Como aquello que le recordaba a Helen impregnaba cada rincón de Howenstow, decidió iniciar su caminata. Recorrer penosamente todo el sendero suroccidental de la costa era el reto menos posible que Helen habría emprendido -«Dios mío, Tommy, debes de estar loco. ¿Qué haría yo con unos zapatos tan espantosos?»-, así que sabía que podía andarlo todo con impunidad si elegía hacerlo. No habría nada que le recordara a ella en todo el camino.
Pero no había contado con los recordatorios que fue encontrándose. Nada de lo que había leído sobre el sendero antes de recorrerlo le había preparado para aquello: desde ramos sencillos de flores moribundas a bancos de madera grabados con los nombres de los fallecidos, la muerte le saludaba casi todos los días. Había dejado Scotland Yard porque no podía enfrentarse al deceso repentino y brutal de un ser humano y allí estaba: confrontándole con una regularidad que no hacía más que burlarse de todos sus intentos por olvidar.
Y ahora esto. La inspectora Hannaford no estaba involucrándole exactamente en la investigación del asesinato, pero estaba acercándole. Él no quería, pero al mismo tiempo, no sabía cómo evitarlo porque consideraba que la inspectora era una mujer que cumplía su palabra: si desaparecía convenientemente de la zona de Casvelyn, lo traería de vuelta encantada y no descansaría hasta conseguirlo.
En cuanto a lo que le había pedido que hiciera… Igual que Hannaford, Lynley creía que Daidre Trahair mentía sobre la ruta que había seguido desde Bristol a Polcare Cove el día anterior. A diferencia de la inspectora, Lynley también sabía que Daidre Trahair había mentido en más de una ocasión respecto al hecho de conocer a Santo Kerne. Habría razones detrás de aquellas mentiras -más allá de las que había dado la veterinaria cuando le preguntó por qué había negado conocer la identidad del chico muerto- y no sabía si quería descubrirlas. Era evidente que sus motivos para confundirles eran personales y que aquella pobre mujer no era ni mucho menos una asesina.
Sin embargo, ¿por qué lo creía?, se preguntó. Sabía mejor que nadie que los asesinos vestían miles de disfraces distintos. Los asesinos eran hombres; los asesinos eran mujeres. Para su tormento, los asesinos eran niños. Y las víctimas -por muy repugnantes que pudieran ser en realidad- no debían ser aniquiladas por nadie, fuera cual fuese el móvil para mandarlas prematuramente a su recompensa o castigo eternos. La sociedad se fundamentaba en la idea de que el asesinato estaba mal, de principio a fin, y en que había que administrar justicia para poner al menos un final a todo lo ocurrido, aunque éste no proporcionara satisfacción, ni alivio ni, sin duda, terminara con el dolor. Justicia significaba nombrar y condenar al asesino y justicia era lo que se merecían aquellos a quienes la víctima había dejado atrás.
Una parte de Lynley gritaba que aquello no era problema suyo. Otra parte de él sabía que ahora y eternamente y más que nunca, siempre lo sería.
Cuando llegaron a Casvelyn, Lynley ya estaba, si no convencido del tema, al menos moderadamente de acuerdo con él. En una investigación había que encontrar una explicación para todo. Daidre Trahair formaba parte de ese todo y ella misma se había puesto en esa situación al mentir.
La comisaría de policía de Casvelyn se encontraba en Lansdown Road, en el corazón de la ciudad, justo al pie de la cuesta de Belle Vue, que era la principal subida del pueblo, y fue aquí, delante de la estructura gris y sencilla de dos pisos, donde Bea Hannaford aparcó. Al principio Lynley pensó que pretendía llevarle dentro y presentarle, pero en lugar de eso dijo:
– Venga conmigo. -Le puso una mano en el codo y le guió por donde habían venido.
En la intersección de Lansdown Road y Belle Vue, cruzaron un triángulo de tierra donde los bancos, una fuente y tres árboles proporcionaban a Casvelyn un lugar para reunirse al aire libre cuando hacía buen tiempo. Desde ahí, se dirigieron a Queen Street, que estaba flanqueada de tiendas como las de Belle Vue Lane: había de todo, desde ultramarinos a farmacias. Allí, Bea Hannaford se detuvo y miró en ambas direcciones hasta que, al parecer, vio lo que quería.
– Sí, por aquí. Quiero que vea a qué nos enfrentamos.
«Por aquí» se refería a una tienda que vendía artículos deportivos, tanto material como ropa para actividades de exterior. Hannaford efectuó un reconocimiento admirablemente rápido del lugar, encontró lo que quería, le dijo a la dependienta que no necesitaban ayuda y dirigió a Lynley hacia una pared. En ella había colgadas varias piezas metálicas, la mayoría de acero. No había que ser una lumbrera para ver que se utilizaban para escalar.
Hannaford eligió un paquete que contenía tres artículos hechos de plomo, cable de acero resistente y revestimiento de plástico. El plomo era una cuña gruesa al final de un cable que tendría un poco más de medio centímetro de grosor. En un extremo daba vueltas a través de la cuña y también formaba otro lazo en el otro extremo. En medio había un revestimiento de plástico duro que se enrollaba alrededor del cable y por lo tanto, juntaba con firmeza los dos lados. El resultado era una cuerda robusta con un plomo en un extremo y un lazo en el otro.
– Esto es una cuña de escalada. ¿Sabe cómo se utiliza?
Lynley negó con la cabeza. Obviamente, el artilugio estaba hecho para escalar acantilados. Del mismo modo, la parte del lazo se emplearía para conectar la cuña a algún otro objeto. Pero era lo máximo que podía deducir.
– Levante la mano con la palma hacia usted. Junte los dedos. Se lo enseñaré -dijo la inspectora Hannaford.
Lynley hizo lo que le ordenaba. Ella deslizó el cable entre sus dedos índice y corazón, de manera que el plomo quedó pegado a su palma y el lazo que había en el otro extremo del cable quedó del lado de ella.
– Sus dedos son una grieta en la pared del acantilado -explicó la inspectora-. O una apertura entre dos piedras grandes. Su mano es el propio acantilado. O las piedras. ¿Me sigue? -Esperó a que él asintiera-. La pieza de plomo, la cuña, se encaja todo lo posible en la grieta del acantilado o la apertura entre las dos piedras y el cable queda fuera. En el extremo del lazo del cable -aquí hizo una pausa para examinar la pared de artilugios de escalada hasta que encontró lo que quería y lo cogió- se engancha un mosquetón. Así. Y se ata la cuerda al mosquetón con el tipo de nudo que te hayan enseñado a utilizar. Si estás subiendo, usas las cuñas en la ascensión, cada medio metro o como te sientas cómodo. Si estás haciendo rápel, puedes utilizarlos arriba del todo en lugar de una eslinga para fijar tu cuerda a lo que hayas elegido atarla mientras desciendes.
Le cogió la cuña y junto con el mosquetón los dejó en su lugar en la pared de artículos. Se dio la vuelta y dijo:
– Los escaladores marcan todo su equipo con algún distintivo porque a menudo escalan juntos. Pongamos que usted y yo estamos escalando. Yo utilizo seis cuñas o dieciséis; usted usa diez. Utilizamos mis mosquetones pero sus eslingas. ¿Cómo hacemos para organizamos deprisa y sin discusiones al final…? Marcando cada pieza con algo que no se caiga fácilmente. La cinta aislante es perfecta. Santo Kerne utilizaba cinta negra.
Lynley vio adonde quería llegar la inspectora.
– Así que si alguien quiere estropear el equipo de otra persona, sólo tiene que conseguir el mismo tipo de cinta…