– Lo siento -dijo enseguida-. Oh, Dios mío, Ben. No sé lo que me digo. ¿Por qué no me dejas? Sé que quieres hacerlo, siempre lo has querido. Llevas nuestro matrimonio como una losa. ¿Por qué?
– Por favor, Dell -dijo él. Pero no sabía qué estaba pidiéndole. Se secó la nariz con la manga de la camisa y regresó con ella-. Déjame ayudarte. No van a marcharse hasta que hablen con nosotros.
No añadió lo que también podría haberle dicho: que era probable que la policía volviera más tarde para hablar con Kerra y que también podrían hablar con Dellen entonces. No podía permitir que eso ocurriera, determinó. Necesitaba estar presente cuando hablaran con su mujer y si los investigadores volvían más tarde, siempre existía la posibilidad de que encontraran a Dellen sola.
Se acercó al armario y sacó ropa para ella. Pantalones negros, jersey negro, sandalias negras para sus pies. Eligió la ropa Interior y lo llevó todo a la cama.
– Déjame ayudarte -dijo.
Había sido el imperativo de los años que llevaban juntos. Vivía para servirla. Ella vivía para que la sirvieran.
Retiró las mantas y la sábana de su cuerpo. Debajo, Dellen estaba desnuda y olía mal, y la miró sin sentir ningún deseo. Sin las formas de la niña de quince años con quien había retozado en la hierba entre las dunas, su cuerpo expresaba el odio que su voz no podía pronunciar. Estaba llena de marcas y estirada, teñida y pintada. Era apenas real y, simultáneamente, demasiado corpórea. Era el pasado -confusión y distanciamiento- hecho carne.
Pasó el brazo por debajo de sus hombros y la levantó. Había empezado a llorar. Era un llanto silencioso, horrible de contemplar. Le ensanchaba la boca, le enrojecía la nariz, le empequeñecía los ojos.
– ¿Quieres hacerlo? Pues hazlo. No voy a retenerte. Nunca te he retenido.
– Shhh. Ponte esto -murmuró Ben, y le pasó los brazos por las tiras del sujetador. Dellen no le ayudó en nada, a pesar de sus palabras de ánimo. Se vio obligado a coger sus enormes pechos en sus manos y encajarlos en el sostén antes de abrocharlo por detrás. Así la vistió, y cuando le hubo puesto la ropa, la instó a levantarse y por fin cobró vida.
– No puedo dejar que me vean así -dijo, pero esta vez su tono era distinto. Fue al tocador y de entre el revoltijo de cosméticos y bisutería sacó un cepillo, que pasó con fuerza por su larga melena rubia para desenredarla y se la recogió en un moño aceptable. Encendió una pequeña lámpara de latón que Ben le había regalado hacía tiempo por Navidad y se inclinó sobre el espejo para examinarse la cara. Se aplicó colorete y un poco de rímel y luego rebuscó entre las barras de labios hasta que encontró la que quería y se los pintó.
– De acuerdo -dijo, y se volvió hacia él.
Vestía de negro de los pies a la cabeza, pero sus labios estaban rojos. Rojos como una rosa. Rojos como la sangre.
Mientras llevaba a cabo los preliminares de la investigación con la ayuda del agente McNulty y el sargento Collins, Bea Hannaford pronto descubrió que, sin ningún género de dudas, tenía como asistentes a los equivalentes policiales de Stan Laurel y Oliver Hardy. Se percató de ello de repente, cuando el agente McNulty le comunicó -con una expresión lacrimógena apropiada en su cara- que había informado a la familia de que la muerte de Santo seguramente era un asesinato. Aunque en sí mismo aquello no podía considerarse un trabajo policial execrable, no cabía la menor duda de que haber compartido alegremente con los Kerne los hechos sobre el equipo de escalada del chico muerto sí lo era.
Bea se había quedado mirando a McNulty, con incredulidad al principio. Luego comprendió que no era que se hubiera expresado mal, sino que realmente había revelado detalles vitales de una investigación policial a personas que podían ser sospechosas. Primero explotó, luego quiso estrangularle.
– ¿Qué hace usted exactamente todo el día, pelársela en los baños públicos? -le preguntó después en tono desagradable-. Porque, señor mío, es usted el agente de policía más penoso que he tenido ocasión de conocer. ¿Es consciente de que ya no tenemos nada que sólo sepamos nosotros y el asesino? ¿Comprende en qué situación nos deja eso?
Después le dijo que la acompañara y mantuviera la boca cerrada hasta que ella le diera permiso para hablar.
Al menos en eso el policía sí mostró tener sentido común. Desde el momento en que llegaron al hotel de la Colina del Key Jorge -una muestra ruinosa de art déco que, en opinión de Bea, había que derruir-, el agente McNulty no articuló palabra alguna. Incluso tomó notas y no levantó la cabeza ni una sola vez de su libreta mientras ella hablaba con Alan Cheston y aguardaban a que Ben Kerne regresara acompañado de su esposa.
Cheston no escatimó en detalles: tenía veinticinco años, supuestamente era el compañero de la hija de los Kerne, había crecido en Cambridge y era el único hijo de una física («mi madre», explicó con orgullo) y un bibliotecario de la universidad («mi padre», añadió otra vez innecesariamente), ambos jubilados. Había estudiado en Trinity Hall, ido a la facultad de Económicas de Londres y trabajado en el departamento de marketing de una empresa de reurbanización de Birmingham hasta que sus padres se retiraron a Casvelyn, momento en que se trasladó a Cornualles para estar cerca de ellos en sus últimos años. Era propietario de una casa adosada en Lansdown Road que estaba reformando, para adecuarla a la mujer y la familia que esperaba tener, así que mientras tanto vivía en un estudio al final de Breakwater Road.
– Bueno, no es exactamente un estudio -añadió después de ver que el agente McNulty garabateaba laboriosamente por un momento-. Es más bien una habitación en esa casa que hay al final de la calle, la mansión rosa enfrente del canal. Puedo utilizar la cocina y… bueno, la propietaria es bastante liberal en cuanto al uso del resto de la casa.
Con aquello, Bea supuso que se refería a que la propietaria tenía ideas modernas. Con aquello, Bea supuso que se refería a que él y la hija de Kerne follaban allí impunemente.
– Kerra y yo tenemos intención de casarnos -añadió, como si aquel detalle sutil pudiera calmar las aguas turbulentas de lo que había interpretado erróneamente como preocupación en el rostro de Bea por la virtud de la joven.
– Ah, qué bien. ¿Y Santo? -le preguntó-. ¿Qué clase de relación tenía usted con él?
– Era un chaval estupendo -fue la contestación de Alan-. Era difícil que no te cayera bien. No era un gran intelectual, entiéndame, pero desprendía felicidad, jovialidad. La contagiaba y, por lo que pude ver, a la gente le gustaba estar con él. A la gente en general.
«Alegría de vivir», pensó Bea. Insistió.
– ¿Y qué me dice de usted? ¿Le gustaba estar con él?
– No pasábamos demasiado tiempo juntos. Soy el novio de Kerra, así que Santo y yo… Éramos más como parientes políticos, supongo. Teníamos un trato agradable y cordial cuando hablábamos, pero nada más. No compartíamos los mismos intereses. Él era muy físico. Yo soy más… ¿cerebral?
– Lo que le convierte a usted en una persona más adecuada para llevar un negocio, supongo -señaló Bea.
– Sí, por supuesto.
– Como este negocio, por ejemplo.
El joven no era idiota. Él, a diferencia de los Stan y Oliver con los que tenía que cargar, no confundía la gimnasia con la magnesia, pasara lo que pasase.
– En realidad, Santo se sintió un poco aliviado cuando supo que yo iba a trabajar aquí -dijo-. Le quitó de encima una presión que no deseaba.
– ¿Qué clase de presión?
– Tenía que trabajar con su madre en esta área del negocio y no quería. Al menos eso es lo que me indujo a creer. Me dijo que no era la persona adecuada para esta parte de la operación.
– Pero a usted no le importa trabajar en esta área, trabajar con ella.
– En absoluto.
Cuando respondió, mantuvo los ojos bien clavados en los de Bea y todo el cuerpo inmóvil. Sólo aquello provocó que se preguntara por la naturaleza de su mentira.