– Más bien poco, a menos que alguien quiera robarme la diana.
– Por mí encantado -contestó Lynley, con fervor, y ella se rió-. Ahora que nos hemos encontrado, ¿puedo meter esto en tu coche?
Ella le llevó a donde lo había dejado. Había estacionado el Opel en el mismo lugar que el día anterior, en el aparcamiento enfrente del Toes on the Nose, que albergaba otra reunión de surfistas, aunque esta vez rondaban por fuera, mirando vagamente hacia la playa de St. Mevan. Desde la posición ventajosa del aparcamiento, el hotel de la Colina Rey Jorge se encuadraba a unos trescientos metros de allí. Daidre señaló la estructura a Lynley. Allí vivía Santo Kerne, le dijo.
– No me dijiste que había sido un asesinato, Thomas -le comentó después-. Seguro que anoche lo sabías, pero no me dijiste nada.
– ¿Por qué supones que lo sabía?
– Te fuiste con esa policía por la tarde. Tú también lo eres. Policía, quiero decir. No puedo imaginar que no te lo dijera. Por la fraternidad entre miembros del cuerpo y todo eso.
– Me lo dijo -reconoció Lynley.
– ¿Soy sospechosa?
– Lo somos todos, yo incluido.
– ¿Y le contaste…?
– ¿Qué?
– ¿Que conocía, o al menos había reconocido, a Santo Kerne?
Lynley se tomó su tiempo para contestar y Daidre se preguntó por qué.
– No -dijo al fin-. No se lo conté.
– ¿Por qué?
No respondió la pregunta.
– Ah. Tu coche -dijo cuando llegaron.
Daidre quería insistirle para que le diera una contestación, pero tampoco quería saber la respuesta porque no estaba segura de qué haría con ella cuando la obtuviera. Hurgó en su bolso para coger las llaves. Los papeles que llevaba del Watchman se le resbalaron de las manos y cayeron al asfalto.
– Maldita sea -dijo mientras se empapaban por el agua de la lluvia. Empezó a agacharse para recogerlos.
– Déjame a mí -dijo Lynley y, siempre tan caballeroso, dejó el paquete en el suelo y se encorvó para recuperarlos.
Siempre tan policía también, miró los papeles y luego a ella. Daidre notó que se ponía colorada.
– ¿Estás esperando un milagro? -preguntó.
– Mi vida social ha sido bastante escasa estos últimos años. Todo ayuda, pienso yo. ¿Puedo preguntarte por qué no me lo dijiste, Thomas?
– ¿Decirte qué?
– Que a Santo Kerne lo habían asesinado. No puede ser información privilegiada. Max Priestley lo sabía.
Lynley le devolvió los papeles que había imprimido de Internet y recogió su paquete mientras Daidre abría el maletero del Opel.
– ¿Y Max Priestley es?
– El dueño y director del Watchman. He hablado antes con él.
– Como periodista, habrá recibido la información de la inspectora Hannaford, supongo. Será la responsable de determinar qué datos se hacen públicos, porque dudo que cuenten con un agente de prensa en el pueblo, a menos que haya asignado a alguien esas funciones. No dependía de mí decírselo a nadie hasta que Hannaford estuviera dispuesta a revelar la información.
– Entiendo. -No podía decirle «pero pensaba que éramos amigos» porque no era exactamente cierto. No parecía tener sentido continuar con el tema, así que preguntó-: ¿Vas a venir a la cabaña ahora, entonces? ¿A reparar la ventana?
Lynley le dijo que aún le quedaban algunas cosas que hacer en el pueblo, pero que después, si no le importaba, pasaría por Polcare Cove y la arreglaría. Daidre le preguntó si realmente sabía reparar una ventana. Por algún motivo uno no esperaba que un conde, aunque se ganara la vida como policía, supiera qué hacer con un cristal y masilla. Lynley le dijo que estaba seguro de poder arreglárselas con bastante destreza.
Luego, por razones que Daidre no puedo descifrar, Thomas le preguntó:
– ¿Normalmente realizas tus investigaciones en las oficinas de un periódico?
– Normalmente no realizo ninguna investigación, en especial cuando estoy en Cornualles. Pero si tengo que buscar algo, sí, utilizo el Watchman. Max Priestley tiene un retriever al que he tratado, así que me deja.
– No puede ser el único lugar donde consultar Internet.
– Piensa en dónde estamos, Thomas. Ya tengo bastante suerte con que haya conexión en Casvelyn. -Señaló hacia el sur, en dirección al puerto-. Podría ir a la biblioteca, supongo, pero hay límite de tiempo: quince minutos y entra la siguiente persona. Es exasperante si intentas hacer algo más importante que consultar el correo.
– También es más privado, supongo -dijo Lynley.
– También -reconoció ella.
– Y ambos sabemos que te gusta la privacidad.
Ella sonrió, pero sabía que se le había notado el esfuerzo. Era momento de salir corriendo, con elegancia o no. Le dijo que le vería, tal vez, cuando fuera a reparar la ventana. Entonces se fue.
Mientras salía del aparcamiento Daidre notó la mirada de Thomas clavada en ella.
Lynley la observó marchar. Daidre Trahair era un enigma en más de un sentido. Se guardaba muchas cosas. Imaginaba que algunas tenían que ver con Santo Kerne, pero quería creer que no todas. No estaba seguro de por qué, pero se reconoció a sí mismo que aquella mujer le caía bien. Admiraba su independencia y lo que parecía ser un estilo de vida que iba contracorriente. No se asemejaba a nadie que hubiera conocido.
Pero aquello en sí planteaba preguntas. ¿Quién era, exactamente, y por qué parecía haber brotado a la existencia de adolescente, plenamente formada, como Atenea de la cabeza de Zeus? Las preguntas sobre ella eran muy inquietantes. Tenía que admitir que centenares de alarmas rodeaban a esta mujer, aunque sólo algunas estaban relacionadas con un chico muerto hallado al pie de un acantilado cerca de su casa.
Fue caminando del aparcamiento a la comisaría, al final de Lansdown Road. Era una calle adoquinada estrecha de casas blancas adosadas, con tejados deteriorados y muy manchadas por la lluvia que caía por los canalones oxidados. La mayoría se habían sumido en el mal estado que prevalecía en las zonas más pobres de Cornualles, donde el aburguesamiento todavía no había extendido sus dedos codiciosos. Sin embargo, una de ellas estaba siendo reformada, y sus andamios sugerían que mejores tiempos habían llegado para alguien del barrio.
La comisaría de policía era una monstruosidad incluso aquí. Era un edificio de estuco gris que no poseía ningún elemento arquitectónico de interés que recomendar. La fachada era plana y el tejado también, una caja de zapatos con alguna ventana de vez en cuando y un tablón de anuncios en la puerta.
Dentro, un pequeño vestíbulo ofrecía una hilera de tres sillas de plástico y un mostrador de recepción. Bea Hannaford estaba sentada detrás de éste, con el auricular del teléfono pegado a la oreja. Levantó un dedo para saludar a Lynley y dijo a quien estuviera al otro lado:
– Lo pillo. Bueno, no es ninguna sorpresa, ¿verdad? Querremos hablar otra vez con ella, entonces, ¿no?
Colgó y llevó a Lynley arriba al centro de operaciones, que habían montado en el primer piso del edificio en un espacio que, de lo contrario, parecía una sala de reuniones, una cafetería, un vestuario y un comedor. Aquí arriba se las arreglaban con algunos tablones y ordenadores equipados con la base de datos de la policía, pero el personal era claramente insuficiente. Lynley vio que el agente y el sargento estaban muy enfrascados en su trabajo y que otros dos intercambiaban información sobre el caso o los antecedentes de los caballos que corrían en Newmarket, resultaba difícil saberlo. En los tablones estaban listadas las tareas, algunas completadas y otras pendientes.
– Encárguese de la recepción, sargento -dijo la inspectora Hannaford al sargento Collins; cuando éste se marchó de la sala le comentó a Lynley-: Resulta que la mujer mentía.
– ¿Qué mujer? -preguntó Thomas, aunque sólo estaban investigando a una, que él supiera.