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Ben decidió llamar desde su despacho y no desde el piso familiar y bajó por las escaleras para prolongar lo inevitable. Cuando llegó, no descolgó el teléfono enseguida, sino que miró la pizarra donde estaban marcadas las semanas anteriores y posteriores a la inauguración de Adventures Unlimited en forma de calendario con las actividades y las reservas anotadas en él. En la pizarra vio reflejado lo mucho que necesitaban a Alan Cheston. Durante los meses anteriores a la llegada de Alan, Dellen se había encargado del marketing de Adventures Unlimited, pero no lo había asumido como un trabajo de verdad. Tenía ideas, pero prácticamente no les daba continuidad. La organización no era su fuerte.

«¿Y cuál es su fuerte, si me permites preguntártelo? -habría dicho su padre-. No, no te molestes, no hace falta que me respondas. Todo el puto pueblo sabe qué es lo que se le da bien, que no te quepa la menor duda, hijo mío.»

No era cierto, naturalmente. Sólo era la forma que tenía su padre de ridiculizarle porque creía que no había que alabar a los niños, algo que en la mente de Eddie Kerne significaba que los niños no debían tener confianza en sus propias decisiones. No era mal hombre, sólo firme en su manera de ser, que no era la de Ben, así que chocaron.

Igual que el propio Ben y su hijo, pensó. El verdadero infierno de ser padre era darse cuenta de que tu propio padre proyectaba una sombra de la que no podías esperar escapar.

Examinó el calendario. Quedaban cuatro semanas para la inauguración y tenían que abrir, aunque no veía cómo podrían hacerlo. Su corazón no estaba en ello, pero habían invertido tantísimo dinero en el proyecto que no abrir o posponer la inauguración no eran alternativas viables. Además, para Ben las reservas que tenían eran pactos que no podían romperse, y si bien no contaban con tantas como había soñado en este punto del desarrollo del negocio, confiaba en que haber contratado a Alan Cheston solucionaría aquel tema. Alan tenía ideas y los medios para convertirlas en realidad. Era listo, y también un líder. Y lo más importante, no se parecía en nada a Santo.

Ben detestó la deslealtad de aquel pensamiento. Al pensar en ello estaba haciendo lo que había jurado que nunca haría: repetir el pasado. «¡Estás pensando con la puta polla, chico!», habían sido las palabras de su padre, entonadas sólo variando la emoción que las subrayaba: desde la tristeza a la furia, pasando por el escarnio y el desdén. Santo había hecho casi lo mismo y Ben no quería pensar en qué había detrás de la tendencia de su hijo a los devaneos sexuales o adónde podía haberle llevado esa tendencia.

Antes de poder evitarlo mucho más, descolgó el teléfono de su mesa. Marcó los números. No dudaba de que su padre aún estaría levantado y rondaría por la casa destartalada. Como Ben, Eddie Kerne era insomne. Todavía estaría horas despierto, haciendo lo que hiciera uno por la noche cuando estaba comprometido con un estilo de vida ecológico, como había decidido su padre hacía tiempo. Eddie Kerne y su familia sólo tenían electricidad si podían generarla gracias al viento o al agua; sólo tenían agua si podían desviarla de un arroyo o subirla de un pozo. Tenían calefacción cuando los paneles solares la producían. Cultivaban o criaban lo que necesitaban para alimentarse y su casa era una granja abandonada y en ruinas, comprada a un precio de ganga y rescatada de la destrucción por Eddie Kerne y sus hijos: piedra a piedra, encalada, techada y con unas ventanas montadas con tanta inexperiencia que el viento invernal se filtraba por las rendijas entre los marcos y las paredes.

Su padre respondió como lo hacía normalmente.

– Al habla -rugió. Cuando Ben no habló de inmediato, su padre añadió-: Si estás ahí, dale ya. Si no, cuelga el teléfono.

– Soy Ben.

– ¿Qué Ben?

– Benesek. No te he despertado, ¿verdad?

– ¿Y qué si lo has hecho? -preguntó después de una breve pausa-. ¿Acaso ahora te importa alguien aparte de ti mismo?

«De tal padre, tal astilla -quiso responder Ben-. Tuve un profesor muy bueno.» Pero en lugar de eso dijo:

– Santo murió ayer. He pensado que querrías saberlo, ya que él te tenía cariño, y he pensado que tal vez el sentimiento era mutuo.

Otra pausa. Esta fue más larga. Y luego:

– Cabrón -dijo su padre. Su voz era tan tensa que Ben pensó que iba a romperse-. Cabrón. No has cambiado, ¿verdad, joder?

– ¿Quieres saber lo que le pasó a Santo?

– ¿Qué le dejaste hacer?

– ¿Qué hice esta vez, quieres decir?

– ¿Qué pasó, maldita sea? ¿Qué coño pasó?

Ben se lo contó tan brevemente como pudo. Al final añadió el tema del asesinato. No lo llamó «asesinato», sino que utilizó la palabra «homicidio».

– Alguien dañó su equipo de escalada -le dijo a su padre.

– Dios santo. -La voz de Eddie Kerne se alteró, había pasado del enfado al horror. Pero volvió a pasar al enfado rápidamente-: ¿Y qué diablos estabas haciendo tú mientras él escalaba algún maldito acantilado? ¿Mirándole? ¿Animándole? ¿O montándotelo con ella?

– Salió a escalar solo. Yo no sabía que se había ido. No sé por qué fue. -Esto último era mentira, pero no podía soportar darle más munición a su padre-. Al principio creyeron que había sido un accidente, pero cuando examinaron su equipo vieron que alguien lo había manipulado.

– ¿Quién?

– Bueno, no lo saben, papá. Si lo supieran, lo habrían detenido y el tema estaría solucionado.

– ¿«Solucionado»? ¿Así hablas de la muerte de tu hijo? ¿De tu propia sangre? ¿«Solucionado»? ¿El tema se soluciona y tú sigues con tu vida? ¿Es eso, Benesek? ¿Tú y esa cómo se llame avanzáis hacia el futuro y dejáis atrás el pasado? Bueno, se te da bien eso, ¿no? Y a ella también. Ella es un genio, si mal no recuerdo. ¿Cómo se ha tomado todo esto? Interfiere en su estilo de vida, ¿no?

Ben había olvidado los énfasis desagradables del discurso de su padre, cargado de palabras y preguntas mordaces, todas diseñadas para socavar la conciencia frágil que uno tenía de sí mismo. Nadie debía ser un individuo en el mundo de Eddie Kerne. La familia significaba adherirse a una sola creencia y un solo modo de vida. «De tal palo, tal astilla», pensó de repente. Cuánto la había fastidiado con la clase de paternidad que le habían concedido.

– Todavía no hay fecha para el funeral -dijo Ben-. La policía no nos ha entregado el cuerpo. Ni siquiera le he visto todavía.

– ¿Cómo diablos sabes que es Santo, entonces?

– Como su coche estaba en el lugar, como su identificación estaba en el coche, como todavía no ha vuelto a casa, creo que se puede decir sin temor a equivocarnos que se trata de Santo.

– Eres un desgraciado, Benesek. Mira que hablar así de tu propio hijo…

– ¿Qué quieres que diga cuando nada de lo que diga será correcto? He llamado para contártelo porque ibas a enterarte igual por la policía y he pensado…

– No quieres eso, ¿verdad? Que yo y la poli hablemos. Que yo me ponga a hablar por esta boquita y ellos pongan la oreja.

– Si es lo que crees… -dijo Ben-. Lo que iba a decir es que supuse que agradecerías saber la noticia por mí y no por la policía. Hablarán contigo y con mamá. Hablarán con todo el mundo relacionado con Santo. He pensado que querrías saber qué les traía por tu propiedad cuando aparezcan.

– Oh, habría imaginado que tenía que ver contigo -dijo Eddie Kerne.

– Sí. Supongo que sí.

Ben colgó entonces, sin despedirse. Estaba de pie, pero se sentó a su mesa. Notaba una gran presión creciendo en su interior, como si un tumor en su pecho estuviera aumentando hasta un tamaño que le cortaría la respiración. La habitación parecía cerrada. Pronto se agotaría el oxígeno.

Necesitaba escapar. Como siempre, habría dicho su padre. Su padre: un hombre que reescribía la historia para adaptarla al propósito que exigiera cada momento. Pero para este momento no había ninguna historia, sólo podía lidiar con el presente.