– Será una decepción para muchas personas, sin duda -contestó ella.
Ben Kerne la miró con tanta angustia en los ojos que por un momento Kerra se arrepintió de sus palabras. No era culpa de su padre, pensó. Pero al mismo tiempo, había cosas que sí lo eran, entre ellas que hablaran de su madre y que, al hacerlo, se vieran reducidos a emplear una serie de palabras escogidas cuidadosamente, como semáforos que se comunicaban a distancia con un lenguaje secreto.
Kerra suspiró, era una persona agraviada que no estaba dispuesta a pedir disculpas. Que él también estuviera afligido era algo que no podía permitirse tener en cuenta.
– ¿Y tú? -le preguntó a su padre.
– ¿Qué?
– Si me necesitas para algo. Porque ella no, ella te querrá a ti. Y viceversa, sin duda.
Ben no respondió. Volvió a entrar en el hotel sin pronunciar palabra y al pasar rozó el hombro de Alan, que parecía intentar descifrar el sentido de la vida.
– Has sido un poco dura, Kerra. ¿No crees?
Lo último que quería ofrecerle a Alan era gratitud por la comprensión que había demostrado antes, así que agradeció la crítica.
– Si has decidido quedarte a trabajar aquí-le dijo-, tendrás que familiarizarte un poco más con la mecánica de tu empleo, ¿de acuerdo?
Igual que su padre, parecía sorprendido. Le gustó que sus palabras le hirieran.
– Ya he captado que estás enfadada -dijo Alan-. Pero lo que no entiendo es por qué. No la parte del enfado, sino del miedo que lo alimenta. No lo comprendo. Lo he intentado, me he pasado casi toda la noche despierto, intentándolo.
– Pobrecito -dijo ella.
– Kerra, todo esto no es nada propio de ti. ¿De qué tienes miedo?
– De nada. No tengo miedo. Hablas de cosas que no entiendes.
– Pues ayúdame a entenderlas.
– No es cosa mía. Te lo desaconsejé.
– Me desaconsejaste trabajar aquí. Esto, tú, lo que te está pasando, y lo que le ha pasado a Santo, no tiene nada que ver con mi empleo.
Kerra sonrió brevemente.
– Pues quédate por aquí, entonces, y pronto descubrirás cuál es la parte esencial de tu empleo, si no lo has hecho ya. Ahora, si me disculpas, quiero salir en bici. Dudo que sigas aquí cuando regrese.
– ¿Vendrás a casa esta noche?
Kerra levantó las cejas.
– Creo que eso ha terminado entre nosotros.
– ¿Qué estás diciendo? Algo ha pasado desde ayer. Aparte de Santo, algo ha pasado.
– Oh, lo sé muy bien. -Se montó en la bici, puso el piñón adecuado para subir el sendero de entrada y se dirigió hacia el pueblo.
Avanzó por el extremo suroriental de St. Mevan Down, donde la hierba sin cortar se doblaba con el peso de las gotas de la lluvia y correteaban algunos perros, agradecidos por aquel descanso en la tormenta. Ella también estaba agradecida y decidió que se dirigiría vagamente hacia Polcare Cove. Se dijo que no tenía ninguna intención de ir al lugar donde había muerto Santo, pero que si acababa allí por casualidad, consideraría que era cosa del destino. No prestaría atención a la ruta, simplemente pedalearía tan deprisa como pudiera, giraría cuando le apeteciera y seguiría recto cuando quisiera.
Sin embargo, sabía que necesitaba una fuente de energía para el tipo de excursión que tenía en mente, así que cuando vio Casvelyn de Cornualles (la tienda de empanadas típicas número uno del condado) a la derecha en la esquina de Burn View Lane, se acercó allí. Era un negocio grande que suministraba empanadas por toda la costa a restaurantes, tiendas, pubs y panaderías más pequeñas que no podían elaborar las suyas propias. El local consistía en una cocina de tamaño industrial al fondo y una tienda en la parte delantera, con diez panaderos trabajando en un área y dos dependientas en la otra.
Kerra apoyó la bicicleta en el escaparate, un monumento magnífico a las empanadas, las barras de pan, las pastas y los panecillos. Entró con la decisión tomada de comprar una empanada de ternera y cerveza, que se comería mientras salía del pueblo.
En el mostrador, hizo su pedido a una chica cuyos impresionantes muslos parecían resultado de haber probado demasiados productos de la panadería. Estaba metiendo la empanada solicitada en una bolsa y cobrándola en la caja cuando apareció la otra dependienta con una hornada recién hecha para colocar en el escaparate. Cuando se cerró la puerta de la cocina, Kerra alzó la vista. En el mismo momento en que su mirada se posaba en la chica de la bandeja, la mirada de la chica se posó en Kerra. Le fallaron las piernas. Se quedó inexpresiva sosteniendo la bandeja delante de ella.
– Madlyn -dijo Kerra. Mucho después pensaría en lo estúpida que había parecido-. No sabía que trabajabas aquí.
Madlyn Angarrack fue a una de las vitrinas, la abrió y colocó las empanadas recién hechas de la bandeja que tenía en la mano.
– ¿De qué es, Shar? -preguntó a la otra chica, que estaba metiendo en una bolsa la compra de Kerra. Su voz era seca.
– De ternera y cerveza -contestó Kerra. Y luego dijo-: Madlyn, le he preguntado a Cadan por ti no hará ni veinte minutos. ¿Cuánto tiempo llevas…?
– Dale una de éstas, Shar. Están recién hechas.
Shar miró a Madlyn y luego a Kerra, como si estuviera interpretando la tensión del ambiente y se preguntara de qué dirección provenía. Pero hizo lo que le habían dicho.
Kerra llevó su empanada hacia donde Madlyn estaba colocando las bandejas ordenadamente.
– ¿Cuándo empezaste a trabajar aquí? Madlyn la miró.
– ¿Por qué quieres saberlo? -Cerró la puerta de la vitrina con un gesto decidido-. ¿Acaso te importa por algo?
Utilizó el dorso de la muñeca para apartarse un mechón de pelo de la cara. Lo tenía corto, bastante oscuro y rizado. En esta época del año, no tenía el color cobrizo que el sol le daba en verano. Kerra pensó en lo muchísimo que se parecía a su hermano Cadan: el mismo color de pelo, abundante y rizado; la misma piel olivácea; los mismos ojos oscuros; la misma forma de la cara. Los Angarrack eran, por lo tanto, totalmente distintos a los hermanos Kerne. Físicamente, así como en cualquier otro aspecto, Kerra y Santo no se parecían en nada.
Pensar de repente en Santo hizo que Kerra parpadeara con fuerza. No le quería allí: ni en su mente ni, definitivamente, cerca de su corazón. Madlyn pareció tomarse aquel gesto como una reacción a su pregunta y a su tono hostil porque prosiguió diciendo:
– Me he enterado de lo de Santo. Siento que se cayera.
Sin embargo, pareció una mera formalidad, una obligación escenificada. Por eso, Kerra dijo más bruscamente de lo que habría hecho:
– No se cayó. Lo asesinaron. La policía ha venido a decírmelo hace un rato. Al principio no lo sabían, cuando lo encontraron. No podían saberlo.
Madlyn abrió la boca como si fuera a hablar, sus labios formaron claramente la primera parte de la palabra «asesinaron», pero no la pronunció, sino que dijo:
– ¿Por qué?
– Porque primero tenían que examinar su equipo de escalada, ¿sabes? Con microscopios o lo que sea que utilicen. Supongo que podrás imaginarte el resto.
– ¿Por qué mataría alguien a Santo, quiero decir?
– Me resulta difícil creer que precisamente tú hagas esa pregunta.
– ¿Estás diciendo…? -Madlyn sostuvo la bandeja vacía en vertical, apoyándola en su cadera-. Teníamos una amistad, Kerra.
– Creo que lo vuestro era mucho más que amistad.
– No hablo de Santo. Hablo de ti y de mí. Éramos amigas, muy amigas. Mejores amigas, podría decirse. ¿Cómo puedes pensar que yo…?
– Pusiste fin a nuestra amistad.
– Empecé a salir con tu hermano. Es lo único que hice. Punto.
– Sí, bueno.
– Y tú lo definiste todo a partir de eso. «Nadie sale con mi hermano y sigue siendo amiga mía», ésa fue tu postura, pero ni siquiera me lo dijiste, ¿verdad? Simplemente cortaste conmigo con tus tijeras oxidadas y eso fue todo. Pones fin a la amistad cuando alguien hace algo que no quieres que haga.