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Y el loro respondió:

– ¡Agujeros en el ático! -una expresión cuya procedencia era un misterio para su dueño.

Si hubiera estado trabajando con la bicicleta en lugar de utilizarla como medio de transporte, Cadan no habría tenido al loro con él. Al principio, se llevaba a Pooh y le buscaba una percha cerca de un lateral de la piscina vacía mientras repasaba sus rutinas y desarrollaba estrategias para mejorar no sólo sus acrobacias sino la zona en que las practicaba. Pero alguna maestra del colegio de preescolar que estaba al lado del polideportivo había dado la voz de alarma sobre el vocabulario de Pooh y lo que ocasionaba a los oídos inocentes de los niños de siete años cuyas mentes intentaba moldear y Cadan había recibido la orden: dejar al pájaro en casa si no podía tenerlo callado y si quería utilizar la piscina vacía. Así que no tuvo elección. Hasta hoy, había tenido que usar la piscina porque de momento no había hecho el más mínimo avance con el ayuntamiento para que montara pasarelas para saltos aéreos en Binner Down. Le habían mirado como habrían mirado a un psicópata y Cadan sabía qué pensaban: no sólo exactamente lo mismo que pensaba su padre sino también lo que decía: «¿Veintidós años y juegas con una bicicleta? ¿Qué coño estás haciendo?».

«Nada -pensaba Cadan-. Una mierda. ¿Crees que es fácil? ¿Un tabletop? ¿Un tailwhip? Intentadlo alguna vez.»

Pero por supuesto, nunca lo harían. Ni los concejales ni su padre. Sólo lo miraban y su expresión decía: «Haz algo con tu vida. Búscate un trabajo, por el amor de Dios».

Y eso era lo que tenía que decirle a su padre: tenía un empleo remunerado. Con Pooh en el hombro o no, había conseguido otro trabajo. Por supuesto, no hacía falta que su padre supiera cómo. No hacía falta que supiera que en realidad Cadan había preguntado si Adventures Unlimited había pensado en qué uso podía darle a su campo de golf destartalado y que le habían acabado contratando para ocuparse del mantenimiento del viejo hotel a cambio de utilizar las lomas y hondonadas del campo de golf -excepto los molinos, graneros y otras estructuras varias, naturalmente- para perfeccionar sus figuras aéreas. Lo único que tenía que saber Lew Angarrack era que, después de que lo echara del negocio familiar una vez más por sus múltiples errores -¿y quién diablos quería fabricar tablas de surf de todos modos?-, Cadan había salido y sustituido el Trabajo A por el Trabajo B en 72 horas, lo que era una especie de récord, decidió. Normalmente ofrecía una excusa a su padre para seguir cabreado con él durante cinco o seis semanas como mínimo.

Iba dando botes por la calle sin asfaltar que había detrás de Victoria Road y secándose la lluvia de la cara cuando su padre le adelantó con el coche de camino a casa. Lew Angarrack no miró a su hijo, aunque su expresión de desagrado decía a Cadan que se había quedado con la imagen que daba, por no hablar de que habría recordado por qué su vastago iba en bici bajo la lluvia y ya no al volante de su coche.

Delante de él, Cadan vio que su padre bajaba del RAV4 y abría la puerta del garaje. Dio marcha atrás con el Toyota para entrar y cuando Cadan cruzó la verja con la bicicleta y accedió al jardín trasero, Lew ya había dado un manguerazo a su tabla de surf. Estaba sacando el traje de neopreno del 4x4 para lavarlo también, mientras el agua borboteaba de la manguera sobre el césped.

Cadan le observó un momento. Sabía que se parecía a su padre, pero las similitudes no iban más allá del físico. Los dos eran bajos y fornidos, tenían el pecho y los hombros anchos, así que su constitución era triangular, y lucían la misma mata de pelo oscuro, aunque a su padre le crecía cada vez más por todo el cuerpo, por lo que empezaba a parecerse al apodo secreto que le había puesto la hermana de Cadan: Hombre Gorila. Pero ahí acababa todo. En cuanto al resto, eran como la noche y el día. La idea que tenía su padre de pasar un buen rato era asegurarse de que todo estuviera siempre en su sitio y que nada cambiara ni un ápice hasta el fin de sus días, mientras que la de Cadan era… bueno, totalmente distinta. El mundo de su padre era Casvelyn de principio a fin y si alguna vez pasaba de la orilla norte del Oahu -«un gran sueño, papá, tú sigue soñando»- sería el mayor milagro de todos los tiempos. Cadan, por otro lado, recorría kilómetros antes de irse a dormir y el objetivo de esos kilómetros iba a ser su nombre en luces brillantes, los Juegos X, medallas de oro y su careto sonriente en la portada de Ride BMX.

– Hoy había viento de mar a tierra. ¿Por qué has salido?

Lew no contestó. Pasó agua por encima del traje de neopreno, le dio la vuelta e hizo lo mismo con el otro lado. Lavó los escarpines, el gorro y los guantes antes de mirar a Cadan y luego al loro mexicano que llevaba en el hombro.

– Será mejor que apartes a ese pájaro de la lluvia -dijo.

– No le pasará nada -dijo Cadan-. En su país llueve. No has cogido ninguna ola, ¿no? La marea está subiendo. ¿Adonde has ido?

– No necesitaba olas. -Su padre recogió el traje del suelo y lo colgó donde siempre: sobre una silla plegable de aluminio cuyo asiento de tela estaba hundido por el peso fantasmagórico de mil traseros-. Quería pensar. No hacen falta olas para pensar, ¿verdad?

Entonces, ¿por qué se había tomado la molestia de preparar el equipo y bajarlo hasta el mar?, quiso preguntarle Cadan. Pero no lo hizo porque si se lo preguntaba, obtendría una respuesta y ésta no sería lo que había estado pensando su padre. Existían tres posibilidades, pero como una de ellas era el propio Cadan y su lista de transgresiones, decidió renunciar a seguir hablando del tema. Así que siguió a su padre al interior de la casa, donde Lew se secó el pelo con una toalla colgada con este objeto detrás de la puerta. Luego se acercó al hervidor de agua y lo encendió. Tomaría un café instantáneo, solo, con una cucharada de azúcar. Se lo bebería en una taza que ponía Newquay Invitational. Se quedaría junto a la ventana y miraría el jardín trasero y cuando se terminara el café, fregaría la taza. El señor Espontaneidad.

Cadan esperó a que Lew tuviera el café en la mano y se colocara junto a la ventana como siempre. Empleó ese tiempo para dejar a Pooh en el salón en su percha habitual. Regresó a la cocina y dijo:

– Tengo trabajo, papá.

Su padre bebió. No hizo ningún ruido. No sorbió el líquido caliente ni gruñó para hacerle saber que le había oído.

– ¿Dónde está tu hermana, Cade?

Cadan se negó a que la pregunta le deprimiera.

– ¿Has oído lo que te he dicho? Tengo trabajo. Un trabajo bastante bueno.

– ¿Y tú has oído lo que te he preguntado yo? ¿Dónde está Madlyn?

– Como hoy es un día laborable para ella, supongo que estará trabajando.

– Me he pasado por allí. No estaba.

– Entonces no sé dónde está. Ahogando las penas en alguna parte, llorando por los rincones… Lo que sea en lugar de tranquilizarse como haría cualquiera. Ni que se hubiera acabado el mundo.

– ¿Está en su cuarto?

– Ya te he dicho…

– ¿Dónde? -Lew todavía no se había dado la vuelta, algo que exasperaba a Cadan. Le entraron ganas de tomarse seis cervezas de golpe delante de su cara, sólo para llamar su atención.

– Ya te he dicho que no sé dónde…

– ¿Dónde es el trabajo? -Lew se giró, no sólo la cabeza sino todo el cuerpo. Se apoyó en la repisa de la ventana. Miró a su hijo y Cadan sabía que estaba estudiándolo, evaluándolo, y que el veredicto era que no daba la talla. Había visto esa expresión en el rostro de su padre desde que tenía seis años.

– En Adventures Unlimited -contestó-. Voy a encargarme del mantenimiento del hotel hasta que empiece la temporada.

– ¿Y luego qué?

– Si todo va bien, daré un curso. -Esto último era mucho imaginar, pero todo era posible, y estaban realizando el proceso de selección de instructores para el verano, ¿no? Rápel, escalada, kayak, natación, vela… Él sabía hacer todo eso y aunque no le quisieran para esas actividades, siempre quedaba el ciclismo acrobático y sus planes para modificar el maltrecho campo de golf. Aunque aquello no se lo mencionó a su padre. Una palabra sobre ciclismo acrobático y Lew leería «motivos ocultos» como si Cadan llevara la palabra tatuada en la frente.