Ahora ya no hacía falta. Ahora Santo había cambiado para siempre. Se acabaron las quimeras, se acabó andar por el mundo sin preocuparse por nada siguiendo los senderos que se abrían ante él, se acabaron los actos irreflexivos para conseguir aquello que le hacía sentir bien. «La vida es más que eso y supongo que ahora lo sabes, Santo. En el último momento lo supiste. Tuviste que saberlo. Te precipitaste contra las rocas sin que se produjera un milagro en el último segundo y en el preciso instante en que te estrellaste contra el suelo por fin supiste que había otras personas en tu mundo y que debías responder por el dolor que les causabas. Era demasiado tarde entonces para enmendarte, pero siempre era mejor tarde que nunca cuando la cuestión era conocerse a uno mismo, ¿verdad?»
Kerra notaba como si unas burbujas crecieran en su interior. Eran calientes, como las burbujas del agua hirviendo, y como el agua hirviendo ardían en deseos por salir. Reunió fuerzas para no dejarlas escapar y cogió una botella de cristal de aceite de oliva de otro armario, sobre la encimera. Se dio la vuelta para medir las cucharadas, pensando «¿cuánto aceite…?» y la botella se le resbaló de las manos. Cayó al suelo, naturalmente, y se rompió en dos trozos perfectos. El aceite formó un charco viscoso. Salpicó los fogones, los armarios y su ropa. Kerra dio un salto hacia un lado, pero no logró escapar.
– ¡Mierda! -gritó, y al fin sintió la amenaza de las lágrimas-. ¿Puedes irte, por favor? -le dijo a Alan. Agarró un rollo de papel de cocina y empezó a desplegarlo encima del aceite. Totalmente incapaz de realizar la tarea, quedaba empapado por completo en cuanto tocaba el líquido.
– Déjame a mí, Kerra -dijo Alan-. Siéntate. Déjame a mí.
– ¡No! -dijo ella-. Yo lo he ensuciado, yo lo limpio.
– Kerra…
– No. He dicho que no. No necesito tu ayuda, no quiero tu ayuda. Quiero que te marches, ¡vete!
En un estante cerca de la puerta había apiladas una docena o más de ejemplares del Watchman. Alan los cogió e hizo buen uso del periódico de Casvelyn. Kerra observó cómo el aceite empapaba las hojas impresas, Alan hizo lo mismo. Estaban en lados opuestos del charco. Ella lo consideró un abismo, pero Kerra sabía que él lo veía como una molestia momentánea.
– No tienes que sentirte culpable por haberte enfadado con Santo -le dijo Alan-. Tenías derecho a enfadarte. Tal vez él pensara que era irracional, incluso una estupidez que te preocuparas por algo que a él le parecía una tontería. Pero tenías tus motivos para sentir lo que sentías y tenías derecho. En realidad, siempre tenemos derecho a sentir lo que sentimos. Así son las cosas.
– Te pedí que no trabajaras aquí. -Su voz carecía de expresión, había agotado todas sus emociones.
Alan parecía perplejo. Kerra se percató de que, para él, era un comentario que salía de la nada, pero en aquel momento resumía todo lo que sentía ella pero era incapaz de decir.
– Kerra, los trabajos no caen del cielo. Soy bueno en lo mío. Estoy dando notoriedad a este lugar. ¿Sabes el artículo del Mail on Sunday? Nos entran reservas cada día gracias a él. Las cosas están difíciles ahí fuera y si queremos labrarnos una vida en Cornualles…
– No queremos -dijo ella-. No podemos. Ahora no.
– ¿Por lo de Santo?
– Oh, vamos, Alan.
– ¿De qué tienes miedo?
– No tengo miedo. Nunca tengo miedo.
– Y una mierda. Estás enfadada porque tienes miedo. Enfadarse es más fácil, tiene más sentido.
– No sabes de lo que hablas.
– Eso es cierto. Cuéntamelo.
Kerra no podía. Demasiadas cosas pendían de un hilo para hablar: demasiadas cosas vistas y experimentadas a lo largo de demasiados años. Explicárselo todo a Alan era superior a ella. Debía aceptar su palabra como la verdad y debía actuar de acuerdo a eso.
Que no lo hubiera hecho, que continuara negándose a hacerlo era la sentencia de muerte de su relación. Kerra se dijo que, por ese motivo, nada de lo que había sucedido aquel día importaba en realidad.
En el preciso instante en que pensó aquello, sin embargo, supo que estaba mintiéndose a sí misma. Pero eso tampoco importaba.
Selevan Penrule pensaba que era una chorrada, pero cogió las manos de su nieta de todos modos. Uno frente al otro en la mesa estrecha de la caravana, cerraron los ojos y Tammy comenzó a rezar. Aunque captó la esencia de las palabras, Selevan no las escuchó, sino que contempló las manos de su nieta. Las tenía secas y frías, pero tan finas que le pareció que podría aplastarlas apretando con fuerza los dedos.
– No come bien, padre Penrule -le había dicho su cuñada. Detestaba que lo llamara así, hacía que se sintiera como un cura renegado, pero no dijo nada para corregir a Sally Joy, ya que ni ella ni su marido se habían molestado en hablar con él en años. Así que gruñó y dijo que él engordaría a la niña-. Está en África, mujer, ¿acaso no lo sabes? Os lleváis a la niña a Rhodesia…
– Zimbabue, padre Penrule. Y en realidad estamos…
«Llamadlo como queráis, joder. Os la lleváis a Rhodesia y la exponéis a Dios sabe qué y eso acaba con el apetito de cualquiera, os lo digo yo.»
Entonces Selevan se percató de que había llevado las cosas demasiado lejos, porque Sally Joy se quedó callada un momento. Se la imaginó allí en Rhodesia o donde fuera que estuviera, sentada en el porche en una silla de ratán con las piernas estiradas y una bebida en la mesa a su lado… una limonada, sería, una limonada con un poquito de… «¿De qué, Sally Joy? ¿Qué hay en ese vaso que hace que Rhodesia merezca tanto la pena para ti?» Refunfuñó ruidosamente y dijo:
– Bueno, da igual. Mandádmela. Yo la meteré en cintura.
– ¿Vigilarás lo que come?
– Religiosamente.
Y lo había hecho. Esa noche había probado la comida treinta y nueve veces. Treinta y nueve cucharadas de unas gachas que habrían instado a Oliver Twist a liderar una rebelión armada. Sin leche, sin pasas, sin canela, sin azúcar. Sólo una avena aguada y un vaso de agua. Ni siquiera le tentaban las chuletas y verduras de su abuelo, qué va.
– … porque Tu voluntad es lo que buscamos. Amén -dijo Tammy, y él abrió los ojos y se encontró con los de ella. Su expresión era cariñosa. Selevan le soltó los dedos deprisa.
– Vaya estupidez -dijo bruscamente-. Lo sabes, ¿no?
Ella sonrió.
– Ya me lo has dicho. -Pero se acomodó para que pudiera decírselo otra vez y apoyó la mejilla en la palma de la mano.
– Rezamos antes de cada maldita comida -gruñó-. ¿Por qué diablos tenemos que rezar también después?
Ella contestó de manera automática, pero no mostró ningún indicio de estar hartándose de una discusión que habían tenido como mínimo dos veces a la semana desde que había llegado a Cornualles.
– Damos las gracias al principio. Agradecemos a Dios los alimentos que tenemos. Luego al final rezamos por los que no tienen suficiente comida para sustentarse.
– Si los puñeteros están vivos es que tienen comida suficiente para sustentarse, ¿no te parece, maldita sea? -replicó él.
– Yayo, ya sabes qué quiero decir. Hay una diferencia entre estar vivo simplemente y tener suficiente para sustentarse. Sustentarse significa más que vivir; significa tener suficientes alimentos para funcionar bien. Mira Sudán, por ejemplo…
– Para el carro, señorita. Y no te muevas. -Bajó del banco. Recorrió con el plato la corta distancia que lo separaba del fregadero de la caravana para fingir otra tarea, pero en lugar de ponerse a fregarlo, cogió la mochila de Tammy de la percha de detrás de la puerta y dijo-: Echemos un vistazo.
– Yayo -dijo ella con voz paciente-. No puedes detenerme, ya lo sabes.