McNulty los había dividido en categorías: negocios locales cuyos nombres reconocía (como pubs, hoteles y tiendas de surf); grupos de rock tanto populares como sumamente desconocidos; festivales, desde música a arte; y, por último, aquellos diseños que eran cuestionables porque «tenía un presentimiento sobre ellos», lo que Bea interpretó que significaba que no sabía qué representaban. Se equivocaba, como descubrió enseguida.
El primer diseño de camisetas cuestionable era para LiquidEarth, un nombre que Bea reconoció de la factura encontrada en el coche de Santo Kerne. Era, le explicó el agente McNulty, el nombre de una empresa de fabricación de tablas de surf. El propietario era Lewis Angarrack.
– ¿Como Madlyn Angarrack? -le preguntó Bea.
– Es su padre.
– Interesante.
– ¿Qué hay de los otros?
Cornish Gold era el segundo diseño que había destacado. Pertenecía a una fábrica de sidra, le dijo.
– ¿Por qué es importante?
– Es el único negocio de fuera de Casvelyn. He pensado que merecía la pena investigarlo.
McNulty tal vez no fuera tan inútil como había concluido antes, se dijo Bea.
– ¿Y el último? -Examinó detenidamente el diseño. Al parecer constaba de dos lados. El anverso declaraba: Realiza un acto de subversión escrito encima de un cubo de basura, que sugería de todo, desde bombas en la calle a hurgar en las basuras de los famosos para recoger información y venderla a los tabloides. En el reverso, sin embargo, el asunto se aclaraba. Come gratis, decía un pilluelo a lo Artful Dodger que señalaba el mismo cubo de basura, volcado y con el contenido desparramado por el suelo.
– ¿Qué opinas de este dibujo? -preguntó Bea al agente.
– No sé, pero me ha parecido que valía la pena investigarlo porque no tiene nada que ver con ninguna organización, a diferencia de los otros. He tenido un presentimiento, ya se lo he dicho. Lo que no puede identificarse debe examinarse.
Sonaba como si citara un manual. Pero demostraba sentido común, la primera señal que daba de él. Aquello la esperanzó.
– Puede que tenga futuro en esta profesión -le dijo Bea.
El agente no pareció del todo contento con la idea.
Por la mañana, Tammy estaba callada, lo que inquietó a Selevan Penrule. Siempre había sido taciturna, pero esta vez su falta de conversación parecía indicar un ensimismamiento que no había mostrado hasta entonces. Antes, a su abuelo siempre le había parecido que la chica tenía un carácter prodigiosamente tranquilo, otra señal más de que algo raro le pasaba, porque se suponía que a su edad no debía ser tranquila respecto a nada. Se suponía que tenía que preocuparse por su piel y su cuerpo, por llevar la ropa adecuada y el peinado perfecto y otras tonterías así. Pero esa mañana parecía absorta en algo. Selevan albergaba pocas dudas sobre qué era ese algo.
Estudió cómo enfocar el tema. Pensó en la conversación que había mantenido con Jago Reeth y en lo que Jago había dicho sobre orientar y no dirigir a los jóvenes. A pesar de que Selevan había reaccionado diciéndole «para ti es fácil decirlo, amigo», tenía que reconocer que las palabras de Jago eran sensatas. ¿Qué sentido tenía intentar imponer tu voluntad a un adolescente cuando éste también tenía su propia voluntad? Las personas no tenían que hacer lo mismo que sus padres, ¿no? Si así fuera, el mundo no cambiaría nunca, nunca evolucionaría, tal vez nunca sería interesante siquiera. Todo sería rígido, generación tras generación. Pero, por otro lado, ¿tan malo era eso?
Selevan no lo sabía. Lo que sí sabía era que había acabado haciendo lo mismo que sus padres, pese a sus propios deseos sobre el asunto y por un giro cruel del destino personificado en la salud enfermiza de su padre. Así que cedió al deber y el resultado final fue que continuó con una lechería de la que había querido escapar cuanto antes, primero de niño y luego de adolescente. Nunca pensó que aquella situación fuera justa, así que debía preguntarse si la familia estaba siendo justa con Tammy, al oponerse a sus deseos. Por otro lado, ¿qué pasaba si sus deseos no eran sus deseos sino el resultado de su miedo? Esa pregunta sí requería una respuesta. Pero no podía contestarse a menos que se formulara.
Sin embargo, esperó. Primero tenía que cumplir la promesa que le había hecho a ella y a sus padres, y eso significaba revisar su mochila antes de llevarla en coche al trabajo. La chica se sometió al registro con resignación. Le observó en silencio. Selevan notaba su mirada mientras hurgaba en sus pertenencias en busca de material prohibido. Nada. Un almuerzo escaso, una cartera con cinco libras que le había dado como asignación dos semanas antes, un bálsamo de labios y su libreta de direcciones. También había una novela de bolsillo y Selevan se abalanzó sobre ella al considerarla una prueba. Pero el título -Las sandalias del pescador- sugería que por fin estaba leyendo sobre Cornualles y su patrimonio, así que lo dejó pasar. Le devolvió la mochila con un comentario brusco:
– Quiero verla siempre así.
Luego se fijó en que llevaba puesto algo que no había visto antes. No era una prenda nueva. Seguía vistiendo toda de negro de los pies a la cabeza, como la reina Victoria después de la muerte de su marido Alberto, pero lucía algo distinto alrededor del cuello. Lo llevaba por dentro del jersey y lo único que podía ver era la cuerda verde.
– ¿Qué es esto? -preguntó, y lo sacó. No parecía un collar; pero si lo era, era el más extraño que había visto nunca.
Tenía dos extremos, idénticos los dos, con unos cuadrados pequeños de tela. Estaban decorados con una M bordada sobre la que también había grabada una pequeña corona dorada. Selevan examinó los cuadrados de tela con recelo.
– ¿Qué es esto, niña? -preguntó a Tammy.
– Un escapulario -contestó ella.
– ¿Un escapu qué?
– Un escapulario.
– ¿Y qué significa la M?
– María.
– ¿Qué María? -preguntó. Ella suspiró.
– Oh, yayo -fue su respuesta.
Esta reacción no le alivió precisamente. Se guardó el escapulario y le dijo que moviera el trasero hacia el coche. Cuando se reunió con ella, sabía que había llegado el momento, así que habló.
– ¿Es miedo? -le preguntó.
– ¿Qué miedo?
– Ya sabes qué miedo: a los hombres. ¿Tu madre te ha…? Ya sabes. Maldita sea, ya sabes de qué estoy hablando, niña.
– La verdad es que no.
– ¿Te ha hablado tu madre…?
A su mujer, su madre no se lo había contado. La pobre Dot no sabía nada. Había llegado a él no sólo virgen, sino también ignorante como un corderito. Él había estado desastroso por culpa de la inexperiencia y los nervios, que se manifestaron en impaciencia y provocaron que ella llorara de terror. Pero las chicas modernas no eran así, ¿verdad? Ya lo sabían todo antes de cumplir diez años.
Por otro lado, la ignorancia y el miedo explicaban muchas cosas sobre Tammy. Porque podían ser la raíz de lo que estaba viviendo actualmente, guardándoselo todo para ella.
– ¿Te ha hablado tu madre de eso, niña?
– ¿De qué?
– De las flores y las abejas. Los gatos y los gatitos. ¿Te ha contado tu madre?
– Oh, yayo -dijo ella.
– Déjate de «oh, yayo» y ponme al tanto, maldita sea. Porque si no te lo ha contado…
«Pobre Dot -pensó-. Pobre Dot, que lo ignoraba todo.» Era la mayor en una familia de chicas y nunca había visto a un hombre adulto desnudo excepto en los museos, y la pobre mujer realmente pensaba que los genitales de los hombres tenían forma de hoja de parra… Dios mío, qué horror de noche de bodas. Lo que aprendió de ella fue lo idiota que había sido por mostrar respeto y esperar al matrimonio, porque si lo hubieran hecho antes al menos ella habría sabido si quería casarse de verdad… Sólo que entonces habría insistido en casarse, así que lo mirara como lo mirase, se vio atrapado; como siempre lo había estado: por el amor, por el deber y ahora por Tammy.