– Ella ya sabe que ha muerto.
– ¿Que ha muerto o que le han asesinado? ¿Dónde está? Era mi hermano y ella era su… su novia…
– Y también tu amiga -le recordó Cadan-. Al menos antes lo era.
– Basta. No sigas con eso, ¿vale?
Cadan se encogió de hombros. Volvió a dirigir su atención al campo de golf y dijo:
– Tenéis que quitar todo esto, es un desastre. Podríais repararlo, pero calculo que el coste sobrepasaría los beneficios. A corto plazo, a largo plazo… ¿Quién sabe?
– Alan sabe de largos plazos. Beneficios y pérdidas, proyecciones a largo plazo, lo sabe todo. Pero nada de eso importa porque ahora mismo puede que no haya razón para preocuparse.
– ¿Por?
– Por nada relacionado con Adventures Unlimited. Dudo que mi padre tenga valor para abrir después de lo que le ha ocurrido a Santo.
– ¿Qué pasará, entonces, si no abrís?
– Alan dirá que intentemos encontrar a un comprador y recuperemos nuestra inversión. Pero, bueno, Alan es así. Por lo menos tiene coco para los números.
– Pareces cabreada con él.
Kerra no mordió el anzuelo.
– ¿Está en casa y no contesta al teléfono? Puedo ir hasta allí, pero no quiero tomarme la molestia si no está. ¿Te importa decirme eso como mínimo?
– Supongo que sigue con Jago -dijo él.
– ¿Quién es Jago?
– Jago Reeth, el tipo que trabaja para mi padre. Ha pasado con él toda la noche. Todavía está allí, por lo que yo sé.
Kerra se rió brevemente, sin ganas.
– Vaya, ha pasado página, ¿no? Menuda rapidez. Una recuperación milagrosa después de una ruptura tan dolorosa. Cuánto me alegro por Madlyn.
Cadan quería preguntarle qué más le daba a ella que su hermana hubiera pasado página con otro hombre o no. Pero en lugar de eso, dijo:
– Jago Reeth tiene como… Yo qué sé. Como setenta años o algo así. Es como un abuelo para ella, ¿vale?
– ¿Qué es lo que hace para tu padre un tipo de setenta años?
Definitivamente, Kerra estaba incomodándole. Se comportaba como la hija del jefe y su actitud decía «será mejor que me trates como se supone que debes tratarme», y eso fastidiaba a Cadan.
– Kerra, ¿acaso importa? -dijo-. ¿Por qué diablos quieres saberlo?
Y así, de repente, Kerra cambió. Soltó una tosecita extraña y Cadan vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Ese brillo le recordó que su hermano había muerto, que había muerto hacía sólo un día, y que acababa de saber que lo habían asesinado.
– Es estratificador. -Cuando ella lo miró confusa, Cadan añadió-: Jago Reeth. Aplica la fibra de vidrio a las tablas. Es un viejo surfista que mi padre recogió… No sé… Hace ¿seis meses? Es un hombre de detalles, como mi padre. Y lo que es más importante, no es como yo.
– ¿Ha pasado la noche con un tío de setenta años?
– Jago llamó y dijo que estaba allí.
– ¿A qué hora?
– Kerra…
– Es importante, Cadan.
– ¿Por qué? ¿Crees que le dio a tu hermano el viaje final? ¿Cómo se supone que lo hizo? ¿Empujándole por el acantilado?
– Manipularon su equipo. Es lo que nos ha dicho el poli.
Cadan abrió mucho los ojos.
– Espera, Kerra. Es imposible… Quiero decir imposible del todo. Puede que se pusiera como loca con todo lo que pasó entre ellos, pero mi hermana no es… -Calló. No por lo que pensaba decir sobre Madlyn, sino porque mientras hablaba, su mirada se desvió de Kerra a la playa de abajo, donde corría un surfista con la tabla bajo el brazo, arrastrando la cuerda por la arena. Llevaba el traje completo, como era lógico en esta época del año, ya que el agua todavía estaba bastante fría. Neopreno de los pies a la cabeza, de negro de los pies a la cabeza. Desde esta distancia, en realidad, no podía saberse si el surfista era hombre o mujer.
– ¿Qué? -dijo Kerra.
Cadan se estremeció.
– Quizás a Madlyn se le fuera la olla al reaccionar como lo hizo después de lo que pasó entre ella y Santo, lo reconozco.
– Fue eso y más -observó Kerra.
– Pero matar a su ex novio no forma parte de su repertorio, ¿vale? Dios mío, Kerra, ella pensaba que Santo sólo estaba pasando por una etapa, ¿sabes?
– Al principio -aclaró ella.
– De acuerdo. Quizá sólo lo pensara al principio. Pero eso no significa que al final no comprendiera que las cosas eran como eran y decidiera que lo único razonable era matarle. ¿Te parece que tiene sentido?
– El amor nunca ha tenido sentido para mí -dijo Kerra-. La gente comete todo tipo de locuras cuando se enamora.
– ¿Ah, sí? -dijo Cadan-. ¿Esa es la verdad? ¿Y qué me dices de ti? -Ella no contestó-. A las pruebas me remito. Sea Dreams, para tu información.
– ¿Qué es eso?
– El lugar donde está. Jago tiene una caravana en ese parque de vacaciones donde antes estaba la lechería, pasado Sawsneck Down. Si quieres interrogarla, hazlo allí. Pero perderás el tiempo, si quieres saber mi opinión.
– ¿Qué te hace pensar que quiero interrogarla?
– Es evidente que algo quieres -le dijo Cadan.
En cuanto Bea Hannaford le asignó un coche de alquiler, le dijo a Lynley que la siguiera.
– Imagino que no es el típico buga que utiliza usted -dijo en referencia al Ford-, pero al menos le sentará bien. O usted a él.
En otras circunstancias, Lynley tal vez le habría dicho que estaba siendo más que generosa. En efecto, por lo general su educación le impulsaba a hacer este tipo de comentarios con total naturalidad. Pero en la situación actual, sólo le dijo que su medio habitual de transporte había quedado destrozado en febrero y todavía no lo había sustituido por otro, así que el Ford le parecía perfecto.
– Bien -dijo ella, y le aconsejó que condujera con cuidado, ya que no tendría el carné hasta que llegara su cartera-. Será nuestro pequeño secreto -le comentó. Le dijo que la siguiera, quería enseñarle algo.
Lo que quería mostrarle estaba en Casvelyn y Lynley la siguió obedientemente hasta allí. Condujo intentando concentrarse en eso -sólo en la conducción-, pero sintió que las fuerzas lo abandonaban con el mero esfuerzo que le suponía contener sus pensamientos.
Se dijo que había terminado con los asesinatos. No podía ver morir a su querida esposa, víctima de un asesinato completamente absurdo en plena calle, y desentenderse de ello y pensar que mañana sería otro día. Pero resultó que sí era algo que había que soportar. De momento, había aguantado aquella sucesión inacabable de mañanas haciendo lo que le ponían delante y nada más.
Al principio fue Howenstow: ocuparse de asuntos relacionados con las tierras que configuraban su legado y la magnífica casa construida en ellas. No importaba que su madre, su hermano y un administrador de fincas llevaran siglos encargándose de los asuntos de Howenstow. Se había sumergido en ellos para evitar sumergirse en otras cosas, hasta que se hundió mitad en el barro mitad en el desastre. La advertencia amable de su madre «Tesoro, deja que me ocupe yo», o «John Penellin lleva semanas trabajando en esta situación, Tommy», o cualquier cosa parecida era algo que apartaba de sí con una frase tan áspera que la condesa viuda suspiraba, le apretaba el hombro y le dejaba hacer.
Pero con el tiempo acabó descubriendo que los asuntos de Howenstow provocaban que Helen se colara en su mente, lo quisiera él o no. Había que desmontar el cuarto del niño a medio terminar, había que guardar la ropa de campo que había dejado en su dormitorio, había que diseñar una placa para su última morada en la capilla de la finca: la última morada donde descansaba con su hijo que no había llegado a nacer. Y luego estaba todo lo que le recordaba a ella: el sendero por el que paseaban juntos cruzando el bosque desde la casa hasta la cala, la galería donde se había parado delante de los cuadros y comentado alegremente los atributos físicos de algunos de sus antepasados más cuestionables, la biblioteca donde hojeaba ejemplares antiguos de Country Life, donde se había repantingado, y dormido al final, con una gruesa biografía de Oscar Wilde.