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Por lo tanto, era el confesor perfecto para la situación en que se encontraba Selevan ahora mismo, y en cuanto tuvo su Glenmorangie en la mano le contó a su amigo el altercado que había tenido por la mañana con Tammy en respuesta a la pregunta de Jago.

– ¿Cómo andas? -le dijo mientras se llevaba la jarra a la boca. Utilizó las dos manos, observó Selevan.

– Se está volviendo bollera -le dijo Selevan al término de su relato.

Jago se encogió de hombros.

– Bueno, los chavales tienen que hacer lo que quieran hacer, amigo. Si no, te metes en un lío. No veo qué sentido tiene hacer eso, ¿sabes?

– Pero sus padres…

– ¿Qué saben los padres? ¿Qué sabías tú, por cierto? Y tú tuviste, ¿cuántos? ¿Cinco? ¿Sabías distinguir la gimnasia de la magnesia cuando tratabas con ellos?

No sabía distinguir nada de nada. Selevan tenía que reconocerlo, incluso cuando trataba con su mujer. Estaba demasiado ocupado cabreándose por tener que encargarse de la maldita lechería en lugar de hacer lo que quería hacer: alistarse en la Marina, ver mundo y largarse bien lejos de Cornualles. Había sido un desastre como padre y como marido y su papel de lechero no se le había dado mucho mejor.

– Para ti es fácil decirlo, amigo -comentó, pero no en tono desagradable. Jago no tenía hijos, nunca se había casado y había pasado su juventud y su madurez siguiendo olas.

Jago sonrió, mostrándole unos dientes que habían vivido mucho uso y pocos cuidados.

– Tienes toda la razón -admitió él-. Debería cerrar el pico.

– Y, de todos modos, ¿cómo iba a entender un inútil como yo a una chica? -preguntó Selevan.

– Sólo hay que evitar que les hagan un bombo demasiado pronto, en mi opinión.

Jago apuró el resto de su Guinness y se apartó de la mesa. Era alto y tardó un momento en desenredar sus largas piernas del taburete. Mientras iba a la barra a pedir otra cerveza, Selevan pensó en lo que había dicho su amigo.

Era un buen consejo, salvo que no se aplicaba a Tammy. Que le hicieran un bombo no figuraba entre sus intereses. De momento, lo que colgaba entre las piernas de los hombres no le seducía lo más mínimo. Si alguna vez la chica llegaba embarazada sería motivo de celebración, no se formaría el alboroto general que normalmente cabría suponer entre padres y parientes furiosos.

– No ha traído a ninguna bollera a casa -dijo cuando Jago volvió.

– Entonces, ¿por qué no se lo has preguntado?

– ¿Y cómo demonios se supone que tengo que plantearlo?

– ¿Te gustan más los felpudos que las pollas, cielo? ¿Por qué? -propuso Jago, y luego sonrió-. Mira, colega, tienes que mantener las puertas abiertas entre vosotros fingiendo que no ves lo que tienes delante. Los chavales no son como en nuestra época. Empiezan pronto y no saben lo que se hacen, ¿verdad? Los mayores están ahí para orientarles, no para dirigirles.

– Es lo que intento hacer -dijo Selevan.

– La cuestión es cómo lo intentas, tío.

Selevan no podía discutírselo. Ya había metido la pata con sus propios hijos y ahora estaba haciendo lo mismo con Tammy. Por el contrario, tenía que reconocerlo, Jago Reeth sí sabía tratar a los jóvenes. Había visto a los dos chicos Angarrack ir y venir de la caravana que Jago tenía alquilada en el Sea Dreams y cuando el chaval muerto, Santo Kerne, había ido a pedirle permiso a Selevan para acceder a la playa a través de su propiedad, acabó pasando más tiempo con el viejo surfista que en el agua cuando le dio su autorización: enceraban juntos la tabla de Santo, la examinaban en busca de abolladuras e imperfecciones, arreglaban las quillas, se sentaban en las sillas de playa en el trozo de césped descuidado que había junto a la caravana y hablaban. ¿Sobre qué?, se preguntaba Selevan. ¿Cómo se hablaba con alguien de otra generación?

Jago contestó como si hubiera formulado las preguntas en voz alta:

– Se trata más de escuchar que de otra cosa, de no soltar discursos cuando lo único que te mueres por hacer es soltar un discurso o dar un sermón. Maldita sea, qué ganas me entran de darles un sermón. Pero espero a que por fin me digan «bueno, ¿y tú qué opinas?», y ahí llega la oportunidad. Así de sencillo. -Guiñó un ojo-. Pero no es fácil, ya sabes. Un cuarto de hora con ellos y lo último que quieres es recuperar la juventud. Traumas y lágrimas.

– Lo dices por la chica -dijo Selevan sabiamente.

– Oh, sí, lo digo por la chica. Se llevó un buen golpe. No me pidió consejo antes ni después, pero… -Entonces bebió un trago largo de cerveza negra y se la pasó por la boca, lo cual seguramente era, pensó Selevan, su única concesión a la higiene bucal-, acabé rompiendo mi propia regla.

– ¿Le soltaste un sermón?

– Le dije lo que haría yo en su lugar.

– ¿Qué?

– Matar a ese cabrón. -Jago lo dijo con tranquilidad, como si Santo Kerne no estuviera muerto como un pavo el día de Navidad. Selevan levantó las dos cejas al oír aquello. Jago prosiguió-: No era posible, naturalmente, porque le dije que lo hiciera como algo simbólico. Mata el pasado, dile adiós; prende una hoguera y echa todo lo que tenga que ver con vosotros dos: agendas, diarios, cartas, felicitaciones, fotos, tarjetas de San Valentín, ositos de peluche, condones usados de su primer polvo si en el momento se había puesto sentimental… Todo. Deshazte de todo y pasa página.

– Fácil de decir -señaló Selevan.

– Cierto. Pero cuando para una chica es el primero y han llegado hasta el final, si las cosas van mal es la única manera. Borrón y cuenta nueva, es lo que pienso yo. Que es lo que por fin empezaba a hacer cuando… Bueno… cuando pasó.

– Qué mala suerte.

Jago asintió.

– Lo empeora todo para ella. ¿Cómo se supone ahora que va a ver a Santo Kerne de una manera real? No. Su trabajo para superarlo ha quedado interrumpido. Ojalá no hubiera sucedido todo esto. No era mal chaval, pero tenía sus cosas y ella no lo vio hasta que fue demasiado tarde, maldita sea. Entonces el tren ya había salido de la estación y lo único que podía hacer era apartarse.

– El amor es una putada -dijo Selevan.

– Es matador -coincidió Jago.

Capítulo 10

Lynley hojeó el libro de Gertrude Jekyll, las fotos y dibujos de jardines con los colores abundantes de la primavera inglesa. Las gamas eran suaves y relajantes y al mirarlas casi pudo sentir cómo sería sentarse en uno de los bancos de madera curada y dejarse llevar por el manto de pétalos de tonos pastel. Así debían ser los jardines, pensó. No los parterres formales de los isabelinos, plantados cuidadosamente con arbustos aburridos y escasa vegetación, sino la imitación exuberante de lo que tendría lugar en una naturaleza en la que hubieran desaparecido las malas hierbas pero donde se permitiera que florecieran otras plantas: bancos de color retozando descontroladamente en céspedes y arriates que desembocaban en senderos serpenteantes, como ocurriría en la naturaleza. Sí, Gertrude Jekyll sabía lo que se hacía.

– Son preciosos, ¿verdad?

Lynley alzó la vista. Daidre Trahair estaba delante de él, ofreciéndole una copa tallada. Mirándola, la veterinaria se disculpó con una mueca y dijo: