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– Sólo tengo jerez de aperitivo. Creo que está aquí desde que compré la casa, hará ya… ¿cuatro años? -Sonrió-. No bebo mucho, así que en realidad no sé… ¿El jerez se pasa? No sé decirte si es seco o dulce, para serte sincera. Pero creo que es dulce. En la botella ponía «crema».

– Pues será dulce. Gracias. -Cogió la copa-. ¿Tú no bebes?

– Tengo una copita en la cocina.

– ¿No vas a permitirme que te ayude? -Señaló con la cabeza hacia el lugar donde había escuchado ruidos domésticos-. No se me da muy bien. Soy espantoso, sinceramente, pero estoy seguro de que podré cortar algo si hay que cortar algo. Y medir también. Puedo decirte sin ruborizarme que soy un genio midiendo tazas y cucharadas.

– Es un consuelo -contestó ella-. ¿Eres capaz de preparar una ensalada si todos los ingredientes están colocados sobre la encimera y no tienes que tomar decisiones importantes?

– Mientras no tenga que aliñarla… No querrás que maneje lo que sea que se usa para aliñar una ensalada.

– No puedes ser tan negado -le dijo ella con una carcajada-. Seguro que tu mujer… -Calló. Su expresión se alteró, seguramente porque la de él también se había alterado. Ladeó la cabeza arrepentida-. Lo siento, Thomas. Es difícil no referirse a ella.

Lynley se levantó de su silla con el libro de Jekyll todavía en la mano.

– A Helen le habría encantado un jardín de Gertrude Jekyll -dijo-. Podaba los rosales de nuestra casa de Londres porque decía que estimulaba el nacimiento de más flores.

– Sí, tenía razón. ¿Le gustaba la jardinería?

– Le gustaba estar en los jardines. Creo que le gustaba el efecto de haber trabajado en el jardín.

– ¿Pero no estás seguro?

– No lo sé seguro.

Nunca se lo había preguntado. Simplemente llegaba a casa después del trabajo y la encontraba con unas tijeras de podar en la mano y un cubo de rosas cortadas y marchitas a sus pies. Le miraba y se apartaba el pelo oscuro de la mejilla y decía algo sobre las rosas, sobre los jardines en general. Y lo que decía le arrancaba una sonrisa. Y la sonrisa le obligaba a olvidarse del mundo que había más allá de las paredes de su jardín, un mundo que había que olvidar y encerrar para que no se entrometiera en la vida que compartía con ella.

– Tampoco sabía cocinar, por cierto -añadió Thomas-. Se le daba fatal. Era un desastre absoluto.

– ¿Entonces ninguno de los dos cocinaba?

– Ninguno de los dos. Yo sabía preparar huevos con tostadas, por supuesto, y a Helen se le daba de maravilla abrir latas de sopa, alubias y salmón ahumado, aunque había grandes posibilidades de que metiera la lata en el microondas y quemara todo el sistema eléctrico de la casa. Contratamos a una persona que nos hacía la comida. Era o curry para llevar o morir de hambre. Y la cantidad de curry que se puede comer tiene un límite.

– Pobrecitos -dijo Daidre-. Ven conmigo, pues. Supongo que al menos podrás aprender algo.

Regresó a la cocina y Thomas la siguió. De un armario, sacó un cuenco de madera -grabado con figuras primitivas bailando alrededor del borde- y cogió una tabla de cortar y varios alimentos reconocibles, gracias a Dios, que debían combinarse para preparar la ensalada. Le asignó la tarea dándole un cuchillo y diciendo:

– Échalo todo. Es lo bonito de las ensaladas. Cuando hayas llenado suficiente el cuenco, te enseñaré a preparar un aliño sencillo que no pondrá a prueba tus escasos talentos. ¿Alguna pregunta?

– Estoy seguro de que tendré alguna mientras vaya haciendo.

Trabajaron en un silencio cordial, Lynley en la ensalada y Daidre Trahair en un plato con judías verdes y menta. En el horno estaba cociéndose algo que olía a hojaldre y algo más hervía a fuego lento en un cazo. En un momento tuvieron preparada la comida y Daidre le instruyó en el arte de poner la mesa, algo que al menos sí sabía hacer, pero permitió que ella le enseñara porque hacerlo le permitía a él observarla y evaluarla.

Era muy consciente de las instrucciones de la inspectora Hannaford, y si bien no le gustaba la idea de utilizar la hospitalidad de Daidre Trahair como herramienta de investigación en lugar de como medio para acceder amigablemente a su mundo, su lado de policía venció la parte de él que era una criatura social necesitada de comunicarse con otras criaturas de su especie. Así que observó y esperó y permaneció atento a los detalles que pudiera recabar sobre ella.

Había pocos. La veterinaria iba con mucho cuidado. Lo cual era, en sí mismo, un detalle valioso.

Atacaron la cena en el minúsculo comedor de Daidre, donde un trozo de cartón pegado a una ventana le recordó su deber de repararla. Comieron algo que ella denominó Portobello Wellington junto con una guarnición de cuscús con tomates secos, judías verdes con ajo y menta y la ensalada de Thomas aliñada con aceite, vinagre, mostaza y un aderezo italiano. No tenían vino para beber, sólo agua con limón. Daidre se disculpó por ello, igual que había hecho con el jerez.

Dijo que esperaba que no le importara que la cena fuera vegetariana. No era estricta, le explicó, porque no consideraba pecado consumir productos animales como huevos y cosas así. Pero cuando se trataba de la carne de sus criaturas amigas en el planeta, le parecía demasiado… demasiado caníbal.

– Lo que les ocurre a los animales le ocurre al hombre -dijo-. Todo está conectado. -A Thomas le sonó a cita y, justo mientras lo pensaba, ella le dijo sin sonrojarse que lo era. Explicó con encanto-: En realidad no son palabras mías. No recuerdo quién las dijo o las escribió, pero cuando las leí hace unos años me pareció que era muy cierto.

– ¿No se aplica a los zoológicos?

– ¿Si encerrar a los animales provoca el encierro del hombre, quieres decir?

– Algo así. No me gustan demasiado los zoos, perdona.

– A mí tampoco. Se remontan a la época victoriana, ¿verdad? Ese entusiasmo por conocer el mundo natural sin sentir compasión por él. En realidad desprecio los zoos, si te soy sincera.

– Pero eliges trabajar en ellos.

– Elijo comprometerme a mejorar las condiciones de los animales que viven allí.

– Subviertes el sistema desde dentro.

– Tiene más sentido que llevar un cartel de protesta, ¿no crees?

– Como ir a la caza del zorro con un arenque colgado del caballo.

– ¿Te gusta cazar zorros?

– Me parece execrable. Sólo he ido una vez, un 26 de diciembre. Debía de tener unos once años. Mi conclusión fue que Oscar Wilde tenía razón, aunque en ese momento no habría sabido expresarlo así. Sólo vi que no me gustaba. La idea de una jauría persiguiendo a un animal aterrado, y luego permitir despedazarlo si lo encuentran… No era para mí.

– Tienes un corazón indulgente con el mundo animal, entonces.

– No soy cazador, si es a lo que te refieres. Habría sido un hombre prehistórico muy malo.

– No habrías servido para matar mamuts.

– Me temo que la evolución se habría interrumpido precipitadamente si yo hubiera sido el jefe de la tribu.

Daidre se rió.

– Qué chistoso eres, Thomas.

– Sólo de vez en cuando -dijo él-. Cuéntame cómo subviertes el sistema.

– ¿En el zoo? No tan bien como me gustaría. -Se sirvió más judías verdes y le pasó el cuenco-. Come más. La receta es de mi madre. El secreto está en la menta, hay que echarla en aceite de oliva caliente el tiempo justo para que se seque y así libere su sabor -arrugó la nariz-, o algo así. En cualquier caso, las judías las hierves durante cinco minutos. Si las dejas más, se ponen blandas, que es lo último que se pretende.

– No hay nada peor que una judía blanda -señaló Thomas. Se sirvió otra ración-. Mis elogios para tu madre. Están buenísimas. Debe de estar orgullosa. ¿Dónde vive tu madre? La mía al sur de Penzance, cerca de Lamorna Cave. Y me temo que cocina tan bien como yo.

– ¿Eres un hombre de Cornualles, entonces?

– Más o menos, sí. ¿Y tú?