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– Una pregunta meramente formal, ¿verdad? -dijo la inspectora de manera significativa-. Nuestra doctora Trahair, esa mujer. No la recuerdan en ningún pub de los que están en la ruta que afirma haber tomado desde Bristol. Y en esta época del año la recordarían, teniendo en cuenta la poca gente que circula por esta zona del país.

– Quizá. Pero debe de haber un centenar de pubs.

– Por donde vino, no. Decir que ésa fue la ruta que tomó podría ser su primer error. Y cuando hay uno, hay otros, créame. ¿Qué ha descubierto sobre ella?

Lynley le relató la información de Falmouth que había recabado sobre Daidre Trahair. Añadió lo que sabía sobre su hermano, su trabajo y su educación. Todo lo que había dicho sobre ella estaba comprobado, le explicó. De momento, todo bien.

– ¿Por qué será que creo que no me cuenta todo lo que hay que contar? -fue la respuesta de Bea Hannaford después de observarle un momento-. ¿Está ocultando algo, comisario Lynley?

Quiso decirle que ya no era el comisario Lynley. No tenía nada que ver con el trabajo policial, razón por la cual tampoco estaba obligado a contarle todos los hechos que había obtenido. Pero respondió:

– Está realizando una investigación curiosa en Internet. Es eso, aunque no veo qué relación puede tener con el asesinato.

– ¿Qué clase de investigación?

– Milagros. O mejor dicho, lugares asociados con milagros. Lourdes, por ejemplo, una iglesia en Nuevo México. También había otros, pero no me dio tiempo a mirar todos sus papeles y, de todos modos, no llevaba las gafas. Ha estado consultando Internet en el Watchman, el periódico local. Conoce al dueño, parece ser.

– Será Max Priestley. -Era el agente McNulty, que hablaba desde un ordenador en un rincón de la sala-. Ha estado en contacto con el chico muerto, por cierto.

– ¿En serio? -dijo Bea Hannaford-. Eso sí es un giro interesante. -Le contó a Lynley que el agente estaba revisando los mensajes de correo electrónico antiguos de Santo Kerne buscando datos valiosos-. ¿Qué dice?

– «A mí me da igual. Ten cuidado.» Supongo que es Priestley, porque procede del MEP en Watchman.com, etcétera. Aunque podría haberlo escrito cualquiera que conozca su clave y tenga acceso a un ordenador del periódico, supongo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Hannaford al agente.

– De Priestley, sí. Pero hay un montón de mensajes de Madlyn Angarrack procedentes directamente de LiquidEarth. Está registrada casi toda la evolución de la relación. Informal, estrecha, íntima, picante, explícita y luego nada más. Como si en cuanto empezaron a hacer guarradas no quisiera que figurara por escrito.

– Interesante… -señaló Bea.

– A mí también me lo ha parecido. Pero decir que estaba «loca por él» ni se acerca a lo que sentía por el chico. En mi opinión, apuesto a que no habría rechazado la idea de que alguien le cortara los huevos cuando rompieron ella y Santo. ¿Qué es eso que se dice sobre el despecho de una mujer?

– No hay mayor peligro que una mujer despechada -murmuró Lynley.

– Eso. Bueno, yo digo que la investiguemos más. Es probable que tuviera acceso al equipo de escalada de Santo en algún momento, o que supiera dónde lo guardaba.

– La tenemos en nuestra lista -dijo Hannaford-. ¿Es todo, entonces?

– También tengo e-mails de alguien que se hace llamar Freeganman; diría que se trata de Mendick, porque dudo que abunde mucha gente como él en el pueblo.

Hannaford explicó el apodo a Lynley: cómo se habían enterado y con quién estaba asociado.

– ¿Y qué tiene que decir el señor Mendick? -le preguntó al agente.

– «¿Puede quedar entre nosotros?» No es muy esclarecedor, lo reconozco, pero aun así…

– Es una razón para hablar con él. Apuntemos el supermercado Blue Star en nuestra agenda.

– Bien.

McNulty regresó al ordenador. Hannaford fue a una mesa y metió la mano en un bolso de bandolera que parecía pesar mucho. Sacó un móvil y se lo lanzó a Lynley.

– He comprobado que la cobertura aquí es fatal, pero quiero que lo lleve y que lo tenga encendido.

– ¿Motivos? -preguntó Lynley.

– Tengo que dar un motivo, ¿verdad, comisario?

«Aunque sólo sea porque mi rango es superior al suyo» habría sido la respuesta de Lynley en otras circunstancias, pero no en éstas.

– Tengo curiosidad. Sugiere que aún piensa que puedo serle útil.

– Correcto. Me falta personal y quiero que esté disponible para mí.

– Ya no soy…

– Chorradas. Un policía siempre es policía. Aquí hay necesidades, y los dos sabemos que no va a escapar de una situación que requiere su ayuda. Aparte de eso, es usted un protagonista principal de este caso y no va a largarse a ninguna parte porque saldré a buscarle hasta que le diga que ya puede marcharse, así que será mejor que esté dispuesto a serme útil.

– ¿Tiene algo en mente?

– La doctora Trahair. Quiero detalles. Todo. Desde el número de zapato que calza hasta su grupo sanguíneo y todo lo que haya en medio.

– ¿Y cómo se supone que…?

– Oh, por favor, comisario. No me tome por estúpida. Tiene recursos y tiene encanto; utilice los dos. Investigue su pasado, llévesela de picnic, invítela a beber, a comer, léale poesía, acaríciele la mano. Gánese su confianza. Me importa un pimiento cómo lo haga, pero hágalo. Y cuando lo haya hecho, lo quiero todo. ¿Ha quedado claro?

El sargento Collins había aparecido en la puerta mientras Hannaford hablaba.

– ¿Jefa? Alguien ha venido a verla. Una chavala rara que se llama Tammy Penrule está abajo y dice que tiene información para usted.

– Quiero ese teléfono cargado -le dijo la inspectora a Lynley-. Use sus armas. Haga lo que tenga que hacer.

– No me siento cómodo con…

– No es problema mío. Un asesinato tampoco es una situación cómoda.

Capítulo 13

Abajo, Bea encontró a la chica llamada Tammy Penrule sentada en una de las sillas de plástico de la recepción, con los pies planos en el suelo, las manos juntas en el regazo y la espalda en perpendicular con el asiento. Iba vestida de negro, pero no era gótica, como sospechó Bea al principio cuando la vislumbró. No llevaba maquillaje, ni las uñas pintadas de horrible negro, ni tenía protuberancias plateadas que surgían de varios puntos de su cabeza. Tampoco llevaba joyas ni nada que aliviara la oscuridad de su ropa. Parecía un duelo hecho carne.

– ¿Tammy Penrule? -le dijo Bea, innecesariamente.

La chica se levantó de un salto. Estaba como un palillo. No podías mirarla sin pensar en desórdenes alimenticios.

– ¿Tienes información para mí? -La chica asintió-. Ven conmigo, entonces -dijo antes de percatarse de que todavía no había localizado las salas de interrogatorios de la comisaría. Pasearse por el edificio no iba a inspirar ninguna confianza a nadie, así que se dio la vuelta y dijo-: Espera aquí un momento.

Encontró un cuchitril al lado del cuarto de la limpieza que le serviría hasta que una exploración más detenida de las dependencias revelara su secreto en cuanto al lugar donde llevar a cabo los interrogatorios. Cuando tuvo a Tammy Penrule situada en este espacio, le dijo:

– ¿Qué tienes que contarme?

Tammy se lamió los labios. Necesitaban bálsamo, los tenía muy agrietados y una costra fina marcaba el lugar donde el labio inferior se había abierto lo suficiente como para que sangrara.

– Es sobre Santo Kerne -contestó.

– Ya me lo imaginaba.

Bea cruzó los brazos debajo de sus pechos. Inconscientemente, al parecer, Tammy hizo lo mismo, aunque no podía decirse que tuviera pechos, y Bea se preguntó si la relación de Santo Kerne con Madlyn Angarrack había terminado por culpa de esta chica. Todavía no conocía a Madlyn, pero el hecho de que hubiera participado en competiciones de surf sugería a alguien… Tal vez «más definida físicamente» era el término que buscaba. Esta adolescente parecía más un ser evanescente, sólo corpórea mientras tuviera la fuerza de manifestarse en forma humana. Bea no se la imaginaba con las piernas abiertas debajo de un chico de sangre caliente.