– Y el equipo. Sí, exacto. Puedes dañar el material, poner una cinta idéntica encima del desperfecto y nadie se enterará.
– La eslinga, obviamente, sería lo más fácil de dañar, aunque el corte se notaría, si no a simple vista, al menos sí en el microscopio.
– Que es exactamente lo que pasó, como hemos hablado antes.
– Pero hay algo más, ¿verdad?, o no me habría enseñado esto.
– Los forenses han revisado el equipo de Santo -dijo Hannaford. Le puso la mano otra vez en el codo y comenzó a guiarle hacia el exterior de la tienda. Habló en voz baja-: Alguien manipuló dos de las cuñas. Debajo de la cinta para marcar el material, tanto el revestimiento de plástico como el cable estaban dañados. El revestimiento estaba cortado; el cable colgaba de un hilo, metafóricamente hablando. Si el chico utilizaba una cosa o la otra para el descenso en rápel, estaba sentenciado. Lo mismo puede aplicarse a la eslinga. Era hombre muerto, o escalador muerto, lo que prefiera. Sólo era cuestión de tiempo que utilizara el equipo correcto en el peor momento posible.
– ¿Huellas?
– Mil -dijo Hannaford-. Pero no estoy segura de si resultarán útiles, ya que la mayoría de los escaladores no van siempre solos y es probable que descubramos que Santo tampoco.
– A menos que se encuentre una huella en las piezas dañadas que no esté presente en las otras. Sería difícil para alguien explicarlo.
– Mmm, sí. Pero hay un detalle que me extraña, Thomas.
– ¿Qué detalle? -preguntó Lynley.
– Tres piezas manipuladas en lugar de una. ¿Qué le sugiere eso?
Lynley lo meditó.
– Sólo se necesitaba una pieza dañada para mandarlo al otro barrio -dijo pensativo-, pero llevaba tres. Podríamos concluir que al asesino no le importaba cuándo sucediera, ni siquiera si la caída le mataba, ya que podría haber utilizado las cuñas dañadas en el punto bajo de una ascensión y no usar la eslinga para nada.
– ¿Alguna otra conclusión?
– Si normalmente hacía rápel primero y luego subía, podríamos concluir que tres piezas del equipo dañadas indican que el asesino tenía prisa por acabar con el chico. O, por muy difícil que resulte de creer… -Reflexionó un momento, preguntándose por la probabilidad final y qué sugería.
– ¿Sí? -le instó ella a continuar.
– Tres piezas dañadas… También podríamos concluir que el asesino quería que todo el mundo supiera que era un asesinato.
La inspectora asintió.
– Un poco descabellado, ¿verdad?, pero es lo que he pensado yo.
Fue por pura locura de amor que Kerra quiso salir del hotel y subirse a la bici. Por eso se había puesto la ropa de ciclista y había decidido que unos treinta kilómetros bastarían para borrar de su cabeza aquel pensamiento. Tampoco se tardaba tanto en recorrer treinta kilómetros para alguien con su forma física y si el tiempo seguía mejorando. En un día bueno, si el tiempo acompañaba, podía recorrer cien kilómetros con una mano atada a la espalda, conque treinta eran un juego de niños. También era un juego de niños sumamente necesario, así que se preparó y se dirigió a la puerta.
La llegada del policía le impidió marcharse. Era el mismo tipo de la noche anterior, el agente McNulty, y había en su cara una expresión tan lúgubre que antes de que le comunicara la noticia, Kerra supo que sería mala. Pidió ver a sus padres. Ella le dijo que era imposible.
– ¿No están? -preguntó. Era una pregunta lógica.
– Oh, sí están en casa. Arriba, pero no pueden atenderle. Puede decirme a mí lo que haya venido a decirles a ellos. Han pedido que no les moleste nadie.
– Me temo que tengo que pedirle que vaya a buscarlos.
– Y yo me temo que tengo que decirle que no. Han pedido que les dejen en paz. Lo han dejado bien claro. Por fin están descansando. Estoy segura de que lo comprende. ¿Tiene hijos, agente? Porque cuando alguien pierde a un hijo se hunde, y ellos están hundidos.
Aquello no era exactamente verdad, pero la verdad no generaría compasión. La imagen de su madre y su padre haciéndoselo en el cuarto de Santo como dos adolescentes cachondos hacía que a Kerra se le revolviera el estómago. Ahora mismo no quería tener nada que ver con ellos; en especial con su padre, a quien despreciaba más y más a cada hora que pasaba. Le despreciaba desde hacía años, pero nada de lo que había hecho o no hecho hasta ahora podía compararse con lo que estaba sucediendo en estos momentos.
El agente McNulty transmitió a regañadientes la información en cuanto Alan salió del despacho de marketing, donde había estado revisando un vídeo publicitario.
– ¿Qué ocurre, Kerra? ¿En qué puedo ayudarle? -dijo Alan. Sonaba firme y seguro de sí mismo, como si las últimas dieciséis horas siguieran transformándole-. Soy el prometido de Kerra -le dijo al policía-. ¿Puedo hacer algo por usted?
«¿Prometido? -pensó Kerra-. ¿Mi prometido? ¿A qué viene eso?»
Antes de que tuviera tiempo de corregirle, el poli les proporcionó la información: asesinato. Varias piezas del equipo de Santo habían sido manipuladas, la eslinga y también dos cuñas. La policía querría interrogar primero a la familia. Alan dijo lo que cabía esperar:
– ¿No supondrán que alguien de la familia…? -Logró sonar perplejo e indignado a la vez.
Interrogarían a todo el mundo que conocía a Santo, les dijo el agente McNulty. Parecía bastante emocionado al respecto y Kerra pensó que la vida de un policía de Casvelyn en temporada baja debía de ser terriblemente aburrida, porque los tres cuartos de la población del verano no estaban y los que se quedaban en el pueblo se resguardaban en sus casas de las tormentas atlánticas o sólo cometían alguna que otra infracción leve de tráfico que rompía la monotonía de la vida del agente. Habría que examinar todas las pertenencias de Santo, les comentó el policía. Se elaboraría un historial familiar y…
Kerra ya había tenido suficiente. ¿Historial familiar? Eso sí que sería esclarecedor. Un historial familiar lo mostraría todo: murciélagos en el campanario y esqueletos en el armario, personas enemistadas permanentemente y otras que siempre serían unas desconocidas.
Todo esto le dio otra razón para marcharse. Y luego vino Cadan y la conversación que tuvo con él, provocó que se sintiera culpable.
Después de hablar con el chico cogió la bici. Su padre fue a su encuentro y Alan salió tras él con una cara que decía que le había comunicado la información sobre Santo, por lo que era innecesario que articulara las palabras «lo sabe», aunque eso fue lo que hizo. Kerra quiso decirle que no tenía ningún derecho a contarle nada a su padre. Alan no era de la familia.
– ¿Adonde vas? -le preguntó Ben Kerne a Kerra-. Me gustaría que te quedaras aquí. -Sonaba exhausto. También lo parecía.
¿Te la has follado otra vez?, era la contestación que Kerra deseó dar. ¿Pisó su camisón rojo, se resbaló y se dobló el dedo y tú te derretiste y no viste nada más, ni siquiera que Santo está muerto? Buena forma de olvidarte de todo durante unos minutos, ¿eh? Funciona de maravilla. Siempre ha sido así.
Pero no dijo nada de eso, aunque se moría por despellejarlo.
– Necesito dar una vuelta -dijo-. Tengo que…
– Te necesitamos aquí.
Kerra miró a Alan. Él estaba observándola. Sorprendentemente, ladeó la cabeza en dirección a la carretera para indicarle que se fuera, a pesar de los deseos de su padre. Aunque no quería, le agradecía aquella muestra de comprensión. Al menos en esto, Alan estaba totalmente de su lado.
– ¿Me necesita ella para algo? -le preguntó Kerra a su padre.
Ben se giró y miró arriba, a las ventanas del piso familiar. Las cortinas del dormitorio principal bloqueaban la luz del sol. Detrás, Dellen se enfrentaba a la situación a su manera: sobre los cuerpos aplastados de sus parientes cercanos.
– Se ha vestido de negro -dijo el padre de Kerra.