– No en todos los sentidos -dijo su padre-. No. Eso no.
– Eso. Lo sabes. «Eso.» Y en sentidos que me afectaban a mí.
– Ah. Madlyn.
– Éramos mejores amigas antes de que Santo se fijara en ella.
– Kerra, Santo no quería…
– Sí, sí quería. Vaya si quería, joder. Y lo peor de todo es que no le hizo falta perseguirla. Ya estaba persiguiendo… ¿Qué? ¿A tres chicas más? ¿O ya había terminado con ellas? -Sabía que su voz transmitía lo que parecía: resentimiento. Pero en aquel momento le pareció que nada en su vida había estado nunca a salvo de la depredación.
– Kerra -dijo su padre-, la gente elige su camino. No puedes hacer nada para remediarlo.
– ¿De verdad crees eso? ¿Así la defiendes a ella? ¿A él?
– No estoy…
– Sí. Siempre lo has hecho, al menos con ella. Te ha puesto en ridículo durante casi toda mi vida y me juego lo que quieras que también desde el día en que la conociste.
Si a Ben le ofendió el comentario de Kerra, no lo dijo.
– No hablaba de tu madre, tesoro, ni tampoco de Santo. Hablaba de ese chico, Stuart, fuera quien fuese, de Madlyn Angarrack. -Hizo una pausa antes de acabar diciendo-: De Alan, Kerra. De todo el mundo. Las personas elegirán su camino. Es mejor que las dejes hacerlo.
– ¿Como hiciste tú, quieres decir?
– No puedo explicarte más.
– ¿Porque es un secreto? -preguntó Kerra, y no le importó que la pregunta sonara como una provocación-. ¿Como el resto de cosas de tu vida? ¿Como el surf?
– No elegimos dónde querer. No elegimos a quién querer.
– Yo no lo creo en absoluto -dijo ella-. Dime por qué no te gustaba que Santo hiciera surf.
– Porque creía que no le aportaría nada bueno.
– ¿Es lo que te pasó a ti?
Ben no dijo nada. Por un momento, Kerra pensó que no respondería. Pero al final dijo lo que sabía que diría:
– Sí. A mí no me aportó nada bueno. Así que colgué la tabla y seguí adelante con mi vida.
– Con ella -señaló Kerra.
– Sí. Con tu madre.
Capítulo 11
La inspectora Hannaford llegó tarde a la comisaría de policía, con un humor de perros y con las palabras de despedida de Ray todavía atormentándola. No quería que nada de lo que tuviera que decirle habitara en su conciencia, pero su ex marido sabía cómo transformar un «adiós» de un momento social inocuo en un dardo envenenado y había que ser veloz para esquivarlo. Ella era rápida verbalmente cuando no tenía nada más en la cabeza, pero en mitad de una investigación de asesinato le resultaba imposible serlo.
Había tenido que ceder en el tema de Pete, otra razón por la que llegaba tarde a la comisaría. Dada la ausencia de agentes del equipo de investigación criminal para trabajar, y a que sólo le habían prestado un equipo de relevo -¿y quién diablos sabía cuándo iban a retirárselo?-, tendría que dedicar muchas horas al caso y alguien debía cuidar a Pete. No tanto porque el chico no pudiera cuidar de sí mismo, ya que llevaba años cocinando y había perfeccionado el arte de hacer la colada el día que su madre había vuelto púrpura su querida camiseta del Arsenal, sino porque había que llevarlo del colegio al entreno de fútbol o a esta visita o aquélla y había que vigilar el tiempo que pasaba en Internet y controlarle los deberes o no se molestaría en hacerlos. En resumen, era un chico de catorce años que necesitaba la supervisión habitual de sus padres. Bea sabía que debía agradecer que su ex marido estuviera dispuesto a asumir el reto.
Salvo que… Estaba convencida de que Ray había orquestado toda la situación sólo por ese motivo: para conseguir acceso libre a Pete. Quería tener una vía más segura con su hijo y había visto todo aquello como una oportunidad para conseguirlo. El nuevo entusiasmo de Pete por quedarse en casa de su padre sugería que Ray también estaba triunfando en ese terreno, lo que provocó que Bea se preguntara cómo enfocaba exactamente Ray la paternidad: desde las comidas que servía a Pete hasta la libertad que le daba.
Así que acribilló a preguntas a su ex marido mientras Pete iba a la habitación de invitados -su habitación, como la llamaba él- a guardar sus cosas, y Ray consiguió encontrar la raíz de sus preguntas de esa forma que tanto lo caracterizaba.
– Está contento de estar aquí porque me quiere -fue su contestación-. Igual que está contento de estar contigo porque te quiere. Tiene dos padres, no uno, Beatrice. Si lo ponemos todo en una balanza, es algo bueno, lo sabes.
Bea quiso decirle «¿dos padres? Ah, vale. Genial, Ray», pero en lugar de eso, dijo:
– No quiero que le expongas a…
– ¿Chicas de veinticinco años correteando desnudas por casa? -preguntó-. Me temo que no. Les he dicho al harén de bellezas que viven aquí en la mansión Playboy que las orgías se posponen de manera indefinida. Tienen el corazón roto, yo mismo estoy destrozado, pero ahí lo tienes. Pete es lo primero.
Se había apoyado en la encimera de la cocina. Había revisado el correo del día anterior y no había indicio alguno de la presencia de alguien más en la casa. Bea lo había comprobado tan subrepticiamente como había podido, diciéndose que no quería exponer a Pete a ninguna relación sexual promiscua de nadie, a su edad y antes de tener la oportunidad de explicarle cada una de las enfermedades de transmisión sexual que podía contraer si jugaba con las partes de su cuerpo.
– Tienes unas ideas muy extrañas de cómo empleo el poco tiempo libre de que dispongo, cariño -le dijo Ray.
Bea no mordió el anzuelo. Le dio una bolsa de provisiones porque no quería estar en deuda con él por quedarse con Pete durante una temporada cuando no le tocaba. Entonces gritó el nombre de su hijo, se despidió de él con un abrazo y le dio un beso en la mejilla con el ruido más fuerte que pudo, a pesar de que el niño se retorciera y dijera «ay mami», y se marchó de la casa.
Ray la siguió hasta el coche. Hacía viento y el día estaba gris, también comenzaba a llover, pero no corrió ni buscó refugio. Esperó a que Bea hubiera subido y le hizo un gesto para que bajara la ventanilla. Cuando ella la bajó, Ray se inclinó hacia delante y dijo:
– ¿Qué hará falta, Beatrice?
– ¿Cómo? -preguntó ella, sin ocultar su irritación.
– Para que me perdones. ¿Qué tengo que hacer?
Bea sacudió la cabeza con incredulidad, dio marcha atrás por el sendero de entrada y se alejó. Pero no consiguió borrar la pregunta de su cabeza.
Estaba predispuesta a enfadarse con el sargento Collins y el agente McNulty cuando por fin entró en la comisaría a grandes zancadas, pero los dos pobres patanes hicieron que fuera imposible sentir algo parecido al enfado. Debido a su tardanza, Collins había estado a la altura de las circunstancias y había encomendado a la mitad de los agentes de relevo sondear la zona en un radio de cinco kilómetros a partir de Polcare Cove por si obtenían algo interesante de los habitantes de las diversas aldeas y granjas. A los demás les dijo que comprobaran los historiales de todas las personas relacionadas con el crimen: cada uno de los Kerne -en especial la situación financiera de Ben Kerne y si ésta había cambiado con el fallecimiento de su hijo-, Madlyn Angarrack, la familia de ésta, Daidre Trahair, Thomas Lynley y Alan Cheston. Estaban tomando las huellas a todo el mundo y habían informado a los Kerne de que el cuerpo de Santo estaba listo para la formalidad del proceso de identificación en Truro.
Mientras tanto, el agente McNulty había estado trabajando en el ordenador de Santo Kerne. Cuando Bea llegó, se encontraba revisando todos los e-mails borrados («Voy a tardar horas, maldita sea», le comunicó, como si esperara que le dijera que olvidara aquella operación tediosa, algo que no tenía intención de hacer) y antes de eso había extraído de los archivos del ordenador lo que parecían más diseños para camisetas.