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– A Santo. Ya se lo he dicho. Y al resto por lo que él me contaba. Eso es todo lo que sé.

Dejó el pincel en el cubo, que había puesto en el suelo debajo de la tabla, y examinó detenidamente su trabajo, poniéndose en cuclillas para estudiarla desde la cola hasta morro. Entonces se levantó y fue a la puerta tras la que estaban perfilándose los cantos de la tabla. La cerró después de entrar y, al cabo de un momento, la herramienta paró.

El agente McNulty, vio Bea, estaba inspeccionando el lugar con una arruga entre las cejas, como si pensara en lo que estaba observando. Ella no sabía nada sobre la fabricación de tablas de surf, así que dijo:

– ¿Qué?

El hombre despertó de sus pensamientos.

– Algo. Todavía no lo sé exactamente.

– ¿Sobre el lugar? ¿Sobre Reeth? ¿Sobre Santo? ¿Su familia? ¿Qué?

– No estoy seguro.

La inspectora soltó un suspiro. Seguramente el agente necesitaría una tabla ouija.

Lew Angarrack se reunió con ellos. Iba vestido igual que Jago Reeth, con un mono blanco de papel resistente, el acompañamiento perfecto para el resto de su aspecto, que también era blanco. Su abundante pelo podría ser de cualquier color -seguramente canoso, debido a su edad, que parecía sobrepasar los cuarenta y cinco-, pero ahora parecía una peluca de abogado inglés, por lo cubierto que estaba de polvo de poliestireno. Este mismo polvo formaba una fina pátina en su frente y sus mejillas. Alrededor de la boca y los ojos estaba limpio, lo que se explicaba por la máscara con filtro y las gafas protectoras que colgaban de su cuello.

Detrás de él, Bea vio la tabla en la que trabajaba. Igual que la tabla que el estratificador estaba terminando, descansaba sobre dos caballetes altos: recortada de su plancha oblonga de poliestireno y dividida en dos mitades por una varilla de madera. En una pared a un lado del cuarto había apoyadas más de estas placas. En el otro lado, vio Bea, había un estante con herramientas: cepillos eléctricos, lijadoras orbitales y escofinas, por lo que parecía.

Angarrack no era un hombre grande, no era mucho más alto que la propia Bea, pero parecía bastante musculoso de cintura para arriba y la inspectora imaginó que tendría bastante fuerza. Al parecer, Jago Reeth le había puesto al corriente de los hechos en torno a la muerte de Santo Kerne, pero no pareció adoptar una actitud cautelosa al ver a la policía. Tampoco parecía sorprendido; ni impactado ni apenado, en realidad.

Bea se presentó e hizo lo propio con el agente McNulty.

– ¿Podemos hablar con el señor Angarrack?

– Esa pregunta es una mera formalidad, ¿no? -contestó el hombre con brusquedad-. Están aquí y supongo que eso significa que vamos a hablar.

– Tal vez pueda enseñarnos el lugar mientras conversamos -dijo Bea-. No sé nada de cómo se fabrican las tablas de surf.

– Se llama perfilar -le dijo Jago Reeth, que se había quedado cerca de ellos.

– No hay mucho que ver -explicó Angarrack-. Perfilar, diseñar, estratificar, lijar. Hay un cuarto para cada etapa.

Utilizó el pulgar para señalarlos a medida que hablaba. La puerta del cuarto de diseño estaba abierta pero con la luz apagada, así que pulsó un interruptor en la pared. Les asaltaron colores brillantes, rociados por las paredes, el suelo y el techo. Había otro caballete en medio de la habitación, pero ninguna tabla esperaba encima, aunque había cinco contra la pared, perfiladas y a punto para el arte de alguien.

– ¿También las decora? -preguntó Bea.

– Yo no. Un veterano se ocupó de los diseños durante un tiempo hasta que se marchó. Luego se encargó Santo, para pagarme una tabla que quería. Ahora estoy buscando a alguien.

– ¿Por la muerte de Santo?

– No. Ya le había echado.

– ¿Por qué?

– Supongo que por lealtad, diría yo.

– ¿Hacia quién?

– Mi hija.

– La novia de Santo.

– Lo fue durante una época, pero en el pasado. -Pasó a su lado y salió al taller, donde en una mesa plegable detrás del mostrador había un hervidor eléctrico junto a unos folletos, una carpeta llena de papeles y diseños para tablas. Lo enchufó y preguntó-: ¿Quieren algo? -Cuando ellos contestaron que no, gritó-: ¿Jago?

– Solo y muy cargado -respondió Jago.

– Háblenos de Santo Kerne -dijo Bea mientras Lew seguía a lo suyo con el café instantáneo, que echó en abundancia en una taza y en menor cantidad en la otra.

– Me compró una tabla hace un par de años. Había observado a los surfistas cerca del hotel y dijo que quería aprender. Fue primero al Clean Barrel…

– La tienda de surf -murmuró McNulty, como si creyera que Bea necesitaba un traductor.

– … y Will Mendick, el tipo que trabajaba allí, le recomendó que me comprara la tabla a mí. Llevo algunas al Clean Barrel, pero no muchas.

– No se gana dinero con la venta al por menor -gritó Jago desde la otra habitación.

– Muy cierto, sí. A Santo le gustaba una que había visto en el Clean Barrel, pero era demasiado avanzada para él, aunque en aquel momento él no lo habría sabido. Era una tabla corta, de tres quillas. Preguntó por ella, pero Will sabía que no aprendería bien con esa tabla, si llegaba a aprender, y me lo mandó a mí. Le hice una con la que pudiera aprender, algo más ancha, más larga, con una sola quilla. Y Madlyn, mi hija, le dio clases.

– Así fue como empezaron a salir, entonces.

– Básicamente.

El hervidor se apagó. Angarrack vertió el agua en las tazas, removió el líquido y dijo:

– Aquí tienes, colega. -Aquello hizo que Jago Reeth se uniera a ellos. Sorbió el café.

– ¿Cómo se sintió al respecto? -preguntó Bea a Angarrack-. De su relación.

Observó que Jago miraba a Lew atentamente. «Interesante», pensó, y grabó en su mente el nombre de los dos tipos.

– ¿La verdad? No me gustaba. Madlyn se desconcentró. Antes tenía un objetivo: los nacionales, competiciones internacionales. Después de conocer a Santo, todo eso desapareció. Todavía veía más allá de sus narices, pero no veía ni un centímetro más allá de Santo Kerne.

– El primer amor -comentó Jago-. Es brutal.

– Los dos eran demasiado jóvenes -continuó Angarrack-. No tenían ni diecisiete años cuando se conocieron y no sé qué edad tendrían cuando comenzaron a… -Hizo un gesto con la mano para indicar que debían completar ellos la frase.

– Se convirtieron en amantes -infirió Bea.

– A esa edad no es amor -le dijo Angarrack-. Para los chicos no lo es. Pero ¿para ella? Los ojos le hacían chiribitas y estaba atontada. Santo por aquí, Santo por allá. Ojalá hubiera podido hacer algo para impedirlo.

– Así es la vida, Lew. -Jago se recostó en el marco de la puerta del cuarto de estratificación con la taza en la mano.

– No le prohibí que le viera -prosiguió Angarrack-. ¿Qué sentido habría tenido? Pero le dije que tuviera cuidado.

– ¿Con qué?

– Con lo obvio. Ya era bastante malo que hubiera dejado la competición. Aún peor sería que llegara embarazada, o peor que eso.

– ¿Peor?

– Con alguna enfermedad.

– Ah. Parece que piensa que el chico era promiscuo.

– No sabía cómo coño era. Y no quería tener que averiguarlo porque Madlyn se hubiera metido en algún lío, cualquier lío. Así que la advertí y luego lo dejé estar. -Angarrack todavía no había cogido su taza, pero lo hizo ahora y bebió un sorbo-. Seguramente ése fue mi error.

– ¿Porqué?¿Acaso…?

– Lo habría superado antes cuando la historia terminó. En realidad, no lo ha superado.

– Me atrevería a decir que ahora lo hará -dijo Bea.

Los dos hombres intercambiaron una mirada rápida, casi furtiva. Bea lo vio y grabó en su mente ese gesto.

– Hemos encontrado el diseño para una camiseta de LiquidEarth en el ordenador de Santo -dijo la inspectora. El agente McNulty sacó el dibujo y lo entregó al perfilador de tablas de surf-. ¿Se lo pidió usted?