Al menos tuvo la gentileza de sentirse moderadamente avergonzada.
– Oh, vaya, Dios mío. Bueno, la verdad es que nunca dejo ganar a nadie. Nunca me ha parecido correcto.
– Eres… asombrosa -dijo Thomas-. La cabeza me da vueltas.
– Es que juego mucho. No te lo he dicho, ¿verdad?, así que pagaré una penalización por no contarte la verdad. Te ayudaré con los platos.
Cumplió su palabra y fueron a la cocina en un ambiente cordial; él se encargó de lavar y ella de secar. Le hizo limpiar los fogones -«es lo justo», le dijo-, pero ella barrió el suelo y fregó la pila. Thomas se descubrió disfrutando de su compañía y, en consecuencia, se sintió incómodo cuando tuvo que enfrentarse a la tarea que le habían encomendado.
La hizo de todos modos. En el fondo de su esencia era policía y alguien había muerto a consecuencia de un asesinato. Daidre había mentido a un investigador e independientemente de que estuviera disfrutando de la velada, tenía un trabajo que hacer para la inspectora Hannaford y pensaba hacerlo.
Lo emprendió a la mañana siguiente y desde su habitación en el Salthouse Inn fue capaz de distanciarse bastante. Gracias a unas sencillas llamadas telefónicas descubrió que alguien que se llamaba Daidre Trahair era, en efecto, uno de los veterinarios del zoo de Bristol. Cuando pidió hablar con la doctora Trahair, le comunicaron que se había cogido unos días de baja para atender un asunto familiar en Cornualles.
Aquella noticia no le dio que pensar. A menudo la gente afirmaba tener que ocuparse de asuntos familiares cuando dichos asuntos simplemente se correspondían con la necesidad de escapar unos días de un trabajo estresante. Decidió que no podía tomárselo en cuenta.
La historia sobre el hermano chino adoptado también era cierta. Lok Trahair estudiaba, efectivamente, en la Universidad de Oxford. La propia Daidre estaba licenciada en biología por la Universidad de Glasgow y después había estudiado en el Royal Veterinary College para obtener el título de veterinaria. Todo aquello estaba muy bien, pensó Lynley. Tal vez tuviera secretos que deseaba ocultar a la inspectora Hannaford, pero no eran sobre su identidad o la de su hermano.
Siguió ahondando en su educación, pero ahí fue donde topó con el primer problema. Daidre Trahair había estudiado la secundaria en Falmouth, pero antes de eso no había ningún expediente de ella. No constaba como alumna de ninguna escuela del pueblo: ni pública ni privada, ni normal ni internado ni de monjas… No había nada. O no había vivido en Falmouth durante esos años de su educación o la habían mandado fuera o se había escolarizado en casa.
Sin embargo, habría mencionado haber estudiado en casa, ya que, como había reconocido ella misma, había nacido allí. Era una continuación lógica, ¿no?
No estaba seguro. Tampoco estaba seguro de qué más podía hacer. Estaba considerando sus opciones cuando un golpeteo en la puerta de su habitación lo despertó de sus pensamientos. Siobhan Rourke le entregó un paquete pequeño. Acababa de llegar en el correo, le dijo.
Thomas le dio las gracias y cuando estuvo solo otra vez, lo abrió automáticamente y encontró su cartera. También la abrió. Era un acto reflejo, pero fue más que eso. De repente, recuperó la conciencia de quién era; un hecho para el que no estaba preparado. El carné de conducir doblado en un cuadrado, una tarjeta de débito, tarjetas de crédito, una foto de Helen.
La cogió entre sus dedos. Era de Helen en Navidad, menos de dos meses antes de morir. Tuvieron unas vacaciones apresuradas, sin tiempo para visitar a la familia de ella ni de él porque Lynley estaba en medio de un caso. «No te preocupes, habrá otras Navidades, cariño», le había dicho ella.
«Helen», pensó.
Tuvo que obligarse a regresar al presente. Guardó en su sitio en la cartera la foto de su mujer con la mejilla apoyada en la mano, sonriéndole desde la mesa del desayuno, el pelo todavía despeinado, la cara lavada, como le encantaba a él. Dejó la cartera en la mesita de noche, junto al teléfono. Se sentó en silencio, escuchando sólo su respiración. Pensó en su nombre. Pensó en su cara. No pensó en nada.
Al cabo de un momento, reanudó su trabajo. Se planteó sus opciones. Había que seguir investigando a Daidre Trahair, pero no quería ser él quien lo hiciera, por mucha lealtad que sintiera hacia un colega policía. Porque él no era policía, ni aquí ni ahora. Pero otros sí.
Antes de poder frenarse, porque sería muy fácil hacerlo, descolgó el teléfono y marcó un número que conocía mejor que el suyo. Y una voz tan familiar como la de un familiar respondió al otro lado: Dorothea Harriman, la secretaria de departamento de New Scotland Yard.
Al principio no estaba seguro de si podría hablar, pero al final consiguió decir:
– Dee.
Ella le reconoció al instante.
– Comisario… Inspector… ¿Señor? -dijo en voz muy baja.
– Sólo Thomas -dijo él-. Sólo Thomas, Dee.
– Oh, madre mía, no, señor -fue su respuesta. Dee Harriman, quien nunca había llamado a nadie por otro nombre que no incluyera su rango completo-. ¿Cómo está, comisario Lynley?
– Estoy bien, Dee. ¿Está Barbara disponible?
– ¿La sargento Havers? -Una pregunta estúpida, nada propia de Dee. Lynley se dijo que por qué la había hecho-. No. No está, comisario. No está aquí. Pero el sargento Nkata anda por aquí, y el inspector Stewart. Y también el inspect…
Lynley le ahorró el recitado interminable.
– Llamaré a Barbara al móvil. Y, Dee…
– Diga, comisario.
– No le digas a nadie que he llamado. ¿De acuerdo?
– Pero ¿está usted…?
– Por favor.
– Sí, sí, por supuesto. Pero esperamos… No sólo yo… Sé que hablo por todo el mundo si le digo…
– Gracias.
Colgó. Pensó en telefonear a Barbara Havers, compañera de tantos años y amiga cascarrabias. Sabía que le ofrecería su ayuda encantada, pero lo haría demasiado encantada y, si se encontraba en medio de una investigación, lo haría igualmente y luego padecería las consecuencias de ese ofrecimiento sin mencionárselo.
No sabía si podía hacerlo por otros motivos: lo que había sentido en cuanto escuchó la voz de Dorothea Harriman. Era demasiado pronto, obviamente, tal vez la herida fuera demasiado profunda para que sanara.
Sin embargo, un chico había muerto y Lynley era quien era. Volvió a descolgar el teléfono.
– ¿Sí? -El modo de responder era típico de Havers. También lo hizo gritando, porque era evidente que estaba desplazándose a algún sitio en la trampa mortal de su coche, a juzgar por el ruido de fondo.
Respiró hondo, todavía indeciso.
– Eh. ¿Hay alguien ahí? -dijo ella-. No te oigo. ¿Me oyes?
– Sí. Te oigo, Barbara -dijo-. El juego está en marcha. ¿Puedes ayudarme?
Hubo una pausa larga. Lynley oyó ruidos procedentes de su radio, el sonido distante del tráfico. Prudentemente, pareció, Havers se detuvo en el arcén de la carretera para hablar. Pero siguió sin decir nada.
– ¿Barbara? -dijo Lynley.
– Dígame, señor -fue su respuesta.
LiquidEarth se encontraba en Binner Down, entre un grupo de pequeñas empresas manufactureras en los terrenos de una base aérea militar desmantelada hacía tiempo. Era una reliquia de la Segunda Guerra Mundial, reducida durante todas aquellas décadas posteriores a una combinación de edificios destartalados, calles llenas de surcos y cubiertas de zarzas. Entre las construcciones abandonadas a lo largo de las calles, la zona parecía un vertedero. Trampas para langostas y redes de pescador en desuso se apilaban al lado de bloques de hormigón roto; neumáticos tirados y muebles mohosos languidecían contra tanques de propano; retretes manchados y lavabos descascarillados eran elementos que contrastaban en este entorno y luchaban contra la hiedra silvestre. Había colchones, bolsas de basura negras llenas de sabe Dios qué, sillas de tres patas, puertas astilladas, marcos de ventanas destrozados. Era un sitio perfecto para deshacerse de un cadáver, concluyó Bea Hannaford. Se tardarían años en encontrarlo.