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No acudió a ver a su esposa de inmediato, sino que primero fue a la cocina. Allí, Kerra estaba sentada a la mesa con su pareja. Alan Cheston la observaba y Kerra escuchaba con la cabeza ladeada en dirección a los cuartos. Ben sabía que estaba esperando una señal de cómo iban a ser las cosas.

Su mirada registró a su padre cuando apareció en la puerta. Los ojos de Ben preguntaron. Ella contestó.

– Todavía -fue su respuesta.

– Bien -dijo él.

Se acercó a los fogones. Kerra había puesto el hervidor en el fuego, aún encendido, tan bajo que el vapor escapaba sin hacer ruido y el agua no arrancaba a hervir. Había sacado cuatro tazas, cada una contenía una bolsita de té. Ben vertió el agua en dos de ellas y se quedó ahí plantado, observando cómo se preparaba la infusión. Su hija y su novio estaban en silencio, pero notaba que le clavaban sus ojos y percibía las preguntas que querían formularle. No sólo acerca de él, sino también de cada uno de ellos. Había temas que tratar en cada rincón.

No soportaba la idea de tener que hablar, así que cuando el té se oscureció lo suficiente, echó leche y añadió azúcar a uno y nada al otro. Se los llevó de la cocina y dejó uno momentáneamente en el suelo, delante de la puerta de Santo, que estaba cerrada pero no con llave. La abrió y entró, a oscuras con las dos tazas de té que sabía que ninguno de los dos podría ni querría beber.

Dellen no había encendido las luces y como la habitación de Santo estaba en la parte trasera del hotel, las farolas del pueblo no iluminaban la oscuridad del cuarto. Enfrente de la extensión curvada de la playa de St. Mevan, las luces al final del rompeolas y encima de la esclusa del canal brillaban a través del viento y la lluvia, pero no conseguían expulsar la penumbra de allí. Sin embargo, un haz de luz blanca procedente del pasillo caía en la alfombra de retales sobre el suelo del dormitorio. Ben vio que su mujer se había acurrucado en posición fetal encima de ella. Había arrancado las sábanas y mantas de la cama de Santo y se había tapado. La mayor parte de su cara estaba ensombrecida, pero allí donde no, Ben vio que su expresión era glacial. Se preguntaba si el pensamiento que ocupaba su mente era: «Si hubiera estado aquí… Si no hubiera estado fuera todo el día…». Lo dudaba. Arrepentirse nunca había sido el estilo de Dellen.

Ben cerró la puerta con el pie y Dellen se revolvió. Creyó que iba a hablar, pero se subió las mantas hasta la cara. Se las llevó a la nariz para absorber el olor de Santo. Actuaba como una madre animal y, como un animal, funcionaba por instinto. Había sido su atractivo desde el día que la conoció: cuando ambos eran adolescentes, uno de ellos cachondo y la otra dispuesta.

Lo único que sabía Dellen por ahora era que Santo había muerto, que la policía había ido a verles, que una caída se lo había llevado y que la caída se había producido durante una escalada en un acantilado. Ben no le avanzó más información porque Dellen dijo «¿una escalada?», tras lo cual interpretó la expresión de su marido como siempre había podido hacer y dijo «tú le has hecho esto».

Eso había sido todo. Se quedaron en la recepción del viejo hotel porque Ben no consiguió que entrara más. Cuando Dellen cruzó la puerta, vio al momento que algo pasaba y exigió saberlo, no para eludir la pregunta obvia de dónde había estado ella tantas horas -no creía que nadie tuviera derecho realmente a saberlo-, sino porque lo que pasaba era mucho más importante que saciar la curiosidad sobre su paradero. Ben intentó que subiera al salón, pero ella se mantuvo inflexible, así que se lo dijo allí mismo.

Dellen se acercó a las escaleras. Se detuvo momentáneamente en el escalón de abajo y se agarró a la barandilla como para no caerse. Luego subió.

Ahora, Ben dejó el té con leche y azúcar en el suelo cerca de su cabeza y se sentó en el borde de la cama de Santo.

– Me estás culpando -dijo ella-. Me echas tanto la culpa que apestas, Ben.

– No te culpo. No sé por qué piensas eso.

– Lo pienso porque estamos aquí, en Casvelyn. Fue todo por mí.

– No. Fue por todos nosotros. Yo también estaba cansado de Truro, ya lo sabes.

– Tú te habrías quedado en Truro toda la vida.

– No es así, Dellen.

– Y si estabas cansado, cosa que no me creo, no tenía que ver contigo, ni con Truro, ni con ninguna ciudad. Siento tu odio, Ben. Huele como una alcantarilla.

Él no dijo nada. Fuera, una ráfaga de viento golpeó el lateral del edificio y las ventanas vibraron. Se avecinaba un temporal violento. Ben reconocía las señales. Soplaba viento de mar: traería una lluvia más fuerte del Atlántico. Todavía no habían dejado atrás la época de las tormentas.

– He sido yo -dijo-. Tuvimos unas palabras. Dije algunas cosas…

– Oh, me imagino que sí. Ben el Bueno. Eres un maldito santo.

– No tiene nada de santo salir adelante. No tiene nada de santo aceptar…

– Las cosas no eran así entre mi hijo y tú, no te creas que no lo sé. Eres un cabronazo.

– Ya sabes por qué. -Ben dejó su taza de té en la mesita de noche. Entonces, deliberadamente, encendió la lámpara. Si Dellen le miraba, quería que fuera capaz de verle la cara e interpretar su mirada. Quería que supiera que decía de verdad-. Le dije que debía tener más cuidado. Le dije que las personas son reales, no un juguete. Quería que comprendiera que la vida consiste en algo más que buscar su propio placer.

La voz de Dellen estaba cargada de desprecio.

– Como si él viviera así.

– Sabes que sí. La gente se le da bien, toda. Pero no puede dejar que eso… que ese don suyo provoque que alguien haga daño a otras personas o que él haga sufrir a los demás. No quiere ver…

– ¿No quiere? Está muerto, Ben. Ya no quiere nada.

Ben creyó que Dellen rompería a llorar de nuevo, pero no.

– No es ninguna vergüenza enseñar a los hijos a actuar correctamente, Dellen.

– Lo que significa que tú haces lo correcto, ¿verdad? No él. Tú. Se suponía que tenía que parecerse a ti, ¿no? Pero él no era tú, Ben, y nada podía hacer que se pareciera a ti.

– Ya lo sé. -Ben sintió el peso intolerable de aquellas palabras-. Ya lo sé, créeme.

– No lo sabes. No lo sabías. Y no podías soportarlo, ¿a que no? Tenías que obligarle a ser como tú querías que fuera.

– Dellen, ya sé que tengo la culpa. ¿Crees que no lo sé? Yo tengo tanta culpa de lo sucedido como…

– ¡No! -Se puso de rodillas-. No te atrevas -gritó-. No me recuerdes eso justo ahora porque si lo haces, te juro que si lo haces, si lo mencionas siquiera, si sacas el tema, si lo intentas, si… -Parecía que le fallaban las palabras. De repente, cogió la taza que Ben había dejado en el suelo y se la tiró. El té caliente le quemó el pecho; el borde de la taza le alcanzó en el esternón-. Te odio -dijo, y luego repitió cada palabra más fuerte-: ¡Te odio, te odio, te odio!

Ben se levantó de la cama y se puso de rodillas. Entonces la abrazó. Dellen todavía gritaba su odio cuando la atrajo hacia él y le dio golpes en el pecho, la cara y el cuello antes de que él pudiera agarrarle los brazos.

– ¿Por qué no dejaste que fuera él mismo? Está muerto y lo único que tenías que hacer era dejarle ser él mismo. ¿Tanto te costaba? ¿Era demasiado pedir?

– Sshh -murmuró Ben. La abrazó, la meció, apretó los dedos en su pelo rubio y frondoso-. Dellen, Dellen, Dell. Podemos llorar. Podemos… Tenemos que llorar.

– No lloraré. Suéltame. ¡Que me sueltes!

Dellen se retorció, pero él la sujetó con fuerza. Ben sabía que no podía dejar que saliera del cuarto. Estaba al borde de un ataque de nervios y, si estallaba, todos estallarían con ella y no podía permitirlo. No después de lo de Santo.