– Puedes hacer lo que quieras -dijo Ray-. En cualquier caso, todavía no sabes qué tienes y no lo sabrás hasta que los forenses te digan algo, así que estás adelantándote a los acontecimientos. Algo que, por cierto, se te da muy bien.
Eso era un golpe bajo, pensó ella. Era uno de esos comentarios de ex marido, de esos que provocan una pelea en la que se dicen cosas con intención de herir. No estaba dispuesta a participar. Se acercó a la cafetera y llenó su taza. Extendió la jarra de cristal hacia Ray. ¿Quería más? Sí. Lo tomaba igual que ella, solo, lo que simplificaba al máximo las cosas entre un hombre y una mujer que llevaban divorciados casi quince años.
Ray había aparecido en su casa a las 8.20. Bea fue a abrir, suponiendo que el mensajero de Londres había llegado mucho antes de lo esperado, pero al hacerlo se encontró a su ex marido en la puerta. Tenía el ceño fruncido en dirección a la ventana de entrada, donde había un macetero triple que desplegaba una colección de plantas que sufrían la agonía del descuido. Encima había un cartel con las palabras: Donación para enfermeras a domicilio/Deje el dinero en la caja. Sin duda, las pobres enfermeras a domicilio no iban a beneficiarse de los esfuerzos de Bea por engrosar sus arcas.
– Veo que sigues sin aficionarte a la jardinería -dijo Ray.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó-. ¿Dónde está Pete?
– En el colegio, ¿dónde iba a estar? Y no le ha gustado nada que le obligara a comer dos huevos esta mañana en lugar de lo de siempre. ¿Desde cuando está permitido comer pizza fría para desayunar?
– Te ha mentido. Bueno… esencialmente. Sólo fue una vez. El problema es que tiene una memoria prodigiosa.
– La utiliza de manera sincera.
Bea regresó a la cocina en lugar de contestar. Él la siguió. Llevaba una bolsa de plástico en la mano y la dejó sobre la mesa. Contenía la razón de su visita: las botas de fútbol de Pete. Bea no quería que dejara las botas en casa de su padre, y tampoco quería que se las llevara al colegio, ¿no? Así que se las había traído.
Bea bebió un sorbo de café y le ofreció una taza. Ya sabía dónde estaban, le dijo. Pero hizo el ofrecimiento antes de pensar en ello. La cafetera estaba al lado del calendario y lo que había en el calendario no sólo era el horario de Pete, sino también el suyo. De acuerdo, el suyo era bastante críptico, pero Ray no era tonto.
Leyó algunas de las anotaciones en los recuadros de los días. Sabía qué estaba viendo: «Capullo charlatán», «capullo problemático». Había otras, como observaría si retrocedía tres meses. Trece semanas de citas por Internet: tal vez hubiera millones de peces en el mar, pero Bea Hannaford seguía pescando latas y algas.
Fue básicamente para impedir otra absurda conversación sobre su decisión de reincorporarse al mundo de las citas lo que instó a Bea a sacar el tema de montar un centro de operaciones en Casvelyn. Debería estar en Bodmin, naturalmente, donde la organización sería mínima, pero Bodmin estaba a kilómetros y kilómetros de Casvelyn y ambos puntos sólo estaban unidos por carreteras rurales lentas de dos carriles. Quería, le explicó, un centro de operaciones que se encontrara más cerca de la escena del crimen.
Ray insistió en el tema otra vez.
– No sabes si es la escena de un crimen. Podría ser la escena de un trágico accidente. ¿Qué te hace pensar que es un crimen? No se trata de una de tus corazonadas, ¿verdad?
Bea quiso decir «yo no tengo corazón, como bien recuerdas», pero calló. Con los años había mejorado mucho su capacidad de dejar pasar los temas que no podía controlar, uno de los cuales era la opinión que su ex marido tenía de ella.
– El cadáver presenta algunas marcas -dijo-. Tenía un ojo morado, que ya estaba curándose, así que imagino que se peleó con alguien la semana pasada o antes. Luego está la eslinga, esa cuerda que se ata a un árbol o algún otro objeto fijo.
– Para eso son las cuerdas -murmuró Ray.
– Sé indulgente conmigo, Ray, porque no tengo ni idea de escalada. -Bea no perdió la paciencia.
– Lo siento -dijo él.
– En cualquier caso, la eslinga se rompió, por eso cayó el chico, pero creo que pudieron manipularla. El agente McNulty, quien por cierto no tiene ningún futuro en la investigación criminal, señaló que la eslinga tenía cinta aislante alrededor de un corte, así que no es extraño que la escalada resultara fatal para el pobre chaval. No obstante, todos y cada uno de los artículos de su equipo tenían cinta aislante en algún punto, y creo que se utiliza para identificar el material por alguna razón. Si es así, ¿qué dificultad podría suponer para alguien arrancar la cinta, aflojar la eslinga de algún modo y luego volver a colocar la cinta sin que el chico se enterara?
– ¿Has examinado el resto del equipo?
– Todos los artículos están con los forenses y sé bastante bien qué van a decirme. Y por todo ello necesito un centro de operaciones.
– Pero no por eso lo necesitas en Casvelyn.
Bea apuró el resto del café y dejó la taza en el fregadero con el cuenco. Ni la enjuagó ni la lavó y se percató de que ése era otro beneficio más de vivir sin marido. Si no le apetecía fregar los platos, no tenía que hacerlo sólo para calmar la bestia salvaje de la personalidad compulsiva.
– Los hechos ocurrieron allí, Ray, en Casvelyn. No en Bodmin, ni siquiera aquí en Holsworthy. El pueblo tiene comisaría de policía, es pequeña pero adecuada y hay una sala de reuniones en el primer piso que también resulta óptima.
– Has hecho los deberes.
– Intento facilitarte las cosas. Te doy los detalles para apoyar los preparativos. Sé que puedes organizarlo.
Ray se quedó mirándola. Ella evitó mirarle. Era un hombre atractivo -estaba quedándose un poco calvo, pero no le sentaba mal- y no necesitaba compararle con el Capullo Charlatán ni con cualquiera de los otros. Sólo necesitaba que colaborara o se marchara. O que colaborara y se marchara, que sería mucho mejor.
– ¿Y si lo organizo, Beatrice? -dijo.
– ¿Qué?
– ¿Qué me darás a cambio? -Estaba al lado de la cafetera y echó otro vistazo al calendario-. «Capullo problemático» -leyó-, «capullo charlatán». Venga ya, Beatrice.
– Gracias por traer las botas de fútbol de Pete -le dijo-. ¿Te has terminado el café?
Ray dejó pasar un momento. Luego dio un último trago y le dio la taza, diciendo:
– Tendrían que haber sido menos caras.
– Tiene gustos caros. ¿Cómo va el Porsche, por cierto?
– El Porsche es un sueño -dijo.
– El Porsche es un coche -le recordó ella. Levantó un dedo para evitar que replicara-. Lo que me hace pensar en… el coche de la víctima.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Qué te sugiere una caja de preservativos sin abrir en el coche de un chico de dieciocho años?
– ¿Es una pregunta retórica?
– Estaban en su coche junto con un CD de bluegrass, una factura en blanco de algo llamado LiquidEarth y un póster enrollado de un festival de música del año pasado en Cheltenham. Y dos revistas de surf arrugadas. Lo tengo todo controlado, pero los preservativos…
– Menos mal -dijo Ray con una sonrisa.
– …me pregunto si el chico iba a tener suerte, si ya tenía suerte o si esperaba tenerla.
– O simplemente tenía dieciocho años -apuntó Ray-. Todos los chicos de su edad deberían ir igual de bien preparados. ¿Qué hay de Lynley?
– Preservativos, Lynley. ¿Adonde va todo esto?
– ¿Cómo fue el interrogatorio?
– La presencia de un poli no va a intimidarle, precisamente, así que tendría que decir que el interrogatorio fue bien. Daba igual cómo formulara las preguntas, sus respuestas fueron coherentes. Creo que dice la verdad.