– Chavales. Se creen invencibles -dijo Hannaford.
– Éste no lo era. El alcance de las lesiones, en cualquier caso, sugiere que cayó al principio del descenso.
– Lo que sugiere que la eslinga se rompió en cuanto sostuvo todo su peso.
– Estoy de acuerdo.
– ¿Qué hay del ojo morado? Se estaba curando, ¿no? ¿Con qué se corresponde?
– Con un buen puñetazo. Alguien le dio bien, seguramente le derribó. Todavía se aprecian las marcas de los nudillos.
Hannaford asintió. Miró a Lynley, que había estado escuchando y preguntándose simultáneamente por qué Hannaford le hacía participar en aquello. Era más que irregular: era una insensatez por su parte, teniendo en cuenta la posición de Lynley en el caso, y no parecía una mujer insensata. Tenía algún tipo de plan, apostaría lo que fuera.
– ¿Cuándo? -preguntó Hannaford.
– ¿El puñetazo? -dijo Lisie-. Diría que hace una semana.
– Parece que se metió en una pelea.
Lisle negó con la cabeza.
– ¿Por qué no? -preguntó la mujer.
– No presenta otras marcas similares -intervino Lynley-. Le dieron un golpe y ya está.
Hannaford lo miró como si hubiera olvidado que le había traído.
– Estoy de acuerdo -dijo Lisle-. Alguien estalló o quiso disciplinarle de algún modo. O resolvió las cosas, o le derribaron, o no era de los que se dejan provocar ni siquiera por un puñetazo en la cara.
– ¿Y puede tener que ver con sadomasoquismo? -preguntó Hannaford.
Lisle parecía pensativo y Lynley dijo:
– No estoy seguro de que a los sadomasoquistas les guste que les golpeen en la cara.
– Mmmm. Sí -dijo Lisle-. Creo que el típico freak del sado prefiere unos pellizcos en sus partes, unos azotes o unos latigazos, y no hay nada en el cadáver que indique eso. -Los tres se quedaron callados un momento, mirando el poster del esqueleto humano. Al final, Lisle le dijo a Hannaford-: ¿Qué tal las citas? ¿Internet ya ha hecho tus sueños realidad?
– Todos los días -le contestó ella-. Debes intentarlo otra vez, Gordie. Te diste por vencido demasiado pronto.
Él negó con la cabeza.
– He terminado con eso. Es buscar el amor en el sitio equivocado, si se me permite la frase. -Miró con tristeza el depósito-. Todo esto lo enfría, y no hay vuelta de hoja; no hay forma de disfrazarlo. Cuando suelto la bomba ya está.
– ¿Qué quieres decir?
El patólogo señaló la sala. Otro cadáver esperaba cerca, con el cuerpo cubierto con una sábana y, una etiqueta colgando de un dedo del pie.
– Cuando se enteran de a qué me dedico. No gusta mucho a nadie.
Hannaford le dio una palmadita en el hombro.
– Bueno, no importa, Gordie. A ti te gusta y eso es lo que cuenta.
– ¿Quieres que lo intentemos, pues? -La miró de un modo distinto, valorando y sopesando.
– No me tientes, querido. Eres demasiado joven y, de todos modos, en el fondo soy una pecadora. Necesitaré todo este papeleo cuanto antes -dijo señalando con la cabeza la camilla limpia.
– Camelaré a alguien -dijo Lisle.
Se marcharon. Hannaford examinó un mapa del hospital que había cerca y condujo a Lynley a la cafetería. No podía creer que quisiera comer después de su visita al depósito de cadáveres y descubrió que había acertado al evaluar la situación. Hannaford se detuvo en la puerta y miró la sala hasta que vio a un hombre sentado solo a una mesa, leyendo el periódico. Guio a Lynley hasta él.
Vio que era el hombre que había acudido a la cabaña de Daidre Trahair la noche anterior, el mismo que le había preguntado por New Scotland Yard. No se había identificado entonces, pero ahora Hannaford hizo los honores. Era el subdirector Ray Hannaford de Middlemore, le dijo. Éste se puso en pie y ofreció su mano cortésmente.
– Sí -dijo la inspectora Hannaford a Lynley.
– Sí, ¿qué? -preguntó él.
– Es familia.
– Su ex -dijo Ray Hannaford-. Por desgracia.
– Me halagas, cariño -dijo la inspectora.
Ninguno de los dos aclaró nada más, aunque el prefijo «ex» daba para un volumen o dos. «Más de un policía en la familia directa -concluyó Lynley-. No podía ser fácil.»
Ray Hannaford cogió un sobre de papel manila que estaba sobre la mesa.
– Aquí tienes -le dijo a su ex mujer-. La próxima vez que insistas en utilizar un mensajero, di dónde tienen que realizar la entrega, Beatrice.
– Se lo dije -contestó la inspectora-. Obviamente, fuera quien fuese el capullo que trajo esto desde Londres, no ha querido molestarse en ir hasta las comisarías de Holsworthy o de Casvelyn. ¿O también has llamado para esto? -preguntó con astucia. Hizo un gesto con el sobre de papel manila.
– No. Pero vamos a tener que hablar del quid pro quo. La cuenta va en aumento. Llegar aquí desde Exeter ha sido un infierno. Ya me debes dos favores.
– ¿Dos? ¿Cuál es el otro?
– Recoger a Pete anoche. Sin quejarme, creo recordar.
– ¿Acaso te arranqué de los brazos de una veinteañera?
– Creo que al menos tenía veintitrés.
Bea Hannaford se rió. Abrió el sobre y miró dentro.
– Ah, sí -dijo-. Supongo que también le has echado un vistazo, Ray.
– Culpable, como imaginabas.
La inspectora sacó el contenido. Lynley reconoció al instante su placa de New Scotland Yard.
– La devolví -dijo-. Tendría que estar… ¿Qué hacen con esas cosas cuando alguien lo deja? Deben destruirlas.
Ray Hannaford fue quien respondió:
– No estaban dispuestos a destruir la suya, al parecer.
– «Prematuro» fue la palabra que emplearon -añadió Bea Hannaford-. Una decisión apresurada tomada en un mal momento.
Le ofreció la placa de Scotland Yard a Lynley. Él no la cogió, sino que dijo:
– Mi identificación está de camino, ya se lo dije. Mi cartera, junto con todo lo que hay dentro, llegará mañana. Esto -señaló la placa- es innecesario.
– Al contrario -dijo la inspectora Hannaford-, es muy necesario. Como sabe muy bien, conseguir una identificación falsa está chupado. Por lo que yo sé, se ha pasado toda la mañana recorriendo las calles para comprar el material.
– ¿Por qué querría hacer eso?
– Imagino que puede deducirlo usted solito, comisario Lynley. ¿O prefiere que le llame por su título nobiliario? ¿Y qué diablos hace alguien como usted trabajando para la pasma?
– No es así -contestó él-. Ya no.
– Eso dígaselo a Scotland Yard. No me ha respondido, ¿cómo le llaman? ¿Qué prefiere? ¿El título personal o el profesional?
– Prefiero Thomas. Y ahora que ya sabe que soy quien dije ser anoche, algo que sospecho que ya sabía, o si no no me habría permitido ir con usted al depósito de cadáveres, ¿puedo suponer que soy libre para reanudar mi caminata por la costa?
– Eso es lo último que puede suponer. No se irá a ninguna parte hasta que yo lo diga. Y si está pensando en escabullirse en plena noche, piénseselo dos veces. Ahora que ya tengo pruebas de quién es, me será útil.
– ¿Como policía o como ciudadano? -le preguntó Lynley.
– Mientras funcione, da igual, comisario.
– ¿Mientras funcione para qué?