– ¿Qué coño de pregunta es ésa?
– Una que necesita respuesta. Alguien le puso un ojo morado a Santo hace poco. ¿Qué sabe sobre el tema?
Sus hombros se hundieron. Volvió a moverse, pero esta vez se alejó de la luz de la ventana y fue al otro lado de la habitación, donde un ordenador y una impresora descansaban encima de una plancha de contrachapado sobre dos caballetes que formaban una mesa primitiva. En ella había un fajo de papeles boca abajo; Ben Kerne alargó la mano para cogerlos. Bea le detuvo antes de que sus dedos establecieran contacto. Repitió su pregunta.
– No quiso decírmelo -dijo Kerne-. Vi que le habían dado un puñetazo, obviamente. Era un golpe feo. Pero no quiso explicármelo, así que no me quedó más remedio que pensar…
Sacudió la cabeza. Parecía tener información que detestaba revelar.
– Si sabe algo… Si sospecha algo… -dijo Bea.
– No. Es sólo que… Santo gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. No hacía discriminaciones.
– ¿Entre qué?
– Entra las que estaban disponibles y las que no lo estaban; entre las que tenían novio y las que no. Santo era… Era el puro instinto del apareamiento hecho carne. Tal vez le pegara un padre enfadado, o un novio furioso; no quiso decírmelo. Pero le gustaban las chicas y él les gustaba a ellas. Y la verdad es que se dejaba llevar fácilmente a donde una mujer decidida quisiera llevarle. Era… Me temo que siempre fue así.
– ¿Alguien en particular?
– Su última chica se llamaba Madlyn Angarrack. Fueron… ¿Cómo se dice…? ¿Pareja? Más de un año.
– ¿También es surfista, por casualidad? -preguntó Bea.
– Magnífica, por lo que decía Santo. Una campeona nacional en ciernes. Estaba bastante prendado de ella.
– ¿Y ella de él?
– No era un sentimiento no correspondido.
– ¿Cómo se sintió usted al ver que su hijo andaba con una surfista?
Ben Kerne respondió sin apartar la vista.
– Santo siempre andaba con alguien, inspectora. Sabía que se le pasaría, fuera lo que fuese. Como le he dicho, le gustaban las chicas. No estaba dispuesto a comprometerse ni con Madlyn, ni con nadie. Pasara lo que pasase.
Bea pensó que la última frase era extraña.
– Pero ¿usted sí quería que se comprometiera?
– Quería que hiciera las cosas bien y no se metiera en ningún lío, como cualquier padre.
– ¿No era demasiado ambicioso con él, entonces? Son unas expectativas bastante ilimitadas.
Ben Kerne no dijo nada. Bea tenía la impresión de que ocultaba algo y sabía por experiencia que en las investigaciones de asesinato, cuando alguien hacía eso, en general era por propio interés.
– ¿Pegó alguna vez a Santo, señor Kerne? -le preguntó.
La mirada del hombre y la de ella no flaquearon.
– Ya he respondido a esa pregunta.
La inspectora dejó que el silencio flotara en el ambiente, pero aquello no dio ningún fruto. Se vio obligada a seguir y lo hizo centrando su atención en el ordenador de Santo. Tendrían que llevárselo, le dijo a Kerne. El agente McNulty lo desconectaría todo y guardaría los componentes en el coche. Dicho esto, fue a por el fajo de papeles que descansaba sobre la mesa y que Kerne había querido coger. Les dio la vuelta y los desplegó.
Vio que eran varios diseños que incorporaban las palabras Adventures Unlimited en cada uno de ellos. En uno, las dos palabras formaban una ola encrespada. En otro creaban un logotipo circular con el hotel de la Colina del Rey Jorge en el centro. En un tercero, se convertían en la base sobre la que unas siluetas masculinas y femeninas conseguían diversas proezas atléticas. En otro, formaban un aparato de escalada.
– Él… Dios mío.
Bea alzó la vista de los diseños y vio el rostro afligido de Kerne.
– ¿Qué sucede? -preguntó la inspectora.
– Diseñaba camisetas con el ordenador. Estaba… Es obvio que estaba trabajando en algo para el negocio. No le había pedido que lo hiciera. Oh, Dios mío, Santo.
Dijo esto último como una disculpa. Como reacción, Bea le preguntó por el equipo de escalada de su hijo. Kerne le dijo que había desaparecido todo, todos los anclajes, todas las cuñas, todas las cuerdas, todas las herramientas que necesitaría para cualquier escalada que pudiera realizar.
– ¿Lo habría necesitado todo para la escalada de ayer?
– No -le dijo Kerne-. O bien había empezado a guardarlo en otra parte sin que yo lo supiera o se lo llevó todo el día anterior, cuando salió a hacer su última escalada.
– ¿Por qué? -preguntó Bea.
– Nos dijimos cosas muy feas. Sería su forma de reaccionar. Un modo de decirme «ahora verás».
– ¿Y eso provocó su muerte? ¿Estaría demasiado nervioso para examinar detenidamente su equipo? ¿Era de los que hacen eso?
– ¿Si era impulsivo, quiere decir? ¿Lo suficiente como para escalar sin revisar el equipo? Sí -dijo Kerne-, era exactamente así.
Gracias a Dios o a quien apeteciera dar las gracias cuando había que dar las gracias, era el último radiador. No porque fuera el último de todos los radiadores del hotel, sino porque era el último que tendría que pintar hoy. Media hora para lavar los pinceles y precintar las latas de pintura -después de años de práctica trabajando para su padre, Cadan sabía que podía alargar cualquier actividad el tiempo que fuera necesario- y llegaría el momento de marcharse. Aleluya, joder. Notaba un dolor punzante en la parte baja de la espalda y su cabeza estaba reaccionando una vez más a las emisiones de la pintura. Era evidente que no estaba hecho para este tipo de tarea. Bueno, tampoco le sorprendía.
Cadan se puso en cuclillas sobre los talones y admiró su trabajo. Habían cometido una estupidez al colocar la moqueta antes de que alguien pintara los radiadores, pensó. Pero había logrado limpiar la gota más reciente frotando con diligencia y las que no había podido eliminar, imaginaba que quedarían ocultas por las cortinas. Además, era la única gota fea del día y eso significaba algo.
– Nos largamos de aquí, Poohster -declaró.
El loro se equilibró en el hombro de Cadan y contestó con un graznido seguido de «¡tornillos sueltos en la nevera! ¡Llama a la poli! ¡Llama a la poli!», una más de sus frases curiosas.
La puerta de la habitación se abrió mientras Pooh batía sus alas, preparándose para descender al suelo o bien para llevar a cabo una función corporal desagradable en el hombro de Cadan.
– Ni se te ocurra, colega -dijo el chico.
– ¿Quién eres tú, por favor? -dijo una voz de mujer contestando preocupada a su comentario-. ¿Qué haces aquí?
Quien hablaba era una mujer vestida de negro y Cadan imaginó que sería la madre de Santo Kerne, Dellen. Se levantó apresuradamente.
– Polly quiere un polvo, Polly quiere un polvo -dijo Pooh, exhibiendo, no por primera vez, el nivel de grosería que era capaz de adoptar en un momento.
– ¿Qué es eso? -preguntó Dellen Kerne, en clara referencia al pájaro.
– Un loro.
La mujer parecía enfadada.
– Ya veo que es un loro -le dijo-. No soy estúpida ni ciega. ¿Qué clase de loro y qué hace aquí y qué haces tú aquí, por cierto?
– Es un loro mexicano. -Cadan notó que se acaloraba, pero sabía que la mujer no advertiría su turbación porque su piel aceitunada no se sonrojaba cuando la sangre le subía a la cara-. Se llama Pooh.
– ¿Como Winnie the Pooh?
– Sólo que es menos sociable.
Una sonrisa parpadeó en sus labios.
– ¿Por qué no te conozco? ¿Por qué no te había visto antes?
Cadan se presentó.
– Ben…, el señor Kerne me contrató ayer. Seguramente olvidó hablarle de mí por… -Cadan vio hacia dónde iban sus palabras demasiado tarde para evitarlas. Torció la boca y quiso desaparecer, ya que aparte de pintar radiadores y soñar con qué utilidad podía darse al campo de golf había dedicado el día a evitar precisamente un encuentro como aquéclass="underline" estar cara a cara con los padres de Santo Kerne en un momento en el que debía reconocer la magnitud de su pérdida con una frase de pésame adecuada-. Siento lo de Santo -dijo.