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– Infórmeme de todo lo que surja -le dijo a Duke Clarence Washoe-. Tiene que haber algo en el coche que podamos utilizar.

– Respecto a eso, tenemos algunos cabellos en el equipo de escalada. Tal vez podamos sacar algo.

– ¿Con tejido? -preguntó esperanzada.

– Pues sí.

– Guárdelo bien, entonces. Siga trabajando, señor Washoe.

– Puede llamarme Duke Clarence -le recordó.

– Ah, sí -dijo ella-. Lo había olvidado.

Colgaron. Bea se sentó a la mesa. Observó al agente McNulty, que estaba al otro lado de la sala intentando pasar a limpio sus notas, y vio que en realidad el hombre no sabía escribir con ordenador. Buscaba cada letra para teclearla con los índices, haciendo pausas prodigiosas entre pulsación y pulsación. Sabía que si le miraba durante más de treinta segundos pegaría un grito, así que se levantó y se dispuso a salir de la sala.

El sargento Collins se encontró con ella en la puerta.

– Teléfono, abajo -dijo.

– Gracias a Dios -dijo con fervor-. ¿Dónde están?

– ¿Quién?

– Los de la compañía telefónica.

– ¿La compañía telefónica? Aún no han llegado.

– ¿Entonces, qué…?

– El teléfono. Tiene una llamada abajo. Es un agente de…

– De Middlemore -acabó ella-. Será mi ex marido, el subdirector Hannaford. Entreténgalo, necesito tiempo. -Ray, decidió, lo había intentado en el móvil y ahora trataba de localizarla en el fijo. A estas alturas ya echaría fuego por los ojos. No le apetecía mucho comprobarlo-. Dile que acabo de salir a encargarme de un tema. Que me llame mañana, o a casa más tarde. -Era lo máximo que le concedería.

– No es el subdirector Hannaford -dijo Collins.

– Ha dicho un agente…

– Alguien que se llama sir David…

– ¿Qué le pasa a esa gente? -preguntó Bea-. Acabo de hablar por teléfono con un tal Duke Clarence de Chepstow y ¿ahora un sir David?

– Hillier, se llama -dijo Collins-. Sir David Hillier, subdirector de la Met.

– ¿Scotland Yard? -preguntó Bea-. Perfecto, justo lo que necesito.

* * *

Cuando llegó la hora de tomar su trago habitual en el Salthouse Inn, Selevan Penrule necesitaba uno. Y según su forma de ver las cosas, también se lo merecía. Algo fuerte de los Dieciséis hombres de Tain. O los que fueran.

Tener que enfrentarse a la testarudez de su nieta y a la histeria de la madre de ésta en un mismo día sería demasiado para cualquiera. No le extrañaba que David se hubiera llevado a toda la familia a Rhodesia o como se llamara ahora. Seguramente pensó que una buena dosis de calor, cólera, tuberculosis, serpientes y moscas tsé-tsé -o lo que fuera que tuvieran en ese clima espantoso- las metería a las dos en cintura. Pero no lo había logrado, a juzgar por el comportamiento de Tammy y la voz de Sally Joy por teléfono.

– ¿Está comiendo bien? -le había preguntado Sally Joy desde las entrañas de África, donde una conexión telefónica estable era, al parecer, algo similar a la transformación espontánea del gato atigrado en león de dos cabezas-. ¿Sigue rezando, padre Penrule?

– Está…

– ¿Ha subido de peso? ¿Cuánto tiempo pasa de rodillas? ¿Qué hay de la Biblia? ¿Tiene una Biblia?

«Jesusito de mi corazón», pensó Selevan. Sally Joy le mareaba, maldita sea.

– Ya te dije que vigilaría a la chica. Es lo que estoy haciendo. ¿Algo más?

– Oh, soy una pesada. Soy una pesada, ya lo sé. Pero no entiendes lo que es tener una hija.

– Yo también tengo una, ¿no? Y cuatro hijos, por si te interesa.

– Ya lo sé, ya lo sé. Pero en el caso de Tammy…

– O me la dejas a mí o te la mando de vuelta, mujer.

Aquello funcionó. Lo último que querían Sally Joy y David era que su hija regresara a África, que estuviera expuesta a sus penurias y creyera que podía hacer algo para remediarlas sin la ayuda de nadie.

– De acuerdo. Ya lo sé: haces lo que puedes.

«Y mejor que tú», pensó Selevan. Pero eso fue antes de sorprender a Tammy de rodillas. Se había construido lo que él denominaba un banco de oraciones -ella lo describió como un reclinoséqué, pero a Selevan no le iban las palabras extravagantes- en su minúscula zona para dormir en la caravana y al principio pensó que quería colgar la ropa del respaldo, como hacían los hombres con sus trajes en los hoteles elegantes. Pero poco después del desayuno, cuando fue a buscarla para llevarla en coche al trabajo, la encontró arrodillada con un libro abierto en la repisa estrecha y leyendo muy concentrada. Aquello lo descubrió demasiado tarde, porque lo primero que supuso era que la chica estaba pasando el maldito rosario otra vez, a pesar de que ya le había requisado dos. Se acercó a ella y la levantó por los hombros:

– No toleraré estas tonterías -le dijo, y luego vio que sólo estaba leyendo.

Ni siquiera era la Biblia, pero tampoco era mucho mejor. Estaba enfrascada en los escritos de algún santo.

– Santa Teresa de Jesús -reveló la chica-. Yayo, sólo es filosofía.

– Si son los garabatos de alguna santa son chorradas religiosas -le dijo mientras le arrebataba el libro-. Te estás llenando la cabeza de basura, eso es lo que haces.

– No es justo -dijo ella, y se le humedecieron los ojos.

Después condujeron hasta Casvelyn en silencio, con Tammy dándole la espalda, así que lo único que Selevan pudo ver fue la curva de su barbilla testaruda y su melena sin lustre. Se sorbió la nariz y él comprendió que estaba llorando y se sintió… No sabía cómo se sentía y maldijo con todas sus fuerzas a sus padres por habérsela mandado, porque él intentaba ayudar a la chica, hacer que recuperara el poco sentido común que le quedaba, conseguir que viera que debía vivir la vida y no malgastarla entregándose a lecturas sobre las actividades de santos y pecadores.

Así que estaba irritado con ella. Con la obstinación podía lidiar; podía gritar y ser duro, pero las lágrimas…

– Son bolleras, chica, todas ésas, ya sabes. Lo entiendes, ¿no?

– No seas estúpido -dijo en voz baja, y lloró un poco más fuerte.

Le recordó a Nan, su hija. A un trayecto en coche con Nan sentada en la misma postura, dándole la espalda.

«Sólo es ir a Exeter -le había dicho-. Sólo es una discoteca, papá.»

«No toleraré ninguna de estas tonterías mientras vivas bajo mi techo. Así que sécate la cara o probarás la palma de mi mano y no será para secártela.»

¿Tan severo había sido con la chica cuando lo único que quería ella era salir de discotecas con sus amigos? Sí, lo había sido. Porque la cosa empezaba yendo a discotecas con los amigos y acababa en desgracia.

Todo aquello parecía muy inocente ahora. ¿En qué estaría pensando cuando negó a Nan unas horas de placer porque él no las había disfrutado cuando tenía su edad?

El día transcurrió despacio y las nubes cubrieron el cielo interior de Selevan. Estaba más que listo para ir al Salthouse Inn cuando llegó la hora de abrazar a los Dieciséis hombres de Tain. También estaba listo para hablar y la conversación se la proporcionaría su compañero habitual de copas, que ya le esperaba en un rincón al lado de la chimenea cuando entró en el bar del Salthouse Inn a última hora de la tarde.

Era Jago Reeth, y estaba sentado con su habitual pinta de Guinness entre las manos, los tobillos alrededor de las patas de su taburete y la espalda arqueada de manera que las gafas -reparadas en la varilla con un alambre- le habían resbalado hasta la punta de su nariz huesuda. Llevaba su uniforme habitual de vaqueros y sudadera manchado y sus botas estaban, como siempre, grises por el polvo del poliestireno lijado del taller de tablas de surf donde trabajaba. Hacía tiempo que había pasado la edad de jubilarse, pero cuando le preguntaban le gustaba decir: «Los viejos surfistas nunca mueren ni se consumen; simplemente buscan un trabajo normal cuando terminan sus días entre las olas». Los de Jago concluyeron por culpa del parkinson y Selevan siempre sentía compasión por su contemporáneo cuando veía que le temblaban las manos. Pero Jago siempre atajaba cualquier muestra de preocupación: «Ya he vivido lo mío. Es momento de dar paso a los jóvenes».