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– No exactamente -dijo Dellen-. Ben tenía un tío que le acogió cuando tenía dieciocho años. Siempre estaba peleándose con su padre por mí. Papá (el de Ben, no el mío) creía que si conseguía que su hijo se fuera del pueblo también le separaría de mí. O a mí de él. No pensó que yo le seguiría. ¿Verdad, Ben?

Ben puso la mano sobre la de ella. Estaba hablando demasiado y todos lo sabían, pero sólo Ben y su mujer sabían por qué lo hacía. Bea se preguntó qué tenía que ver todo aquello con Santo mientras Ben se esforzaba por tomar el control de la conversación.

– No reinventes la historia. La verdad -y eso se lo dijo directamente a Bea- es que mi padre y yo nunca nos llevamos bien. Su sueño era vivir de la tierra y después de dieciocho años yo ya tuve suficiente. Arreglé las cosas para irme a vivir con mi tío y me marché a Truro. Dellen me siguió al cabo de… No sé… ¿Cuánto tiempo? ¿Ocho meses?

– Parecieron ocho siglos -dijo Dellen-. Mi castigo era saber apreciar algo bueno cuando lo veía, y que todavía lo sé apreciar. -Mantuvo la mirada fija en Ben Kerne mientras le decía a Bea-: Tengo un marido maravilloso cuya paciencia he puesto a prueba durante muchos años, inspectora Hannaford. ¿Puedo tomar otro café, Ben?

– ¿Estás segura de que es sensato?

– Pero más caliente, por favor. Creo que esa máquina no funciona muy bien.

Bea pensó que ése era el tema: el café y lo que el café representaba. Ella no lo había querido y él había insistido. El café como metáfora; Dellen Kerne estaba restregándoselo por la cara.

– Me gustaría ver el cuarto de su hijo, si puedo -dijo la inspectora-. En cuanto se termine el café, naturalmente.

* * *

Daidre Trahair caminaba hacia Polcare Cove por la cima del acantilado cuando le vio. Soplaba un viento fresco y acababa de pararse para volver a atarse el pelo con el pasador de concha. Había logrado recogérselo casi todo y se había puesto el resto detrás de las orejas, y ahí estaba él, tal vez a unos cien metros al sur de donde se encontraba ella. Era obvio que acababa de subir de la cala, así que lo primero que pensó fue que había empezado a caminar otra vez, reanudando su marcha, después de que la inspectora Hannaford lo liberara de toda sospecha. Concluyó que era bastante razonable: en cuanto había dicho que era de New Scotland Yard seguramente había quedado absuelto. Ojalá ella hubiera sido la mitad de lista…

Pero debía ser sincera, al menos consigo misma. Thomas Lynley no les había contado que era de New Scotland Yard. Era algo que los otros dos supusieron anoche en cuanto dijo cómo se llamaba.

Él dijo: «Thomas Lynley». Y uno de ellos, no recordaba cuál, preguntó «¿de New Scotland Yard?» de un modo que pareció decirlo todo. Thomas contestó algo para señalarles que su suposición era correcta y eso fue todo.

Ahora ya sabía por qué. Porque si se trataba del Thomas Lynley de New Scotland Yard, también era el Thomas Lynley cuya mujer había sido asesinada en plena calle delante de su casa de Belgravia. Todos los policías del país conocerían la historia. Al fin y al cabo, la policía era una hermandad, si podía llamársele así. Eso significaba, Daidre lo sabía, que todos los policías del país estaban conectados. Debía recordarlo y debía tener cuidado cuando estuviera con él, independientemente de su dolor y de la tendencia de ella a mitigarlo. «Todo el mundo siente dolor -se dijo-. La vida consiste en aprender a sobrellevarlo.»

Lynley levantó una mano para saludarla. Ella le devolvió el saludo. Caminaron el uno hacia el otro por la cima del acantilado. Aquí el sendero era estrecho e irregular, con fragmentos de piedras carboníferas que sobresalían del suelo, y en el extremo este susurraba un manto de aulagas, una intromisión amarilla que se erguía con fuerza en el viento. Detrás de las aulagas, la hierba crecía con abundancia, aunque en ella pacían libremente las ovejas.

Cuando estuvieron lo bastante cerca como para oírse, Daidre le dijo a Thomas Lynley:

– Vaya, reanudas la marcha, ¿entonces? -En cuanto habló, se percató de que no era así y añadió-: Pero no llevas la mochila, así que no te vas.

Él asintió con solemnidad.

– Serías una buena detective.

– Era una deducción muy elemental, me temo. Cualquier otra cosa se me escaparía. ¿Has salido a pasear?

– Estaba buscándote.

Como había hecho con el pelo de Daidre, el viento alborotó el de Lynley y él se lo apartó de la frente. De nuevo, la veterinaria pensó en lo mucho que se parecía al suyo. Supuso que en verano se le aclaraba bastante.

– ¿A mí? -preguntó-. ¿Cómo sabías dónde encontrarme? Aparte de llamar a la puerta de la cabaña, quiero decir. Porque supongo que esta vez sí habrás llamado. No tengo muchas ventanas más que ofrecerte.

– He llamado. Al no contestar nadie, he echado un vistazo, y he visto huellas recientes y las he seguido. Ha sido bastante fácil.

– Aquí estoy -dijo ella.

– Aquí estás.

Lynley sonrió y pareció dudar por alguna razón, algo que sorprendió a Daidre, ya que parecía el tipo de hombre que no dudaría ante nada.

– ¿Y? -dijo ella, y ladeó la cabeza. Observó que tenía una cicatriz en el labio superior que rompía su físico desconcertantemente. Tenía un rostro atractivo en un sentido clásico: rasgos fuertes bien definidos; ningún indicio de endogamia.

– He venido a invitarte a cenar -explicó Thomas-. Me temo que sólo puedo proponerte el Salthouse Inn, porque aún no tengo dinero y no puedo invitarte a comer y pedirte que pagues tú, ¿verdad? Pero en el hostal cargarán la cena en mi cuenta y como el desayuno era excelente, al menos abundante, imagino que la cena también será aceptable.

– Qué invitación tan sospechosa -dijo Daidre.

Lynley pareció pensar en ello.

– ¿Por lo de «aceptable»?

– Sí. «Te invito a una cena aceptable aunque no ostentosa.» Es una de esas peticiones corteses posvictorianas a la que sólo puede responderse con un «gracias, creo».

Él se rió.

– Lo siento. Mi madre se retorcería en su tumba si estuviera muerta, que no es el caso. Permíteme decir, entonces, que he echado un vistazo al menú de esta noche y parece… si no magnífico, al menos sí bárbaro.

Ella también se rió.

– ¿Bárbaro? ¿De dónde sale eso? Da igual, no me lo digas. Comamos en mi casa. Ya he preparado algo y hay suficiente para dos. Sólo hay que meterlo en el horno.

– Pero entonces estaré doblemente en deuda contigo.

– Que es exactamente donde quiero tenerle, milord.

El rostro de Lynley se alteró, toda diversión desapareció por culpa de su lapsus linguae. Daidre se maldijo por su falta de cautela y lo que presagiaba sobre su capacidad por ocultar otras cosas en su presencia.

– Ah, así que lo sabes -dijo Thomas.

Daidre buscó una explicación y decidió que ya existía una que le parecería razonable incluso a él.

– Cuando anoche dijiste que era de Scotland Yard, quise saber si era cierto. Así que me puse a investigar. -Apartó la vista un momento. Vio que las gaviotas argénteas estaban posándose en la pared cercana del acantilado para pasar la noche, emparejándose en los salientes y en las grietas, agitando las alas, acurrucándose para protegerse del viento-. Lo siento muchísimo, Thomas.

Después de un momento en que más gaviotas aterrizaron y otras volaron alto y graznaron, Lynley dijo:

– No tienes por qué disculparte, yo habría hecho lo mismo en tu situación. Te encuentras a un desconocido en tu casa que dice ser policía, fuera hay un muerto. ¿Qué ibas a creer?

– No me refería a eso.

Volvió a mirarle. Él tenía el viento en contra; ella a favor, y le alborotaba el pelo, que le azotaba la cara a pesar de llevar el pasador.

– ¿Entonces a qué? -preguntó él.

– Tu mujer. Siento muchísimo lo que le pasó. Qué experiencia tan desgarradora has tenido que vivir.