– Me gustaría ver el material de escalada de Santo, si me enseña dónde puedo encontrarlo, señor Cheston -dijo la inspectora.
– Lo siento, pero lo cierto es que no sé dónde lo guardaba.
También debía preguntarse sobre aquello. Había contestado con bastante rapidez, como si esperara que le formulara la pregunta.
– Aquí llega Ben con Dellen -dijo al oír el sonido del viejo ascensor cuando Bea estaba a punto de insistir en este tema.
– Volveremos a hablar, seguramente.
– Por supuesto. Cuando usted quiera.
Alan regresó a su despacho antes de que el ascensor llegara a la planta baja y expulsara a los Kerne. Ben salió primero y alargó la mano para ayudar a su mujer. Ella emergió despacio, parecía más bien una sonámbula. «Pastillas», pensó Bea. Estaba sedada, algo esperable en la madre de un chico muerto.
Sin embargo, lo que no era esperable era su aspecto. El término cortés para describirlo sería «belleza ajada». Tendría unos cuarenta y cinco años y sufría la maldición de la mujer voluptuosa: las curvas seductoras de su juventud habían dado paso en la edad madura a la redondez y la caída de las carnes. También había sido fumadora y tal vez todavía lo fuera, porque tenía la piel muy arrugada alrededor de los ojos y agrietada en torno a los labios. No estaba gorda, pero no tenía el cuerpo tonificado de su marido. «Demasiado poco ejercicio y demasiados caprichos», concluyó Bea.
Y, sin embargo, la mujer tenía algo: pedicura en los pies, manicura en las manos, melena rubia espléndida con un brillo agradable, grandes ojos violeta con pestañas negras y gruesas y una forma de moverse que pedía ayuda. Los trovadores la habrían llamado damisela. Bea la llamó «mujer problemática» y esperó a averiguar por qué.
– Señora Kerne, gracias por atendernos. -Y luego le dijo a Ben-: ¿Podríamos hablar en algún sitio? No debería llevarnos demasiado tiempo.
La última frase era típica casuística policial. Bea tardaría lo que tuviera que tardar hasta quedarse satisfecha. Ben Kerne dijo que podían subir al primer piso del hotel. Allí se encontraba el salón de los huéspedes. Estarían cómodos.
Lo estuvieron. La habitación daba a la playa de St. Mevan y estaba amueblada con sofás nuevos y resistentes de felpa, un televisor de pantalla grande, un reproductor de DVD, un equipo de música, un billar y una cocina. Este último espacio tenía artículos para preparar té y una reluciente cafetera de acero inoxidable para cappuccinos. Las paredes exhibían pósters antiguos de escenas deportivas de las décadas de 1920 y 1930: esquiadores, excursionistas, ciclistas, nadadores y tenistas. Estaba bien pensado y era muy bonito. Habían invertido una buena suma en este espacio.
Bea se preguntó de dónde habría salido el dinero para un proyecto como aquél y no se lo pensó dos veces antes de preguntar. En lugar de una respuesta, sin embargo, Ben Kerne preguntó si los policías querían un cappuccino. Bea rechazó el ofrecimiento para ambos antes de que el agente McNulty -que había levantado la cabeza de su libreta con un entusiasmo que a la inspectora le pareció precipitado- pudiera aceptarlo. Kerne se acercó a la cafetera de todos modos, y dijo:
– Si no les importa… -Procedió a preparar un brebaje de algún tipo que colocó en las manos de su esposa. Ella lo cogió sin entusiasmo. Él le pidió que tomara un poco, parecía preocupado. Dellen dijo que no quería, pero Ben fue tenaz-. Tienes que bebértelo -le dijo.
Se miraron y parecieron enzarzarse en una batalla de voluntades. Dellen parpadeó, se llevó la taza a los labios y no la bajó hasta que apuró el contenido, dejando una inquietante mancha roja allí donde sus labios habían tocado la cerámica.
Bea les preguntó cuánto tiempo llevaban viviendo en Casvelyn y Ben contestó que habían llegado hacía dos años. Antes vivían en Truro, tenían dos tiendas de deportes en esa ciudad y las había vendido -junto con la casa familiar- para financiar parcialmente el proyecto de Adventures Unlimited. El resto del dinero procedía del banco, naturalmente. Nadie se embarcaba en una empresa como ésa sin contar con más de una fuente de financiación. Tenían previsto abrir a mediados de junio, pero ahora… No lo sabía.
Bea dejó pasar ese comentario por el momento.
– ¿Se crió en Truro, señor Kerne? ¿Usted y su mujer fueron novios desde la infancia?
Ben dudó al oír aquello, por alguna razón. Miró a Dellen como si se planteara cuál era la mejor manera de articular su respuesta. Bea se preguntó qué era lo que provocaba aquella pausa: haberse criado en Truro o haber sido novios desde la infancia.
– En Truro no -contestó por fin-. Pero en cuanto a lo de novios desde la infancia… -Volvió a mirar a su mujer y no había ninguna duda de que su expresión era de cariño-. Llevamos juntos más o menos desde que éramos adolescentes: desde los quince o los dieciséis años, ¿verdad, Dell? -No esperó a que su mujer respondiera-. Pero éramos como la mayoría de los chicos: salíamos y rompíamos, nos perdonábamos y volvíamos a estar juntos. Lo hicimos durante seis o siete años antes de casarnos, ¿verdad, Dell?
– No lo sé -dijo Dellen-. He olvidado todo eso.
Tenía la voz ronca, la voz de una fumadora. Le quedaba bien. Cualquier otra clase de voz habría resultado absolutamente atípica en ella.
– ¿En serio? -Ben se volvió hacia ella-. El drama de nuestra adolescencia parecía no acabar nunca. Como sucede cuando alguien te importa.
– ¿Qué clase de drama? -preguntó Bea mientras a su lado el agente McNulty seguía garabateando gratamente en su libreta.
– Me acostaba con otros -dijo Dellen sin rodeos.
– Dell…
– Seguramente lo averiguará, así que mejor se lo decimos nosotros -dijo Dellen-. Yo era la puta del pueblo, inspectora. -Luego le dijo a su marido-: ¿Puedes prepararme otro café, Ben? Más caliente, por favor. El anterior estaba bastante tibio.
Mientras su mujer hablaba, el rostro de Ben se volvió pétreo. Tras un segundo de duda, se levantó del sofá donde se había sentado junto a su esposa y se acercó de nuevo a la cafetera. Bea dejó que el silencio se prolongara y cuando el agente McNulty se aclaró la garganta como si fuera a hablar, le dio un golpe en el pie para que siguiera callado. Le gustaba que hubiera tensión durante un interrogatorio, en especial si uno de los sospechosos se la proporcionaba al otro sin querer.
Dellen volvió a hablar al fin, pero miró a Ben, como si lo que decía encerrara un mensaje oculto para él.
– Vivíamos en la costa, Ben y yo, pero no en un lugar como Newquay, donde al menos hay algunos entretenimientos. Éramos de un pueblo donde no había nada que hacer aparte de ir a la playa en verano y practicar sexo en invierno. Y a veces también practicar sexo en verano, si hacía mal tiempo para ir a la playa. Íbamos en pandilla, un grupo de chicos y chicas, y nos liábamos entre nosotros. Salíamos con uno un tiempo, luego con otro unos días. Hasta que nos fuimos a Truro. Ben se marchó primero y yo, chica lista, le seguí al instante. Y aquello marcó la diferencia. Las cosas cambiaron para nosotros en Truro.
Ben regresó con la bebida. También llevaba un paquete de cigarrillos que había cogido de algún sitio de la cocina. Le encendió uno y se lo dio. Se sentó a su lado, bastante cerca.
Dellen apuró el segundo café prácticamente como el primero, como si tuviera la boca de amianto. Cogió el cigarrillo, dio una calada experta e hizo lo que Bea siempre había pensado que era una doble inhalación: se tragó el humo, dejó escapar un poco y volvió a tragárselo todo. Dellen Kerne hizo que el acto pareciera único. Bea intentó examinar detenidamente a la mujer. Le temblaban las manos.
– ¿Las luces de la gran ciudad? -les preguntó a los Kerne-. ¿Fue eso lo que les llevó a Truro?