Se preparó mentalmente y empezó a mirar. Vio que todo era muy típico de Alan, todos los elementos del lugar. Su djembe estaba en su sitio en un rincón de la habitación, delante de un taburete donde se sentaba para tocarlo durante su meditación diaria. Apoyada cerca, en una estantería donde tenía sus libros de yoga, había una pandereta, una especie de regalo de broma que Kerra le había hecho antes de comprender lo importante que era el tambor para el régimen espiritual de Alan. Encima de la estantería estaban sus fotos: Alan, con un birrete y una toga de la universidad, flanqueado por sus padres; Alan con Kerra de vacaciones en Portsmouth, rodeándole los hombros con el brazo en la cubierta del Victory; Kerra sola, sentada en la cima plana de Lanyon Quoit; Alan más joven con el perro de su infancia, una mezcla de terrier del color de un muelle oxidado.
El problema era que Kerra no tenía ni idea de qué estaba buscando. Quería un indicio, pero no sabía si reconocería nada que no estuviera escrito con luces de neón intermitentes. Se paseó por la habitación abriendo y cerrando cajones de la cómoda y luego del escritorio. Aparte de la ropa de colores conservadores perfectamente doblada, los únicos artículos de interés con los que se topó fueron una colección de felicitaciones de cumpleaños regaladas o enviadas a Alan a lo largo de los años y una lista titulada «Objetivos a cinco años» en la que leyó que, entre otras cosas, quería aprender italiano, tomar clases de xilófono y viajar a la Patagonia, además de «casarme con Kerra», que figuraba antes que la Patagonia pero después del italiano.
Y entonces, en una rejilla para tostadas plateada que se había vuelto negra donde Alan guardaba el correo, lo encontró: el objeto sin propósito en el cuarto de un hombre para quien todos los elementos tenían un propósito, tanto en el presente como en el pasado o el futuro. Era una postal, detrás de la correspondencia del banco, el dentista y la facultad de Económicas de Londres. La foto de la postal estaba tomada desde el mar hacia la orilla y la vista ofrecida era de dos cuevas profundas, una a cada lado de una cala. Encima de la cala se veía un pueblo de Cornualles que Kerra conocía bien, ya que era el lugar adonde mandaban a ella y a su hermano de pequeños para quedarse con sus abuelos mientras su madre atravesaba una de sus etapas.
Pengelly Cove. Tenían prohibido bajar a la playa, hiciera el tiempo que hiciese. La razón que les daban era la marea y las cuevas. La marea subía deprisa, como sucedía en la bahía de Morecambe. Se adentraba en una cueva que creías que podías explorar sin peligro, el agua la inundaba y las paredes marcaban su altura, que era superior al hombre más alto, de una forma tan implacable como despiadada.
«En esas cuevas han muerto niños como vosotros -bramaba su abuelo-, así que cuando estéis aquí no iréis a la playa. Además, hay trabajo de sobra en la casa para manteneros ocupados y, si veo que os aburrís, os daré más.»
Pero todo eso era una excusa y lo sabían, Kerra y Santo. Ir a la playa significaba ir al pueblo, y en el pueblo eran conocidos como los hijos de Dellen Kerne, o Dellen Nankervis, como se llamaba entonces. Dellen la alta, la fácil, la que se abría de piernas, el putón del pueblo. La Dellen cuya letra inconfundible formaba la frase «es aquí» que figuraba escrita en rojo en el reverso de la postal que había encontrado en la vieja rejilla para las tostadas de Alan. De la palabra «aquí» salía una flecha que bajaba hasta la cueva de la parte sur de la cala.
Kerra se guardó la postal en el bolsillo y siguió mirando. Pero en realidad no le hacía falta nada más.
Cadan se había pasado toda la mañana con la boca como un estropajo y el estómago repitiéndole en la garganta. Desde el principio, lo que había necesitado era un trago, pero una conversación con su hermana antes de llegar a Adventures Unlimited le había impedido echar un vistazo al alcohol que tenía su padre. Madlyn no habría delatado a Cadan a su padre si le hubiera sorprendido revisando armarios -a pesar de sus rarezas generales, la hermana de Cadan nunca había destacado por ser una chivata-, pero se habría percatado de lo que estaba sucediendo y le habría pegado la chapa. No podía soportarlo. En realidad, ya le suponía un verdadero esfuerzo el mero hecho de responder a lo que Madlyn decía sobre un tema que no tenía nada que ver con él, sino con Ione Soutar, que había telefoneado tres veces en las últimas treinta y seis horas con una excusa espuria tras otra.
– Bueno, es estúpida si alguna vez pensó que tenían futuro -había dicho Madlyn-. Quiero decir, ¿acaso había algo entre ellos aparte de sexo y citas? Si es que puede llamarse cita a lo que hacían, porque juzgar competiciones de surf en Newquay y comer pizza y curry por las noches con esas dos niñas detestables que tiene… No es precisamente lo que yo llamaría una relación prometedora, ¿no crees? ¿En qué estaba pensando?
Cadan era la última persona capaz de responder a esos interrogantes y se preguntó si Madlyn debía pontificar de aquella manera sobre qué constituía una relación prometedora. Pero imaginaba que su última pregunta era retórica y estaba contento por no tener que responder.
Madlyn continuó.
– Lo único que tenía que hacer era mirar su historial. Pero ¿podía hacerlo? ¿Quería hacerlo? No. ¿Y por qué? Porque le consideraba un padre en potencia y eso era lo que quería, para Leigh y para Jennie. Bien sabe Dios que lo necesitan. Sobre todo Leigh.
Cadan sí logró contestar a eso.
– Jenny es maja.
Esperaba que aquello pusiera punto final al tema y le dejara en paz con su resaca y la sensación de mareo generalizada.
– Oh, supongo que si te gustan de esa edad, es maja. La otra, sin embargo… Menuda pieza está hecha esa Leigh.
Estuvo un momento sin decir nada y Cadan vio que su hermana le observaba mirar a Pooh. Estaba esperando a que el loro se acabara su desayuno de semillas de girasol y manzanas. Pooh prefería las manzanas inglesas -Cox, si podía conseguirlas-, pero si era necesario y fuera de temporada disfrutaba de una Fuji importada, que era lo que estaba comiendo ahora.
Madlyn prosiguió.
– Pero por el amor de Dios. Él ya ha tenido hijos. ¿Por qué querría pasar por todo eso otra vez? ¿Por qué ella no lo vio? No lo entiendo, ¿y tú?
Cadan farfulló algo que no le comprometiera. Aunque no hubiera estado muñéndose de ganas por abrazarse al retrete no habría sido tan tonto como para hablar, extensamente o no, de su padre con su hermana. Así que contestó:
– Vamos, Pooh, tenemos trabajo.
Le ofreció el último trozo de manzana al loro. Pooh lo rechazó y se limpió el pico con la garra derecha. Luego se puso a investigar las plumas de debajo de su ala izquierda, como si fuera un minero aviar por la excavación que emprendió. Cadan frunció el ceño y pensó en ácaros. Mientras tanto, Madlyn siguió hablando.
Estaba dándose la vuelta para utilizar el espejo que había encima de la chimenea de carbón diminuta y arreglarse el pelo. En el pasado, nunca había prestado demasiada atención a su pelo, pues no le había hecho falta. Como Cadan y su padre, lo tenía oscuro y rizado; si lo llevaba bastante corto, no necesitaba demasiados cuidados: se lo arreglaba por las mañanas con una buena sacudida. Se lo había dejado crecer porque a Santo Kerne le gustaba más largo. En cuanto terminó lo que fuera que tuvieran, porque Cadan no quería llamarlo relación, pensó que se lo cortaría -aunque sólo fuera para vengarse de Santo-, pero de momento no lo había hecho. Tampoco había vuelto a surfear.
– Bueno, ahora se liará con otra, si no lo ha hecho ya. Y ella también. Y con eso acabará todo el tema. Supongo que habrá algunas semanas más de lágrimas por teléfono, pero él guardará ese silencio dolorido suyo y, al cabo de un tiempo, ella se cansará y se dará cuenta de que ha tirado por la borda tres años de su vida o lo que sea que hayan durado porque no me acuerdo y, como el reloj sigue avanzando, pasará página. Querrá a un hombre antes de quedarse como una pasa. Y créeme, sabe que el momento se acerca.