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– Bien -dijo Hannaford, aunque no anotó el lugar. Siguió afablemente-: ¿Y usted, doctora Trahair?

La veterinaria se revolvió al lado de Lynley.

– Ya le he dicho que venía de Bristol.

– Sí, en efecto. ¿Le importaría enseñarme qué camino tomó? ¿Puedo suponer que siempre coge el mismo? ¿El más sencillo?

– No necesariamente.

Lynley se fijó en que Daidre arrastraba la última palabra y sabía que a Hannaford tampoco le habría pasado inadvertido, por lo general, responder arrastrando las palabras de esa forma significaba estar haciendo malabarismos mentales. En qué consistían esos malabarismos y por qué existían… Hannaford buscaría la razón.

Lynley se tomó un momento para evaluar a las dos mujeres. De los pies a la cabeza, no podían ser más distintas: Hannaford llevaba el pelo rojizo peinado de punta y la cabellera dorada de Daidre estaba retirada de la cara y recogida en la coronilla con un pasador de concha; Hannaford vestía de manera formal con un traje y zapatos de salón y Daidre llevaba vaqueros, un jersey y botas; Daidre era ágil, como si hiciera ejercicio de forma habitual y vigilara lo que comía, Hannaford parecía una persona a quien su vida ajetreada le impedía tanto comer como entrenarse regularmente. También las separaban varias décadas; la inspectora podría ser la madre de Daidre.

Pero su actitud no era maternal. Esperaba una respuesta a su pregunta mientras Daidre miraba el mapa para explicarle la ruta que había tomado desde Bristol a Polcare Cove. Lynley sabía por qué lo preguntaba la policía, y se preguntó si Daidre también lo había deducido antes de responder.

La M5 hasta Exeter, dijo. Luego pasó por Okehampton y de allí hacia el noroeste. No existía en absoluto una forma fácil de llegar a Polcare Cove. A veces iba por Exeter, pero otras veces pasaba por Tiverton.

Hannaford estudió largamente el mapa antes de decir:

– ¿Y desde Okehampton?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Daidre.

– No se puede saltar de Okehampton a Polcare Cove, doctora Trahair. No fue en helicóptero desde allí, ¿verdad? ¿Qué camino tomó? La ruta exacta, por favor.

Lynley vio que la veterinaria empezaba a ponerse colorada por el cuello. Tenía suerte de tener la piel ligeramente pecosa. Si no, se habría sonrojado mucho.

– ¿Me lo pregunta porque cree que tengo algo que ver con la muerte de ese chico? -dijo Daidre.

– ¿Es así?

– No.

– Entonces no le importará enseñarme su ruta, ¿verdad?

Daidre apretó los labios. Se retiró un mechón de pelo errante detrás de la oreja izquierda. Tenía tres agujeros en el lóbulo, vio Lynley; llevaba un aro y una tachuela, pero nada más.

Trazó la ruta: A3079, A3072, A39 y luego una serie de carreteras más pequeñas hasta llegar a Polcare Cove, que apenas merecía una manchita en el mapa. Mientras señalaba el trayecto que había realizado, Hannaford tomó notas. Asintió pensativamente y dio las gracias a Daidre cuando acabó su respuesta.

La veterinaria no pareció alegrarse de recibir el agradecimiento de la inspectora. En todo caso, parecía enfadada e intentaba controlar su enfado. Aquello dijo a Lynley que Daidre sabía qué tramaba Hannaford. Lo que no le dijo fue adonde estaba dirigiendo su ira: hacia la inspectora o hacia ella misma.

– ¿Somos libres ya? -preguntó Daidre.

– Sí, doctora Trahair -contestó Hannaford-. Pero el señor Lynley y yo tenemos que tratar más asuntos.

– No pensará que él… -Calló. Volvió a ponerse colorada. Miró a Lynley y luego apartó la vista.

– El ¿qué? -preguntó Hannaford educadamente.

– No es de aquí. ¿Cómo podía conocer al chico?

– ¿Está diciendo que usted sí lo conocía, doctora Trahair? ¿Conocía al chico? Quizá tampoco era de aquí. Por lo que sabemos, nuestro señor Lynley podría haber venido aquí precisamente a lanzar por ese acantilado a Santo Kerne, que es como se llamaba el chaval, por cierto.

– Eso es ridículo. Ha dicho que es policía.

– Lo ha dicho. Pero no tengo ninguna prueba real de ello. ¿Y usted?

– Yo… Da igual. -Daidre había dejado el bolso sobre una silla y lo cogió-. Me voy ya, puesto que dice que ha terminado conmigo, inspectora.

– Así es, en efecto -contestó Bea Hannaford en tono agradable-. Por ahora.

* * *

Después tan sólo intercambiaron algunos comentarios breves en el coche. Lynley le preguntó a Hannaford adonde le llevaba y ella contestó que lo llevaba con ella a Truro, al Hospital Real de Cornualles, para ser exactos.

– Va a comprobar todos los pubs de la ruta, ¿verdad? -preguntó él entonces.

– ¿Todos los pubs de la ruta de Truro? No creo, señor mío.

– No me refería a la ruta de Truro, inspectora -dijo él.

– Ya lo sé. ¿Realmente espera que conteste a esa pregunta? Usted encontró el cadáver. Si es quien dice ser, ya sabe cómo funciona. -Le miró. Se había puesto gafas de sol aunque no hacía sol y, en realidad, seguía lloviendo. Le extrañó y ella respondió a su extrañeza-: Están graduadas para conducir. Las otras las tengo en casa, o posiblemente en la mochila de mi hijo en el colegio, o uno de mis perros podría habérselas comido.

– ¿Tiene perros?

– Tres labradores, Uno, Dos y Tres.

– Interesantes nombres.

– Me gusta que en casa las cosas sean sencillas. Para compensar que en el trabajo nunca lo son.

Eso fue todo lo que se dijeron. El resto del trayecto lo hicieron en silencio, roto por el parloteo de la radio y dos llamadas al móvil que Hannaford contestó. Una de ellas, al parecer, preguntaba por la hora aproximada en que llegaría a Truro, a menos que hubiera problemas de tráfico, y el otro era un mensaje breve de alguien a quien respondió con un seco: «Les dije que me lo mandaran a mí. ¿Qué diablos hace ahí contigo en Exeter, maldita sea? ¿Y cómo se supone que…? No es necesario, y sí, antes de que lo digas tienes razón: no quiero deberte nada… Oh, magnífico. Haz lo que te venga en gana, Ray».

En el hospital de Truro, Hannaford guió a Lynley al depósito de cadáveres, donde el aire apestaba a desinfectante y un ayudante empujaba una camilla sobre la que yacía un cadáver abierto para examinarlo. Cerca, el patólogo forense, flaco como un fideo, estaba apurando un zumo de tomate junto a un fregadero de acero inoxidable. El hombre, pensó Lynley, debía de tener un estómago de hierro y la sensibilidad de una piedra.

– Le presento a Gordie Lisle-dijo Hannaford a Lynley-. Hace la incisión en Y más rápida del planeta y no quiera saber lo deprisa que puede romper unas costillas.

– Me cuelgas demasiadas medallas -dijo Lisie.

– Ya lo sé. Te presento a Thomas Lynley. ¿Qué tenemos?

Después de terminarse el zumo, Lisie se dirigió a una mesa y cogió un documento que consultó mientras comenzaba su informe. A modo de introducción, les comunicó que las heridas se correspondían con las de una caída. Pasó a exponerlas: pelvis rota y maléolo medio derecho destrozado.

– El tobillo, para los profanos -añadió.

Hannaford asintió sabiamente.

– Tibia derecha y peroné derecho fracturados -continuó Lisle-. Fracturas abiertas de cúbito y radio derechos, seis costillas rotas, tubérculo mayor izquierdo aplastado, los dos pulmones perforados, bazo reventado.

– ¿Qué diablos es un tubérculo? -preguntó Hannaford.

– El hombro -explicó él.

– Mal asunto, pero ¿todo eso bastó para matarle? ¿Qué lo mandó al otro barrio? ¿Un shock?

– Me reservaba lo mejor para el finaclass="underline" fractura enorme del hueso temporal. Su cráneo se partió como una cáscara de huevo. Mira. -Lisle dejó el documento en una encimera y caminó hacia una pared en la que había un póster grande del esqueleto humano-. Mientras caía del acantilado supongo que se golpeó contra un afloramiento. Dio al menos un tumbo, cogió velocidad durante el resto del descenso, aterrizó con fuerza sobre la parte derecha del cuerpo y se aplastó el cráneo contra la pizarra. El hueso se fracturó y cortó la arteria meníngea media, lo que produjo un hematoma epidural agudo. La presión en el cerebro que no se puede liberar no provoca la muerte instantánea, debió de morir al cuarto de hora más o menos, aunque estaría inconsciente todo el rato. Supongo que no encontrasteis ningún casco cerca ni ninguna otra protección para la cabeza.