Выбрать главу

Él era más fuerte que ella, así que comenzó a moverla aunque se resistiera. La puso de pie y la sostuvo con el peso de su cuerpo. Ella se retorció para intentar apartarle.

Ben le tapó la boca con la de él. Notó su oposición durante un momento y luego desapareció, como si nunca hubiera existido. Le rasgó la ropa, le arrancó la camisa, la hebilla del cinturón, le bajó los vaqueros con desesperación. Pensó «sí» y no le mostró ninguna ternura mientras le quitaba el jersey por la cabeza. Le subió el sujetador y bajó a sus pechos. Ella jadeó y se bajó la cremallera de los pantalones. Con fiereza, Ben le apartó la mano de un golpe. Lo haría él, pensó. La poseería. Con furia, la desnudó. Ella se arqueó para aceptarle y gritó cuando la penetró.

Después, lloraron.

* * *

Kerra lo oyó todo. ¿Cómo podía no hacerlo? El piso familiar había sido reformado de la manera más económica posible a partir de una serie de habitaciones en la última planta del hotel. Como necesitaban el dinero para invertirlo en otras cosas, habían destinado muy poco a insonorizar las paredes. No eran de papel, pero podrían haberlo sido perfectamente.

Primero oyó sus voces -la de su padre suave y la de su madre alzándose-, luego los gritos, que no pudo obviar, y luego el resto. «Viva el héroe conquistador», pensó.

– Tienes que irte -le dijo a Alan sin ánimo, aunque una parte de ella también decía: «¿Lo entiendes ahora?».

– No -dijo Alan-. Tenemos que hablar.

– Mi hermano ha muerto. Creo que no necesitamos hacer nada.

– Santo -dijo Alan en voz baja-. Tu hermano se llamaba Santo.

Todavía estaban en la cocina, aunque no sentados a la mesa donde estaban cuando Ben había entrado. Con el ruido cada vez más fuerte procedente del dormitorio de Santo, Kerra se había alejado de la mesa e ido al fregadero. Allí había abierto el agua para llenar un cazo, aunque no tenía ni idea de qué haría con él.

Se quedó allí después de cerrar los grifos. Fuera veía Casvelyn, sólo la parte de arriba, donde St. Issey Road se cruzaba con St. Mevan Crescent. Un supermercado poco atractivo llamado Blue Star se extendía como un pensamiento desagradable en aquella intersección en forma de V, un bunker de ladrillo y cristal que hizo que se preguntara por qué los establecimientos modernos tenían que ser tan feos. Las luces todavía estaban encendidas para las compras tardías y justo detrás había más luces, indicios de los coches que avanzaban cuidadosamente por los límites noroccidental y suroriental de St. Mevan Down. Los trabajadores volvían a casa por la noche, a las diversas aldeas que durante siglos habían ido surgiendo como setas en la costa. «Refugios para los traficantes», pensó Kerra. Cornualles siempre había sido una tierra sin ley.

– Vete, por favor -le dijo.

– ¿Quieres contarme qué está pasando aquí? -dijo Alan.

– Santo -y pronunció su nombre deliberadamente despacio- es lo que está pasando aquí.

– Tú y yo somos pareja, Kerra. Cuando la gente…

– Pareja -le interrumpió-. Ah, sí. Cuánta razón tienes.

Alan no hizo caso a su sarcasmo.

– Cuando la gente tiene pareja, se enfrentan juntos a las cosas. Estoy aquí, me voy a quedar. Así que puedes escoger a qué vas a enfrentarte conmigo.

Kerra le lanzó una mirada. Esperaba que interpretara desdén en ella. No era así como se suponía que tenía que comportarse, y menos ahora. No le había elegido como pareja para que acabara revelando un aspecto de él que demostraba que era alguien a quien no conocía en realidad. Él era Alan, ¿verdad? Alan. Alan Cheston. Un tipo con problemas respiratorios que lo pasaba mal en invierno, que a menudo era prudente hasta extremos exasperantes, que iba a misa, que quería a sus padres, que no era atlético; que era oveja, no pastor. También era respetuoso, y respetable. Era el tipo de tío que le había dicho «¿puedo…?» antes de intentar cogerle la mano. Pero ahora… Esta persona de ahora… No era el Alan que no se había perdido ni una sola cena en casa de sus padres todos los domingos desde que había terminado la universidad y la maldita facultad de económicas de Londres. No era el Alan de melena corta y piel blanca que practicaba yoga y servía comidas a domicilio a ancianos y que nunca se había metido en el Sea Pit, justo encima de la playa de St. Mevan, sin comprobar primero con la punta del pie cómo estaba el agua. Él no tenía que decirle a ella cómo iban a ser las cosas.

Sin embargo, ahí estaba, haciendo justo eso. Ahí estaba delante de la nevera de acero inoxidable y parecía… implacable, pensó Kerra. Aquella imagen le heló la sangre.

– Habla conmigo -le dijo él. Su voz era firme.

Aquella firmeza la desmontó, así que la respuesta que le dio fue:

– No puedo.

Ni siquiera había querido decir eso. Pero los ojos de Alan, que por lo general eran tan deferentes, en esos momentos eran persuasivos. Kerra sabía que aquello nacía del poder, del conocimiento, de la falta de miedo, y de dónde provenía aquello fue lo que provocó que Kerra le diera la espalda. Iba a cocinar, decidió. Al fin y al cabo, todos tendrían que comer algo.

– De acuerdo -dijo Alan-. Pues hablaré yo.

– Tengo que cocinar, tenemos que comer algo. Si estamos débiles, todo irá a peor. Va a haber que hacer muchas cosas los próximos días. Preparativos, llamadas. Alguien tiene que telefonear a mis abuelos. Santo era su preferido. Yo soy la mayor de los nietos (somos veintisiete…, ¿no te parece obsceno, con la superpoblación y todo eso?), pero Santo era su preferido. Pasábamos temporadas con ellos, a veces un mes; una vez nueve semanas. Hay que decírselo y mi padre no lo hará. No se hablan él y mi abuelo, salvo que no les quede más remedio.

Cogió un libro de cocina. Tenía varios, todos en un atril en la encimera, resultado de las clases de cocina que había tomado. Algún Kerne tenía que aprender a planificar comidas nutritivas, económicas y sabrosas para los grandes grupos que reservarían en Adventures Unlimited. Contratarían a un cocinero, naturalmente, pero ahorrarían dinero si las comidas las planificaba alguien que no fuera un chef profesional. Kerra se había presentado voluntaria para el trabajo. No estaba interesada en nada que tuviera que ver con la cocina, pero sabía que no podían confiárselo a Santo y dejarlo en manos de Dellen habría sido una ridiculez. El primero era un cocinero pasable a pequeña escala, pero se distraía con facilidad por todo, desde una música en la radio hasta un alcatraz que pasara volando en dirección a Sawsneck Down. En cuanto a la segunda, todo lo que estuviera relacionado con Dellen podía cambiar en un segundo, incluida su disposición a participar en los asuntos familiares.

Kerra abrió el libro que había elegido al azar. Comenzó a pasar páginas para encontrar algo complicado, algo que requiriera toda su atención. La lista de ingredientes debía ser impresionante, y si había algo que no tuvieran en la cocina, mandaría a Alan a comprarlo al supermercado Blue Star. Si se negaba, iría ella. En cualquier caso estaría ocupada, que era como quería estar.

– Kerra -dijo Alan.

Ella no le hizo caso. Se decidió por jambalaya con arroz sucio y judías verdes, junto con pudín de pan. Tardaría horas y le parecía bien. Pollo, salchichas, gambas, pimientos verdes, caldo de almejas… La lista seguía y seguía. Haría lo suficiente para una semana, decidió. Le vendría bien la práctica y todos podrían probarlo y recalentarlo en el microondas cuando quisieran. ¿Verdad que los microondas eran maravillosos? ¿Verdad que habían simplificado la vida? Dios mío, ¿verdad que tener un aparato como un microondas donde poder meter también a la gente sería la respuesta a las plegarias de cualquier chica? No para calentarla, sino para convertirla en algo distinto a lo que era. ¿A quién habría metido ella primero?, se preguntó. ¿A su madre? ¿A su padre? ¿A Santo? ¿A Alan? A Santo, por supuesto. Siempre a Santo. «Adentro, hermano. Deja que programe el temporizador y gire la rueda y espere a que emerja alguien nuevo.»