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– ¿Crimen? -dijo Daidre Trahair, porque decidió que era la respuesta esperada. Había visto el cadáver y había visto la eslinga, pero Max no lo sabía, aunque tal vez lo supusiera.

– La policía nos lo ha comunicado esta mañana -le explicó Max-. Steve está trabajando en la sala de maquetación. Como ahora estoy utilizando el ordenador, tendrás tiempo para hablar con él.

Daidre no creía que Max estuviera usando el ordenador, pero no discutió con él. No quería involucrarse, no quería ver su nombre, su foto, la dirección de su cabaña ni nada más relacionado con ella en el periódico, pero no vio cómo evitarlo sin levantar las sospechas del periodista, así que accedió. Necesitaba el ordenador y este lugar le permitía más tiempo e intimidad que el único ordenador de la biblioteca. Estaba paranoica -y lo sabía muy bien, maldita sea-, pero volverse paranoica parecía lo más prudente.

Así que fue con Max a la sala de maquetación, mientras se tomaba un momento para lanzarle una mirada subrepticia y determinar qué podía esconderse debajo de su serenidad. Como ella, paseaba por el sendero de la costa. Se lo había encontrado en más de una ocasión en la cima de alguno de los acantilados con su perro como única compañía. La cuarta o quinta vez, habían bromeado entre ellos diciendo «tenemos que dejar de vernos así», y ella le había preguntado por qué paseaba tanto por el sendero. Contestó que a Lily le gustaba y que a él le gustaba estar solo. «Soy hijo único. Estoy acostumbrado a la soledad.» Pero Daidre nunca había creído que fuera la verdad de la cuestión.

Hoy no estaba accesible. No es que alguna vez lo estuviera especialmente. Como siempre, iba vestido como si saliera de un reportaje gráfico de Country Life sobre las actividades cotidianas en Cornualles: el cuello de la camisa azul almidonada aparecía por encima de su jersey de punto color crema, iba bien afeitado y sus gafas brillaban con las luces del techo, tan inmaculadas como el resto de él. Un hombre de cuarenta y tantos años sin ningún pecado.

– Aquí está nuestra presa, Steve -dijo al entrar en la sala de maquetación, donde el reportero trabajaba en un ordenador en el rincón-. Ha accedido a que la entrevistáramos. No tengas piedad con ella.

Daidre le lanzó una mirada.

– Haces que suene como si estuviera implicada de alguna manera.

– No me has parecido sorprendida, por no decir horrorizada, cuando te he dicho que era un asesinato -dijo Max.

Se miraron fijamente. Daidre sopesó las posibles respuestas y se decidió:

– He visto el cadáver. ¿Lo has olvidado?

– ¿Tan obvio era? La primera información que salió fue que se había caído.

– Creo que querían que pareciera eso. -Daidre oyó que Teller tecleaba en el ordenador y dijo con demasiada brusquedad-: No he indicado que la entrevista pudiera comenzar.

Max se rió.

– Estás con un periodista, querida. Todo es jugoso, con el debido respeto. Estás advertida, bla, bla, bla.

– Entiendo. -Se sentó y supo que lo hizo remilgadamente, en el borde de una silla que no podía ser más incómoda. Se puso el bolso en las rodillas y juntó las manos encima. Sabía que parecía una maestra o una candidata esperanzada a un empleo. No pudo evitarlo y tampoco lo intentó-. Esta situación no me satisface del todo.

– A nadie le satisface nunca, salvo a los famosillos de segunda fila.

Entonces Max los dejó, gritando:

– Janna, ¿ya sabemos algo del sumario?

Janna contestó algo desde la otra sala mientras Steve Teller formulaba a Daidre su primera pregunta. Primero quería los hechos y luego sus impresiones, le dijo. Lo segundo, decidió ella, era lo último que contaría a nadie, menos aún a un periodista. Pero, igual que un policía, sin duda el hombre estaría entrenado para olerse las mentiras y advertir las excusas, así que tendría cuidado con cómo decía lo que decía. No le gustaba dejar las cosas al azar.

La experiencia en el Watchman le robó un total de dos horas y se repartió a partes iguales entre la conversación con Teller y su investigación en Internet. Cuando tuvo impreso lo que necesitaba para examinarlo después, concluyó su búsqueda con las palabras «Adventures Unlimited». Hizo una pausa antes de pulsar el botón para que el motor se pusiera en marcha. La intención era preguntarse hasta dónde quería llegar realmente. ¿Era mejor saber o no saber? Si sabía, ¿podría dar la espalda a ese conocimiento? No estaba segura.

La lista de resultados para el negocio neófito no era larga. Vio que el Mail on Sunday le había dedicado un artículo extenso, igual que varios periódicos pequeños de Cornualles. El Watchman era uno de ellos.

«¿Por qué no?», se preguntó. Adventures Unlimited era una historia de Casvelyn. El Watchman era un diario de Casvelyn. El hotel de la Colina del Rey Jorge había sido rescatado de la destrucción -«vamos, Daidre, es un edificio protegido, no iba a dinamitarlo precisamente, ¿no?»-, por lo que también estaba eso…

Leyó el artículo y miró las fotos. Era todo muy típico: el interés arquitectónico, el plan, la familia. Aparecían sus fotografías y también la de Santo. Había información sobre todos ellos, sin destacar en particular a nadie porque se trataba, naturalmente, de un negocio familiar. Al final de todo miró quién firmaba el artículo. Vio que el propio Max había escrito la historia. No era insólito porque el periódico era muy pequeño y, por lo tanto, el trabajo se compartía. Pero a pesar de todo era potencialmente condenatorio.

Se preguntó qué significaba todo aquello para ella: Max, Santo Kerne, los acantilados y Adventures Unlimited. Pensó en Donne y luego lo descartó. A diferencia del poeta, había demasiadas veces en que no se sentía parte de la humanidad.

Se marchó de las oficinas del periódico. Estaba pensando en Max Priestley y en lo que había leído cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se dio la vuelta y vio a Thomas Lynley avanzando por Princes Street con un trozo de cartón grande bajo el brazo y una bolsa pequeña colgada de los dedos.

Una vez más, pensó en lo distinto que estaba sin la barba, vestido con ropa nueva y refrescado al menos en parte.

– No pareces demasiado escarmentado por la paliza que te llevaste anoche en los dardos -le dijo-. ¿Debo suponer que tu ego está intacto, Thomas?

– No del todo -contestó-. Me he pasado toda la noche despierto practicando en el bar del hostal. Donde me he enterado, por cierto, que machacas a todo el que va. Casi con los ojos vendados, por lo que cuentan.

– Son unos exagerados, me parece.

– ¿Sí? ¿Qué otros secretos ocultas?

– El roller derby -respondió ella-. ¿Te suena de algo? Es un deporte americano en el que terroríficas mujeres ataviadas con patines en línea se golpean las unas a las otras.

– Santo cielo.

– En Bristol tenemos un equipo nuevo y yo soy una anotadora súper dura, mucho más despiadada con los patines que con los dardos. Nos llamamos Boudica's Broads, por cierto, y yo soy Electra la Cojonuda. Todas tenemos apodos amenazantes.

– Nunca deja de sorprenderme, doctora Trahair.

– Me gusta considerarlo parte de mi encanto. ¿Qué llevas ahí? -preguntó señalando el paquete con la cabeza.

– Ah, pues resulta que me alegro de encontrarte. ¿Podría meter esto en tu coche? Es el cristal para sustituir la ventana que te rompí, y también las herramientas para arreglarla.

– ¿Cómo has sabido las medidas?

– He vuelto para tomarlas. -Movió vagamente la cabeza en dirección a la cabaña, al norte del pueblo-. He tenido que entrar otra vez, como no estabas… -reconoció-. Espero que no te importe.

– Confío en que no habrás roto otra ventana para entrar.

– No me ha hecho falta, había roto una ya. Mejor repararla antes de que alguien más descubra el daño y se aproveche de… De lo que sea que tengas escondido ahí dentro.