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El olor del lugar se colaba incluso dentro del coche. La humedad del aire transportaba los humos y el estiércol de vaca de una lechería que había al otro lado del pueblo. Añadiéndose a aquel ambiente general desagradable, había en el asfalto charcos de agua de lluvia estancada con manchas de aceite.

Había traído al agente McNulty con ella, tanto para que le hiciera de copiloto como para que tomara notas. Basándose en los comentarios que había realizado en el cuarto de Santo Kerne el día anterior, decidió que quizá resultara útil en temas relacionados con el surf, y como había residido toda la vida en Casvelyn, al menos conocía el pueblo.

Habían llegado a LiquidEarth trazando una ruta tortuosa que los llevó por el puerto, que formaba el extremo nororiental del canal en desuso de Casvelyn. Accedieron a Binner Down desde una calle llamada Arundel, de la que salía un sendero lleno de baches que pasaba por una granja mugrienta. Detrás se encontraba la base aérea desmantelada y más allá, a lo lejos, se levantaba una casa en ruinas, un lugar desastroso tomado por una sucesión de surfistas y que había quedado destrozado por culpa de su ocupación. McNulty pareció tomárselo con filosofía. ¿Qué podía esperarse?, parecía decir.

Bea pronto vio que era afortunada por contar con él, porque no había ninguna dirección que identificara los negocios asentados en el antiguo aeródromo. Eran edificios de hormigón prácticamente sin ventanas con techos de metal galvanizado de los que sobresalía la hiedra. Rampas de cemento agrietadas conducían a puertas metálicas pesadas delante de cada uno y de vez en cuando había un pasillo entre ellos.

McNulty dirigió a Bea por un camino en el extremo norte del aeródromo. Después de dar botes durante unos trescientos metros, con el consecuente dolor en la columna, el agente dijo por fin:

– Ya estamos, jefa.

Señaló una de tres casetas que en su día, declaró, habían alojado a las mujeres de la sección femenina de la Marina Real Británica. A Bea le resultó bastante difícil de creer, pero la época había sido dura. Comparado con llevar una existencia penosa en una zona bombardeada de Londres o Coventry, seguramente este lugar era el paraíso.

Después de bajar del coche y realizar algunos movimientos quiroprácticos para aliviar el dolor de espalda, McNulty señaló lo cerca que estaba este punto de la morada de los surfistas. La llamó Binner Down House y se erigía a lo lejos, justo enfrente de la colina que tenían delante. Era práctico para ellos si lo pensabas. Si necesitaban reparar las tablas, sólo tenían que cruzar y dejárselas a Lew Angarrack.

Entraron en LiquidEarth por una puerta fortificada con no menos de cuatro cerrojos. Se encontraron de inmediato en un taller de exposición pequeño, donde en estantes a lo largo de dos paredes había apoyadas tablas largas y cortas con el morro hacia arriba y sin quillas. En una tercera pared había colgados posters de surf con olas del tamaño de un transatlántico, mientras que en la cuarta pared estaba el mostrador del negocio. Dentro y detrás del mismo, había una exposición de accesorios para la práctica del surf: bolsas para tablas, cuerdas, quillas. No había trajes de neopreno. Tampoco camisetas diseñadas por Santo Kerne.

El lugar desprendía un olor que producía picor en los ojos. Resultó provenir de un cuarto polvoriento situado al fondo del taller de exposición, donde un hombre que llevaba un mono, el pelo recogido en una coleta y gafas grandes vertía con cuidado la sustancia de un cubo de plástico sobre una tabla de surf colocada sobre dos caballetes.

El hombre se movía despacio, tal vez por la naturaleza del trabajo, tal vez por su discapacidad, sus costumbres o su edad. Tenía temblores, vio Bea. Por el parkinson, el alcohol o lo que fuera.

– Disculpe. ¿El señor Angarrack? -dijo la inspectora justo cuando oyeron, a un lado, el sonido de una herramienta eléctrica detrás de una puerta cerrada.

– No es él -dijo McNulty en voz baja detrás de ella-. Lew será el que está en la otra habitación, perfilando una tabla.

Bea interpretó que aquello significaba que Angarrack estaba manejando la herramienta que hacía el ruido. Mientras llegaba a esa conclusión, el señor mayor se dio la vuelta. Tenía una cara antigua y llevaba las gafas unidas con un alambre.

– Lo siento. Ahora no puedo dejar esto -dijo señalando con la cabeza lo que estaba haciendo-. Pero entren. ¿Son los policías?

Era obvio, ya que McNulty vestía de uniforme. Pero Bea dio un paso adelante, dejando huellas en el suelo cubierto de polvo de poliestireno y le mostró su identificación. El hombre le echó un vistazo superficial asintiendo con la cabeza y dijo que él era Jago Reeth, el estratificador. Estaba aplicando la última capa de resina a una tabla y tenía que repartirla antes de que comenzara a fijarse o tendría problemas para lijarla. Pero estaría libre para hablar con ellos cuando terminara si querían. Si querían hablar con Lew, estaba dando los primeros retoques a los cantos de una tabla y no querría que nadie lo molestara, porque le gustaba hacerlo de una vez.

– Nos aseguraremos de presentarle nuestras disculpas -le dijo Bea a Jago Reeth-. ¿Puede ir a buscarle o podemos…? -Señaló la puerta tras la cual el chirrido de una herramienta evidenciaba un trabajo laborioso con los cantos.

– Esperen, entonces -dijo Jago-. Dejen que me ocupe de esto. No tardaré ni cinco minutos y hay que hacerlo enseguida.

Le observaron mientras terminaba con el cubo de plástico. La resina formó un charco poco profundo definido por la curva de la tabla de surf y utilizó un pincel para repartirla de manera uniforme. Una vez más, Bea se fijó en el temblor de su mano mientras manejaba el pincel. Pareció que el hombre le leyó el pensamiento a través de la mirada.

– No me quedan muchos años buenos -dijo el hombre-. Debí coger las olas grandes cuando tuve ocasión.

– ¿También practica surf? -le preguntó Bea a Jago Reeth.

– Ahora ya no. Si quiero ver el día de mañana. -Alzó la vista para mirarla desde su posición inclinada sobre la tabla. Detrás de las gafas, cuyos cristales tenían motitas blancas, sus ojos eran claros y penetrantes a pesar de su edad-. Han venido por Santo Kerne, supongo. Fue un asesinato, ¿no?

– Lo sabe, ¿verdad? -preguntó Bea a Jago Reeth.

– No lo sabía -dijo-. Me lo imaginaba.

– ¿Por qué?

– Están aquí. ¿Por qué iban a venir si no fuera un asesinato? ¿O se pasean por ahí dando el pésame a todo el mundo que conocía al chaval?

– ¿Se cuenta usted entre ellos?

– Sí -respondió-. Hacía poco, pero le conocía. Hará unos seis meses, desde que empecé a trabajar con Lew.

– ¿Así que no reside en el pueblo desde siempre?

El hombre deslizó el pincel a lo largo de toda la tabla.

– ¿Yo? No. Esta vez venía de Australia. Llevo siguiendo la temporada desde que tengo memoria.

– ¿De verano o de surf?

– En algunos lugares es lo mismo. En otros, es invierno. Siempre necesitan gente que fabrique tablas, y yo soy su hombre.

– ¿No es un poco pronto aquí para la temporada?

– No tanto. Sólo quedan unas semanas. Y ahora es cuando más me necesitan porque los pedidos entran antes de que empiece. Luego, durante la temporada, las tablas se abollan y hay que repararlas. Newquay, North Shore, Queensland, California. Voy allí a trabajar. Antes trabajaba primero y surfeaba después; a veces al revés.

– Pero ya no.

– Diablos, no. Seguro que me mataría. El padre de Santo pensaba que el chico se mataría surfeando, ¿saben? Menudo idiota. Es más seguro que cruzar la calle. Y los chavales están en contacto con el aire libre y el sol.

– Escalando acantilados también -señaló Bea.

Jago la miró.

– Y mire cómo acabó.

– ¿Conoce a los Kerne, entonces?