Se levantó. Recorrió los pasillos hasta el cuarto del material, adonde ya había ido antes y adonde había llevado a la inspectora Hannaford. Esta vez, sin embargo, no se acercó a la hilera de armarios largos donde guardaban el equipo de escalada, sino que cruzó la habitación y entró en otra más pequeña, donde había un aparador del tamaño de un armario ropero grande con un candado colgando del cerrojo. La única llave que había de esta cerradura obraba en su poder y ahora la utilizó. Cuando abrió la puerta, el olor a goma vieja fue intenso. Habían pasado más de veinte años. Antes incluso de que naciera Kerra. Seguramente se caería a trozos.
Pero no fue así. Se puso el traje antes de tener claro por qué se lo ponía, vistiéndose todo de neopreno, y se subió la cremallera de la espalda ayudándose del cordón, un tirón fuerte. El resto fue fácil. No se había deteriorado porque siempre había cuidado su equipo.
«Anda, venga, vámonos a casa -le decían sus amigos-. No seas cabrón, Kerne. Se nos está helando el culo.»
Había una manguera y la usaba para quitar la sal, y luego hacía lo mismo cuando llevaba el equipo a casa. Los equipos de surf eran caros y no quería tener que comprarse otro porque la sal hubiera deteriorado y podrido el que tenía. Así que lavaba el traje a conciencia -los escarpines, los guantes y también el gorro-, y lo mismo con la tabla. Sus compañeros se desternillaban y le llamaban mariquita, pero él no cedía en sus intenciones.
Pensó en eso y en todo lo demás. Sintió la maldición de su propia determinación.
La tabla también estaba en el armario. La sacó con cuidado y la examinó. No tenía ni una abolladura, la superficie todavía estaba encerada. Una verdadera antigualla para los estándares de hoy pero perfectamente adecuada para lo que pensaba hacer, fuera lo que fuese, porque no lo sabía exactamente. Tan sólo quería salir del hotel. Cogió los escarpines, los guantes y el gorro y se puso la tabla bajo el brazo.
El cuarto del material tenía una puerta que conducía a la terraza y de ahí se llegaba a la piscina todavía vacía. Una escalera de hormigón en el otro extremo del área de la piscina conducía a la colina a la que el viejo hotel debía su nombre y un sendero a lo largo del borde de dicha colina seguía la curva de la playa de St. Mevan. Pegadas al acantilado había una hilera de casetas de playa, no las típicas que normalmente se encuentran separadas, sino una fila unida que parecía un establo largo y bajo con puertas azules estrechas.
Ben siguió esta ruta, aspirando el aire frío y salado y escuchando el estrépito de las olas. Se detuvo arriba de las casetas para ponerse el gorro de neopreno, pero los escarpines y los guantes se los enfundaría cuando llegara a la orilla.
Miró el mar. Había subido la marea, así que los arrecifes estaban cubiertos y mantendrían las olas constantes. Desde allí parecían tener un metro y medio de altura y el oleaje venía del sur. Rompían a la derecha, con viento de tierra. Si hubiera sido de día -incluso si estuviera amaneciendo o atardeciendo-, se consideraría que las condiciones eran buenas hasta para esta época del año, cuando el agua todavía estaría fría como un cubito de hielo.
Nadie hacía surf de noche. Abundaban los peligros, desde tiburones a arrecifes y corrientes. Pero la cuestión no era tanto surfear como recordar, y, aunque Ben no quería recordar, hablar con su padre estaba obligándole a ello. Era eso o quedarse en el hotel de la Colina del Rey Jorge, y con eso sí que no podía.
Bajó la escalera hasta la playa. Allí abajo no había luces, pero al menos las farolas altas del sendero de la colina iluminaban las rocas y la arena. Siguió su camino por las placas de pizarra y las piedras de arenisca, restos de la cima del acantilado que ahora formaba la base de la colina, y por fin pisó la playa. No era la arena blanda de una isla tropical, sino los cascajos producidos a lo largo de millones de años a medida que el suelo helado fue calentándose, hasta que los desprendimientos lentos dejaron gravilla gruesa tras de sí y el agua que golpeaba constantemente estas rocas las redujo a pequeños granos duros que brillaban con el sol, pero que a oscuras estaban apagados y tenían un color gris y pardusco, implacables para la piel y ásperos al tacto.
A su derecha estaba el Sea Pit, y ahora la marea alta lo llenaba con agua nueva, casi sumergiéndola para conseguirlo. A su izquierda estaba el afluente del río Cas y, más allá, lo que quedaba del canal de Casvelyn. Delante tenía el mar, agitado y exigente, llamándolo.
Dejó la tabla en la arena y se enfundó los escarpines y los guantes. Se puso un momento en cuclillas -una figura negra agachada dando la espalda a Casvelyn- y observó la fosforescencia de las olas. De joven iba a la playa por la noche, pero no para hacer surf. Cuando terminaban de coger olas, encendían una hoguera. Cuando lo único que quedaban eran las brasas, se ponían en parejas y, si la marea era baja, las magníficas cuevas de Pengelly Cove les hacían señas. Allí hacían el amor. Sobre una manta, o no. Semivestidos o desnudos. Borrachos, un poco achispados o sobrios.
Ella era más joven en esa época. Le pertenecía. Era lo que él deseaba, lo único que deseaba. Ella también lo sabía y ahí había surgido el problema.
Ben se levantó y se acercó al agua con la tabla. No tenía cuerda, pero no importaba. Si la perdía, la perdía. Como tantas otras cosas en su vida, mantener la tabla cerca de él si se caía era una preocupación que ahora mismo no podía controlar.
Sus pies y tobillos recibieron primero el impacto del frío y luego fueron las piernas, los muslos y el torso. La temperatura de su cuerpo tardaría unos momentos en calentar el agua dentro del traje y, mientras tanto, el frío glacial le recordaba que estaba vivo.
Con el agua a la altura de los muslos, se deslizó sobre la tabla y comenzó a remar por el agua blanca hacia el arrecife de la derecha. La espuma le salpicó la cara y las olas bañaron su cuerpo. Pensó, brevemente, que podría remar para siempre, hasta que se hiciera de día, hasta que estuviera tan lejos de la orilla que Cornualles fuera tan sólo un recuerdo. Pero en lugar de eso, gobernado sombríamente por el amor y el deber, se detuvo después de los arrecifes y allí se sentó en la tabla a horcajadas. Primero dando la espalda a la orilla, mirando el mar inmenso y ondulante. Luego giró la tabla y vio las luces de Casvelyn: la hilera de farolas altas que brillaban blancas en la colina y luego el resplandor ámbar detrás de las cortinas de las ventanas de las casas del pueblo, como las luces de gas del siglo xix o las hogueras de una época anterior.
Las olas eran seductoras, le ofrecían un ritmo hipnótico que era tan reconfortante como falso. Era como regresar al vientre materno. Podías tumbarte sobre la tabla, mecerte en el mar y dormir para siempre. Pero las olas rompían -el agua caía sobre sí misma- y la masa continental que había debajo subía hasta la orilla. Aquel lugar entrañaba peligro y también seducción. Había que actuar o someterse a la fuerza de las olas.
Se preguntó si, después de tantos años, reconocería el momento: esa confluencia de forma, fuerza y ondulación que anunciaba al surfista que había que lanzarse. Pero algunas cosas eran un acto reflejo y vio que coger olas era una de ellas. La comprensión y la experiencia se fusionaban en la aptitud, y el paso del tiempo no se la había robado.
Se formó la cúspide de la ola y Ben se elevó con ella: primero remando, después con una rodilla sobre la tabla, y luego se irguió. No tenía gomas autoadhesivas en la cola de la tabla para mantener el pie fijo en su sitio porque en esta tabla -en su tabla- nunca había colocado esta pieza. Se lanzó a la pared de la ola. Giró ganando altura y velocidad, sus músculos actuaban sólo de memoria. Entonces se encontró en el tubo y estaba limpio. «Habitación verde, colega -habrían gritado-. ¡Yiiijáa! Estás en la habitación verde, Kerne.»
Surfeó hasta que sólo quedó agua blanca y allí se bajó, con el mar a la altura de los muslos otra vez en la parte menos profunda, y cogió la tabla antes de que se alejara de él. Se quedó quieto con las olas interiores rompiendo contra él. Le costaba respirar y permaneció allí hasta que los latidos de su corazón se ralentizaron.