Angarrack negó con la cabeza.
– Cuando Madlyn rompió con Santo, yo también rompí con él. Tal vez fuera un diseño para pagar la tabla nueva…
– ¿Otra tabla?
– La primera se le había quedado pequeña. Necesitaba otra, superior a la tabla de aprendizaje, si quería mejorar. Pero en cuanto le eché, no tenía modo de pagarme. Quizás iba a hacerlo con esto. -Le devolvió el diseño a McNulty.
– Enséñale el otro -le dijo Bea al agente, y McNulty sacó el diseño de Realiza un acto de subversión y se lo entregó. Lew lo miró y negó con la cabeza. Se lo pasó a Jago, que se ajustó las gafas con los nudillos, leyó el logotipo y dijo:
– Will Mendick. Era para él.
– El tipo de la tienda de surf Clean Barrel.
– Eso era antes. Ahora trabaja en el supermercado Blue Star.
– ¿Qué significa el diseño?
– Es un freegan. Al menos era como Santo decía que se llama a sí mismo.
– ¿Un freegan? No he oído nunca esa palabra.
– Sólo come lo que es gratis: cosas que cultiva además de porquería que saca de los cubos de basura de detrás del mercado y de los restaurantes.
– Qué tentador. ¿Se trata de un movimiento o algo así?
Jago se encogió de hombros.
– Qué sé yo. Pero él y Santo eran amigos, más o menos, así que podría ser un favor. Lo de la camiseta, digo.
Bea se quedó satisfecha al oír que el agente McNulty anotaba todo aquello en lugar de examinar los pósters de surf. No le satisfizo tanto cuando de repente le dijo a Jago:
– ¿Alguna vez ha visto las olas gigantes? McNulty se sonrojó mientras hablaba, como si supiera que aquello era impropio pero no pudiera contenerse más.
– Oh, sí. En Ke Iki, Waimea, Jaws, Teahupoo.
– ¿Son tan grandes como dicen?
– Depende del tiempo -respondió Jago-. A veces son grandes como edificios. O mayores.
– ¿Dónde? ¿Cuándo? -Y luego le dijo a Bea, disculpándose-: Tengo pensado ir, ¿sabe? Mi mujer y yo y los niños… Es nuestro sueño. Y cuando vayamos, quiero estar seguro del lugar y las olas… Ya sabe.
– ¿También hace surf, entonces? -le preguntó Jago.
– Un poco. No como ustedes, pero yo…
– Ya es suficiente, agente -dijo Bea a McNulty.
Parecía angustiado, le habían arrebatado una oportunidad.
– Sólo quería saber…
– ¿Dónde podríamos encontrar a su hija? -preguntó la inspectora a Lew Angarrack mientras hacía un gesto impaciente a McNulty para que se callara.
Lew se terminó el café y dejó la taza en la mesa de cartón.
– ¿Por qué buscan a Madlyn? -dijo.
– Diría que es bastante obvio.
– Pues la verdad es que no.
– ¿La ex novia potencialmente rechazada de Santo Kerne, señor Angarrack? Hay que interrogarla como a todos los demás.
Era evidente que a Angarrack no le gustaba a donde quería ir a parar Bea, pero le dijo que podía encontrar a su hija en su lugar de trabajo. Bea le entregó su tarjeta y rodeó con un círculo su número de móvil. Si se le ocurría algo más…
El hombre asintió y retomó su trabajo. Entró en el cuarto de perfilado y cerró la puerta. Al cabo de un momento, el sonido de una herramienta eléctrica volvió a chillar en el edificio.
Jago Reeth se quedó con Bea y el agente.
– Una cosa más… -dijo, mirando hacia atrás-. Tengo conciencia de algo, así que si tienen un momento para seguir hablando… -Cuando Bea asintió, añadió-: Preferiría que Lew no supiera nada de esto, ¿entienden? Tal como han ido las cosas, se cabrearía muchísimo si se enterara.
– ¿De qué?
Jago cambió de posición.
– Yo les dejé el sitio. Sé que seguramente no debí hacerlo. Lo vi después, pero entonces ya había saltado la liebre. No podía volver a meterla en la jaula cuando no dejaba de corretear, ¿verdad?
– Aunque admiro que quiera conservar la metáfora -le dijo Bea-, ¿podría hablar más claro?
– Santo y Madlyn. Voy habitualmente al Salthouse Inn por las tardes, y me encuentro con un amigo allí casi todos los días. Santo y Madlyn utilizaban mi casa.
– ¿Para acostarse?
No parecía alegrarse de tener que reconocerlo.
– Podría haber dejado que se espabilaran solos, pero me pareció… Quería que estuvieran seguros, ¿saben? No que lo hicieran en el asiento trasero de un coche en alguna parte. En… No lo sé.
– Pero si su padre tiene un hotel… -señaló Bea.
Jago se secó la boca con el dorso de la muñeca.
– De acuerdo, sí. Están las habitaciones del viejo Rey Jorge, por si sirven de algo. Pero eso no significaba… Ellos dos allí… Yo sólo quería… Dios mío. No podía estar seguro de si Santo se pondría lo que tenía que ponerse para que ella estuviera segura, así que se los dejé allí. Junto a la cama.
– Preservativos.
Parecía moderadamente incómodo, un viejo no acostumbrado a mantener conversaciones tan francas con alguien a quien, de lo contrario, habría considerado una dama. «El sexo débil», pensó Bea. La inspectora vio que aquel pensamiento cruzaba su rostro.
– Los usaba, pero no siempre, ¿sabe?
– ¿Y sabe que los usaba porque…? -le instó Bea a continuar.
Jago parecía horrorizado.
– Dios mío, mujer.
– No estoy segura de si Dios tiene mucho que ver en todo esto, señor Reeth. Responda a la pregunta. ¿Los contaba antes y después? ¿Hurgaba en la basura? ¿Qué?
El hombre parecía abatido.
– Las dos cosas, maldita sea. Me preocupo por esa chica, tiene buen corazón. Un poco de carácter, pero buen corazón. Tal como yo lo veo, iba a suceder de todos modos, así que me aseguré de que lo hicieran bien.
– ¿Dónde está? Su casa, quiero decir.
– Tengo una caravana en el Sea Dreams.
Bea miró al agente McNulty y él asintió. Conocía el lugar. Bien.
– Tal vez queramos verla -dijo la inspectora.
– Me lo imaginaba. -Sacudió la cabeza con desesperación-. Jóvenes, ¿qué significan para ellos las consecuencias cuando son jóvenes?
– Sí, bueno. En el calor del momento, ¿quién piensa en las consecuencias? -preguntó Bea.
– Pero hay más que consecuencias, ¿verdad? -dijo Jago-. Igual que esto. -Al parecer, se refería a uno de los pósters de la pared. Mostraba una tabla de surf en el aire, la caída exagerada y memorable de su propietario, crucificado con una ola monstruosa de fondo-. Si no piensan en el momento presente, no digamos ya en el después. Y mire lo que pasa.
– ¿Quién es? -preguntó McNulty acercándose al poster.
– Un tipo que se llamaba Mark Foo, un minuto o dos antes de que el pobre desgraciado muriera.
La boca de McNulty formó una O de respeto y comenzó a responder. Bea vio que se ponía cómodo para escuchar una charla sobre surf como Dios manda e imaginaba perfectamente adonde los llevaría un viaje por aquel camino de recuerdos acuáticos y tristes.
– Parece un poco más peligroso que escalar acantilados, ¿no? Tal vez el padre de Santo hizo bien insistiéndole en que no hiciera surf.
– ¿Intentar apartar al chico de lo que amaba? ¿Cómo puede estar eso bien?
– Tal vez porque su intención era evitar que muriera.
– Pero no pudo evitarlo, ¿no? -dijo Jago Reeth-. Al fin y al cabo, la muerte no siempre es algo que podamos evitar a los demás.
Una vez más, Daidre Trahair entró en Internet desde el despacho del Watchman de Max Priestley, pero en esta ocasión tuvo que pagar. Sin embargo, Max no le pidió dinero: el precio era una entrevista con uno de sus dos reporteros. Resultaba que Steve Teller estaba en las oficinas trabajando en el artículo sobre la muerte de Santo Kerne. Ella era la pieza que faltaba. El crimen exigía ofrecer el relato de un testigo ocular.