando Ben Kerne se encontraba en el cuarto del material, a menudo intentaba imaginar cómo habría sido cuando el parqué brillaba, las arañas de luces relucían en el techo y las mujeres flotaban con sus ligeros vestidos de verano en los brazos de los hombres con trajes de lino. Bailaban con una inconsciencia alegre, pues creían que la guerra que iba a poner fin a todas las guerras había terminado, en efecto, con todas las guerras. Descubrieron que se equivocaban, y demasiado pronto, pero pensar en ellos siempre le relajaba, igual que la música que Ben imaginaba que escuchaban: la orquesta tocaba mientras los camareros con guantes blancos ofrecían sándwiches en bandejas de plata. Pensaba en los bailarines -casi podía ver sus fantasmas- y se sentía conmovido por las épocas pasadas. Pero al mismo tiempo siempre sentía consuelo. La gente entraba y salía del Rey Jorge y la vida continuaba.

Ahora, en el cuarto del material, sin embargo, los bailarines de 1933 no invadieron la mente de Ben Kerne. Estaba delante de una hilera de vitrinas, una de las cuales había abierto. Dentro, el material de escalada estaba colgado de unos ganchos, dispuesto ordenadamente en contenedores de plástico y enrollado en estantes. Cuerdas, arneses, eslingas, anclajes y aparatos de leva, cuñas, mosquetones… de todo. Su equipo lo guardaba en otra parte porque le resultaba incómodo tener que bajar aquí a coger lo que quería llevarse si tenía la tarde libre para ir a escalar. Pero el material de Santo ocupaba un lugar destacado y, encima, el propio Ben había clavado orgullosamente un cartel que ponía: No coger. Instructores y alumnos por igual debían saber que aquellas herramientas eran sagradas, la acumulación de tres Navidades y cuatro cumpleaños.

Ahora, sin embargo, no había nada. Ben sabía qué significaba aquello. Comprendió que la ausencia del material de Santo constituía el último mensaje del chico a su padre y sintió su impacto, igual que sintió el peso y experimentó la iluminación repentina que también proporcionaba su mensaje: aquello lo habían provocado sus comentarios -hechos sin pensar y nacidos de un fariseísmo testarudo-. A pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de que él y Santo no podían ser más distintos en todo, desde la personalidad al aspecto físico, la historia se repetía en la forma, aunque no en el fondo. Su propia historia hablaba de obcecación, destierro y años de alejamiento. Ahora la de Santo hablaba de censura y muerte. No con muchas palabras sino con el reconocimiento sincero de un pesar que le había llevado a formular una única pregunta maldita, tan alto como si Ben la hubiera gritado: «¿Cómo puedes ser tan miserable para haber hecho algo así?».

Santo habría interpretado aquella pregunta tácita como lo que era, y seguramente cualquier hijo de cualquier padre habría hecho lo mismo y reaccionado con la misma indignación que había llevado a Santo a los acantilados. El propio Ben había reaccionado contra su padre prácticamente del mismo modo a más o menos su misma edad: «Hablas de ser un hombre, yo te enseñaré lo que es ser un hombre».

Pero la razón subyacente de la relación que tenían Ben y Santo seguía pendiente de análisis, aunque no hacía falta abordar en absoluto el porqué superficial del tema, porque Santo sabía exactamente cuál era. Por otro lado, la razón histórica de su relación era demasiado aterradora para planteársela. En lugar de hacerlo, Ben sólo se repetía que Santo era, siempre y simplemente, quien era.

– Pasó y punto -le había confesado Santo a Ben-. Mira, yo no quiero…

– ¿Tú? -dijo Ben, incrédulo-. No sigas, porque lo que quieras no me interesa. Pero lo que has hecho, sí. Lo que has conseguido. La suma total de tu maldito interés personal…

– ¿Por qué demonios te importa tanto? ¿Qué más te da? Si hubiera que arreglar algo, lo habría arreglado, pero no había nada. No hay nada. Nada, ¿vale?

– Los seres humanos no son algo que haya que arreglar. No son pedazos de carne. No son mercancías.

– Estás manipulando mis palabras.

– Tú estás manipulando la vida de las personas.

– Eres injusto. Eres muy injusto, joder.

Como comprobaría que era la mayor parte de la vida, pensó Ben, aunque Santo no vivió lo suficiente para descubrirlo.

¿Y de quién era la culpa, Benesek?, se preguntó. ¿El momento valía el precio que estaba pagando?

Ese momento había sido un solo comentario, que en parte nacía de la rabia pero que en su mayor parte era puro miedo: «Injusto es tener un hijo inútil como tú». Una vez dichas, las palabras quedaron ahí, como pintura negra lanzada en una pared blanca. Su castigo por haberlas pronunciado iba a ser el recuerdo de esa afirmación desgraciada y lo que habían provocado: la cara pálida de Santo y el hecho de que un padre hubiera girado la espalda a su hijo. «Quieres que sea un hombre, yo te enseñaré qué es ser un hombre. Al cien por cien, si debo hacerlo. Pero te lo enseñaré».

Ben no quería pensar en lo que había dicho. De hecho, prefería no volver a pensar en nada nunca más. Su mente quedaría en blanco y así permanecería, permitiéndole pasar por la vida hasta que su cuerpo se extenuara y le reclamara el descanso eterno.

Cerró el armario y volvió a colocar el candado en su sitio. Respiró despacio por la boca hasta que logró dominarse y dejaron de removérsele las tripas. Entonces fue al ascensor y lo llamó. El aparato descendió a una velocidad digna y antigua que concordaba con su calado de hierro abierto. Paró con un crujido y lo llevó a la última planta del hotel, donde estaba el piso de la familia y donde esperaba Dellen.